jueves, 26 de febrero de 2009

Montfaucon de Villars. EL CONDE DE GABALÍS o Conversaciones sobre las Ciencias Secretas. CUARTA CONVERSACIÓN sobre las Ciencias Secretas.

Mapa de Francia grabado por Pierre Duval, París, 1682

Esperé en casa al señor conde de Gabalís, tal como habíamos acordado al separarnos. Llegó a la hora indicada, y se dirigió a mí con aire risueño.

-«Y bien, hijo mío –me dijo-, ¿hacía qué tipo de pueblo invisible os concede Dios más inclinación, y a qué alianza daréis la preferencia, la de las Salamandras, las Gnomas, las Ninfas o las Sílfides?

-Todavía no he acabado de determinarme a tal casamiento, caballero –le contesté.

-¿Y cuál es el motivo? –preguntó.

-Francamente, señor mío –le dije-, no soy capaz de sanarme la imaginación; me sigue pintando a estos presuntos huéspedes de los elementos como retoños de diablos.

-¡Oh, Señor! –exclamó- ¡Disipad, Dios de luz, las tinieblas con que la ignorancia y la nefasta educación han cubierto la mente de este elegido, que me habéis hecho conocer y al que destináis a tan grandes cosas! Y vos, hijo mío, no cerréis el paso a la verdad que quiere entran en vos; sed dócil. Pero no, os dispenso de serlo, pues sería injurioso para la verdad el tenerle que preparar el camino. Bien sabe ella forzar puertas de hierro y penetrar donde quiere, a pesar de toda la resistencia de la mentira. ¿Qué podéis tener para oponeros a ella? ¿Es que Dios no ha podido crear substancias en los elementos, tal y como yo os las he descrito?

-No, he examinado –le contesté- si es imposible el hecho en sí, si un único elemento puede formar sangre, carne y huesos, si puede existir proporción sin mezcla y acciones sin contrarios. Pero suponiendo que Dios haya podido hacerlo, ¿qué prueba sólida hay de que lo haya hecho?

-¿Queréis quedar convencido inmediatamente? –replicó sin tanta cortesía- Voy a hacer que vengan los Silfos de Cardano*(98), y oiréis de su boca lo que hacen y lo que ya os he dicho yo.

-¡No, eso no, caballero, os lo ruego! –exclamé impetuosamente- ¡Os suplico que diferáis este tipo de prueba, hasta que esté convencido de que esos seres no son enemigos de Dios! Porque prefiero morir antes que causar a mi conciencia el daño de…

-¡Ésta, ésta es la ignorancia y la falsa piedad de estos desdichados tiempos! –me interrumpió el conde en tono colérico- ¿Por qué no borran del calendario de los santos al mayor de los anacoretas?*(99) ¿Y por qué no queman sus imágenes? ¡Habrá que lamentar que no se insulte a sus venerables cenizas lanzándolas a los cuatro vientos, como se haría con las de esos desgraciados acusados de haber tenido tratos con los demonios! ¿Es que se le ocurrió exorcizar a los Silfos? ¿Es que no los trató como a hombres? ¿Qué decís a esto, señor don escrupuloso, vos y todos vuestros miserables doctores? El Silfo que trató de su naturaleza con dicho patriarca, ¿creéis que era un retoño de demonio? ¿Sería un espíritu diabólico aquel con el que este hombre incomparable disertó sobre el Evangelio? ¿Y le acusáis de haber profanado los misterios adorables hablando de ellos con un espíritu enemigo de Dios? ¡Atanasio y Jerónimo son entonces indignos del gran nombre que tienen entre vuestros sabios, por haber escrito con tanta elocuencia el elogio de un hombre que trataba a los diablos tan humanamente! Porque si tomaron al Silfo por un diablo, tendrían que haber callado la aventura, o haber omitido la predicación o aquella exhortación tan patética que el anacoreta, con más celo y credulidad que vos, dirigió a la ciudad de Alejandría; y si lo tomaron por una criatura partícipe –como él aseguraba- de la redención, tanto como nosotros, y si esa aparición era según pensaban una gracia extraordinaria que Dios hacía al santo cuya vida escribían, ¿sois vos razonable al querer ser más sabio que Atanasio y que Jerónimo, y más santo que el divino Antonio? ¿Qué hubieseis dicho a ese hombre admirable si hubierais sido uno de los diez mil solitarios a los que contó la conversación que acababa de tener con el Silfo? Con más prudencia y con más luces que todos esos ángeles terrenales, seguramente hubieseis refutado al santo abad que toda su aventura era pura ilusión, y hubierais disuadido a su discípulo Atanasio de dar a conocer a toda la tierra una historia tan poco conforme con la religión, la filosofía y el sentido común. ¿No es cierto?

-Cierto es –le dije- que hubiese sido de la opinión de no contar nada de nada, o de contar algo más.

-Atanasio y Jerónimo no tenían por qué contar más –me replicó-, porque eso es lo que sabían, y aunque hubiesen sabido todo, lo que no es posible si no se es de los nuestros, no habrían divulgado temerariamente los secretos de la Sabiduría.

-¿Pero por qué –dije yo- ese Silfo no le propuso a san Antonio lo que vos que proponéis hoy?

-¿Qué? –contestó el conde riéndose- ¿el casarse? ¡Pues sí que habría sido apropiado!

-Es verdad que sin duda el buen hombre no habría aceptado la propuesta –respondí.

-Pues no, desde luego –dijo el conde-, porque habría sido tentar a Dios casarse a tanta edad y pedirle hijos.

-¡Cómo! –exclamé- ¿Es que uno se casa con esos Silfos para tener hijos?

-¿Y para qué si no? –me dijo- ¿Es que está permitido casarse con otra finalidad?

-No creía –contesté- que se pretendiera tener descendencia, y pensaba que todo eso no llevaba más que a inmortalizar a las Sílfides.

-¡Ah! Estabais equivocado –me respondió. La caridad de los Filósofos hace que se propongan como fin la inmortalidad de las Sílfides, pero la Naturaleza hace que las quieran ver fecundas. Ya veréis, cuando queráis, a esas familias filosóficas por los aires. ¡Qué feliz sería el mundo, si no hubiese más que familias de éstas, y no hijos del pecado!

-¿Y a quiénes llamáis hijos del pecado, caballero? –le pregunté.

-Son, hijo mío –me dijo-, todos los hijos nacidos por la vía ordinaria, hijos concebidos por voluntad de la carne, y no por voluntad de Dios; hijos de ira y de maldición; hijos, en una palabra, del hombre y la mujer. Queréis interrumpirme; ya sé lo que me queréis decir: si, hijo mío, habéis de saber que nunca fue la voluntad del Señor que el hombre y la mujer tuvieran hijos como lo hacen. El deseo del Obrero Sapientísimo era mucho más noble, y quería poblar el mundo de muy distinta manera a como ha sido. Si el desdichado Adán no hubiese desobedecido groseramente la orden que Dios le había dado de no tocar a Eva, y si se hubiera contentado de todos los restantes frutos del jardín de la voluptuosidad, de toda la belleza de las Ninfas y de las Sílfides, el mundo no hubiese padecido el oprobio de verse lleno de hombres, tan imperfectos que pueden pasar por monstruos frente a los hijos de los Filósofos.

-¡Pero caballero! –le dije- Por lo que veo, ¿creéis que el crimen de Adán es otro distinto de haberse comido la manzana?

-¡Pero hijo mío! –replicó el conde- ¿Sois de los que comenten la simpleza de tomar la historia de la manzana al pie de la letra? ¡Ay! Habéis de saber que la lengua santa utiliza esas metáforas inocentes para alejar de nosotros las ideas poco honestas de una acción que es la causa de todas las desgracias del género humano. Por eso, cuando Salomón decía: «Subiré a la palmera; recogeré sus frutos»*(100), no era de comer dátiles de lo que tenía ganas. La lengua consagrada por los ángeles, la que utilizan para cantar himnos al Dios vivo, no tiene término para expresar lo que nombra de manera figurada llamándolo «manzana» o «dátil». Pero el Sabio interpreta con facilidad tan castas imágenes. Al ver que ni el gusto ni la boca de Eva reciben castigo, y que en cambio pare con dolor, comprende que no es el gusto el culpable, y al descubrir cuál fue el primer pecado por el cuidado con el que los primeros pecadores se cubrieron con hojas ciertas partes del cuerpo, saca en conclusión que Dios no quería que los hombres se multiplicaran por caminos tan viles. ¡Ay Adán! ¡Sólo tenías que engendrar hombres iguales a ti, o no engendrar más que héroes o gigantes!

-¡Huy! –le interrumpí- ¿Y a qué expediente podía recurrir para producir una u otra de esas generaciones maravillosas?

-A obedecer a Dios –me contestó-, y así no tocar más que a las Ninfas, Gnomas, Sílfides o Salamandras. De este modo, sólo hubiese visto nacer héroes, y el universo habría sido poblado con seres maravillosos, llenos de fuerza y sabiduría. Dios ha querido hacernos conjeturar la diferencia que habría habido entre ese mundo inocente y el mundo culpable que vemos, al permitir de vez en cuando que se puedan ver hijos nacidos de la forma que Él había discurrido.

-Entonces, caballero –le dije-, ¿alguna vez se han visto hijos de los elementos? Un licenciado por la Sorbona, que me citaba el otro día a san Agustín, san Jerónimo y Gregorio Nacianceno, se equivoca entonces, pues creía que no puede nacer fruto alguno de los amores de los espíritus y nuestras mujeres, ni del trato carnal que pueden tener los hombres con ciertos demonios a los que llamaba hyfialtros.

-Lactancio razonó mejor –replicó el conde-, y el sólido Tomás de Aquino dictaminó sabiamente que no sólo dicho trato puede ser fecundo, sino que los hijos que nacen de él son de naturaleza más generosa y heroica. A este respecto, podréis leer cuando os plazca las grandes hazañas de esos hombres poderosos y famosos que, como dice Moisés, nacieron de la fuerza; tenemos su historia a nuestro alcance en el libro de las guerras del Señor, citado en el capítulo veintitrés de los Números. Pero os podéis figurar lo que sería el mundo si todos sus habitantes se parecieran por ejemplo a Zoroastro*(101).

-¿No es Zoroastro –le pregunté- aquel que según cuentan fue el instaurador de la Nigromancia?*(102)

-Es a él –contestó el conde- a quien los ignorantes achacan tal calumnia. Tenía el honor de ser hijo del Salamandra Oromasis*(103) y de Vesta*(104), mujer de Noé. Vivió mil doscientos años como el monarca más sabio del mundo, para ser después llevado por su padre Oromasis a la región de los Salamandras.

-No dudo –repliqué- que Zoroastro no esté con el Salamandra Oromasis en la región del fuego*(105), pero no me gustaría hacerle a Noé la afrenta que vos le hacéis.

-La afrenta no es tan grande como podríais creer –me contestó-; todos aquellos patriarcas consideraban como un gran honor el ser padres putativos de los hijos que los hijos de Dios querían tener con sus mujeres, pero esto es todavía demasiado fuerte para vos. Volvamos a Oromasis, que fue amado por Vesta, mujer de Noé. Esta Vesta, tras morir, fue el genio tutelar de Roma, y el fuego sagrado que quiso que las vírgenes conservasen con tanto esmero era en honor de su amante el Salamandra. Además de Zoroastro, les nació de sus amores una hija de rara belleza y extrema sabiduría; era la divina Egeria, de quien Numa Pompilio*(106) recibió todas las leyes. Obligó a Numa, al que amaba, a construir un templo dedicado a Vesta, su madre, donde se mantendría el fuego sagrado en honor de su padre Oromasis. Esta es la verdad de la fábula que contaron los poetas y los historiadores romanos sobre la ninfa Egeria. Guillermo Postel*(107) (el menos ignorante de todos los que han estudiado la cábala en los libros ordinarios) supo que Vesta fue mujer de Noé, pero desconoció que Egeria fuese hija de dicha Vesta, y al no haber leído los libros secretos de la antigua cábala, de los que el príncipe de la Mirandola pagó a tan alto precio un ejemplar, confundió las cosas y creyó sin más que Egeria era el genio tutelar de la mujer de Noé. Sabemos por esos libros que Egeria fue concebida sobre las aguas, cuando Noé vagaba sobre las olas vengadoras que inundaron el universo; no había más mujeres que el puñado que se salvó en el Arca cabalística que el fecundo padre del mundo construyera, y este gran hombre, que gemía de ver la terrible pena con la que el Señor castigaba los crímenes causados por el amor que Adán sintió por Eva, al ver que Adán había perdido a su descendencia al preferir a Eva a las hijas de los elementos quitándosela al Salamandra o al Silfo que se hubiere hecho amar de ella, este gran hombre, como digo, corregido por el ejemplo funesto de Adán, consistió en que su mujer Vesta se entregase al Salamandra Oromasis, príncipe de la materia ígnea, y convenció a sus tres hijos para que cedieran también a sus tres mujeres a los príncipes de los otros tres elementos. En poco tiempo, el universo se volvió a ver poblado con hombres heroicos, tan sabios, tan bien parecidos, tan admirables, que su posteridad, deslumbrada por sus virtudes, los tomó por divinidades.

Uno de los hijos de Noé, rebelde al consejo de su padre, no pudo resistirse a los encantos de su mujer, como a Adán le había sucedido con Eva; pero del mismo modo que el pecado de Adán había ennegrecido las almas de sus descendientes, la escasa amabilidad que Cam tuvo con los Silfos marcó a toda su negra posteridad*(108). De aquí viene, según dicen nuestros cabalistas, el horrible color de los etíopes y de todos los pueblos espantosos que recibieron la orden de habitar bajo la región tórrida*(109), como castigo del ardor profano de su padre.

-¡Qué cosas tan interesantes! –dije yo, admirando el trastorno de aquel hombre-. Vuestra cábala es una herramienta maravillosa para desvelar la Antigüedad.

-Maravillosa –dijo con toda seriedad-; y sin ella la Escritura, la historia, las fábulas y la naturaleza con obscuras e ininteligibles. Vos creéis, por ejemplo, que la ofensa que Cam infirió a su padre fue tal como dice, al pie de la letra; y en realidad fue cosa muy distinta. Noé salió del arca, y al ver que Vesta, su mujer, estaba cada vez más hermosa por el trato que tenía con su amante Oromasis, se llenó de nuevo de pasión por ella. Cam, temeroso de que su padre fuera a poblar la tierra con hijos tan negros como sus etíopes, buscó la ocasión, y un día que el buen anciano estaba embriagado, le castró sin misericordia. ¿Os reís?

-Me río del celo indiscreto de Cam –le contesté.

-Hay que admirar más bien –continuó- la hidalguía del Salamandra Oromasis, al que los celos no impidieron compadecerse de la desgracia de su rival. Enseñó a su hijo Zoroastro, llamado también Jafet, el nombre del Dios todopoderoso que expresa su eterna fecundidad; Jafet pronunció seis veces, alternativamente con su hermano Sem, andando de espaldas hacia el patriarca*(110), el temible nombre Jabamiah, y rstituyenron al anciano en su integridad. Esta historia, mal entendida, hizo decir a los griegos que el más viejo de los dioses había sido castrado por uno de sus hijos*(111), pero ésta es la verdad del asunto. De aquí podeís ver cómo la moral de los pueblos del fuego es más humana que la nuestra, y también más que la de los pueblos del aire o del agua, porque los celos de éstos son crueles, como el divino Paracelso nos lo da a conocer con una aventura que nos narra, y de la que fue testigo toda la ciudad de Staufemberg. Un filósofo, con el que una Ninfa había trabado trato de inmortalidad, fue lo bastante deshonesto como para amar a una mujer. Un día, comiendo con su nueva amiga y algunos de sus conocidos, apareció en el aire el muslo más bello del mundo: la amante invisible se lo quiso enseñar a los amigos del galán infiel, para que juzgaran del yerro que él había cometido prefiriendo a una mujer. Y tras esto, la Ninfa indignada le hizo morir al momento.

-¡Ay, caballero! –exclamé- ¡Esto es como para quitarme las ganas de tener amantes tan delicadas!

-Confieso –añadió el conde- que su delicadeza es un poco violenta. Pero si hemos visto entre nuestras mujeres y amantes despechadas que dan muerte a sus galanes perjuros, no hay que extrañarse de que unas amantes tan bellas y fieles se enfurezcan si se las traiciona, tanto más cuando ellas sólo exigen a los hombres abstenerse de mujeres, cuyos defectos encuentran insoportables, permitiéndonos en cambio amar entre ellas a cuantas se nos antojen. Prefieren el interés y la inmortalidad de sus compañeras a su particular satisfacción, y les agrada sobremanera que los Sabios den a su república tantos hijos inmortales como les sea posible.

-Pero vamos a ver, caballero –le dije-, ¿por qué hay tan pocos ejemplos de lo que me estáis contando?

-Hay muchos, hijo mío –me contestó-, pero pasan desapercibidos, o se ven como falsos, o las explicaciones que se les da son erróneas, por no conocer nuestros principios. Se achaca a los demonios lo que se debería atribuir a los pueblos elementales. Un gnomo se hace amar de la célebre Magdalena de la Cruz*(112), superiora de un convento en Córdoba, en España; desde los doce años ella le hace feliz, y durante treinta continúan sus relaciones. Un confesor ignorante convence a Magdalena de que su amante es un espíritu diabólico, y la obliga a pedir la absolución a papa Pablo III. Y sin embargo era imposible que fuese un demonio, porque toda Europa supo entonces, y Cassiodorus Renius*(113) se lo comunicó a la posteridad, que diariamente ocurría un milagro a favor de la santa mujer, lo que según toda apariencia no hubiese ocurrido si su trato con el gnomo hubiera sido tan diabólico como el venerable confesor suponía. Este doctor hubiese tenido el atrevimiento de decir, creo yo, que el Silfo que se inmortalizaba con la joven Gertrudis, religiosa del convento de Nazaret*(114), de la diócesis de Colonia, era un demonio.

-Sin duda alguna –contesté-, y así lo creo yo también.

-¡Ay, hijo mío! –replicó el conde riendo- Si así fuera, el diablo no es precisamente desgraciado, ya que puede mantener un trato galante con una joven de trece años y escribirle las cartas de amor que se encontraron en su arquilla.

Creed, hijo mío, creed que el demonio tiene, en la región de la muerte, ocupaciones más tristes y más conformes con el odio que siente hacia él el Dios de pureza. Pero así es como nos cerramos los ojos voluntariamente. Leemos por ejemplo en Tito Livio que Rómulo era hijo de Marte*(115); los incrédulos dicen: «es una fábula», los teólogos, «era hijo de un demonio incubo», y los graciosos, que la señorita Silvia perdió sus guantes, y quiso ocultar su vergüenza diciendo que un dios se los había robado. Pero nosotros, que conocemos la Naturaleza, a quienes Dios ha llamado entre las tinieblas a su admirable luz, sabemos que el presunto Marte era un Salamandra que, enamorado de la joven Silvia, la hijo madre del gran Rómulo, héroe que, tras haber fundado su soberbia ciudad, fue llevado por su padre en un carro de fuego*(116), como hizo con Zoroastro Oromasis.

Otro Salamandra fue el padre de Servio Tulio*(117), Tito Livio dice, engañado por la similitud, que fue el dios del fuego, y los ignorantes tienen la misma opinión sobre el padre de Rómulo. El famoso Hércules y el invencible Alejandro eran hijos del más principal de los Silfos. Los historiadores, al no saber esto, dijeron que Júpiter era su padre, y acertaron, porque, como ya sabéis, al haberse erigido Silfos, Ninfas y Salamandras en divinidades, los historiadores que los creían tales llamaban hijos de dioses a todos los que de ellos nacían.

De estos fueron el divino Platón, el más divino Apolonio de Tiana, Hércules, Aquiles, Sarpedón, el piadoso Eneas y el famoso Melquisedec, porque ¿sabéis quién fue el padre de Melquisedec?

-La verdad es que no –le dije-, porque san Pablo no lo sabía*(118).

-Decid más bien que no lo dijo –contestó el conde-, y que no le estaba permitido revelar los arcanos cabalísiticos. Sabía muy bien que el padre de Melquisedec era una Silfo, y que este rey de Salem fue concebido en el Arca por la mujer de Sem. La forma de sacrificar de este pontífice*(119) es la misma que la que su prima Egeria enseñó al rey Numa, al igual que la adoración a una divinidad soberana sin imagen ni estatua: a causa de esto los romanos, que se volvieron idólatras, quemaron algún tiempo después los libros santos de Numa, que la habían sido dictados por Egeria. El primer dios de los romanos, era el verdadero Dios, su sacrificio era el verdadero, y ofrecía pan y vino al Dueño Soberano del mundo; pero todo esto se pervirtió después. Sin embargo Dios, en agradecimiento a este primer culto, no dejó de otorgar a la ciudad que había reconocido su soberanía el imperio del universo.

-Caballero –le interrumpí-, os lo ruego, dejemos aquí a Melquisedec, al Silfo que lo engendró, a su primera Egeria y al sacrificio del pan y del vino. Tales pruebas me parecen algo alejadas, y os estaría muy agradecido si me contarais otras nuevas más recientes, porque he oído decir a un doctor, a quien preguntaban qué había sido de los compañeros de esa especie de sátiro que se le pareció a san Antonio y al que vos habéis llamado Silfo, que todos estos seres están muertos hoy en día. Así que los pueblos elementales podrían perecido, puesto que habéis dicho que son mortales y ya no tenemos noticia alguna de ellos.

-¡Ruego a Dios –replicó el conde con emoción-, ruego a Dios, que nada ignora, se sirva ignorar a este ignorante, que tan neciamente opina sobre lo que ignora! ¡Dios lo confunda, a él y a todos sus semejantes! ¿De dónde ha sacado que los elementos están desiertos y que todos sus maravillosos pueblos están aniquilados? ¡Si quisiera tomarse la molestia de leer un poco las historias, y de no achacar al diablo, como hacen las mujerucas, todo lo que se escapa a la quimérica teoría de la Naturaleza que se ha construido, encontraría en todo tiempo y en todo lugar pruebas de lo que he dicho!

¿Qué diría vuestro doctor en esta historia verídica, que hace poco ha tenido lugar en España? Una bella Sílfide se hizo amar de un español, vivió tres años con él, tuvo de él tres hermosos niños y después murió. ¿Se diría que era un diablo? ¡Vaya respuesta sabia! ¿Según qué física puede el diablo organizarse un cuerpo de mujer, concebir, parir y amamantar? ¿Qué prueba hay en la Escritura de tan extravagante poder que nuestros teólogos se ven obligados en este caso a atribuir al demonio? ¿Y qué razón verosímil puede proporcionarles su endeble física? El jesuita Del Rio*(120), como obra de buena fe, cuenta ingenuamente varias aventuras de esta clase, y sin entorpecerse con razonamientos físicos, sale del paso diciendo que tales Sílfides eran demonios: así de cierto que vuestros doctores más eminentes a menudo no saben más que las simples mujerucas. Así es de cierto que Dios gusta de retirarse en su trono nebuloso y que, espesando las tinieblas que rodean su temible Majestad, habita una luz inaccesible y no deja ver la verdad más que a los humildes de corazón. Aprended a ser humilde, hijo mío, si es que queréis atravesar esas sagradas tinieblas que cubren la verdad. Aprended de los Sabios a no dar a los demonios poder alguno sobre la Naturaleza, desde que la piedra fatal los encarceló en el pozo del abismo. Aprended de los Filósofos a buscar siempre las causas naturales en todo acontecimiento extraordinario, y cuando faltan las causas naturales, recurrid a Dios y a sus santos ángeles y nunca a los demonios, que sólo pueden padecer; de otro modo a menudo blasfemaríais sin daros cuenta, atribuyendo al diablo el honor de las obras más maravillosas de la Naturaleza.

Si os dijeran por ejemplo que el adivino Apolonio de Tiana*(121) fue concebido sin mediación de hombre alguno, y que uno de los más nobles Salamandras bajó para inmortalizarse con su madre, ¿diríais que el tal Salamandra era un demonio, y daríais al diablo la gloria de la generación de uno de los hombres más grandes que hayan nacido de nuestras bodas filosóficas?

-Pero caballero –interrumpí-, vuestro Apolonio tiene entre nosotros la fama de ser un gran brujo, y esto es todo lo bueno que se dice de él*(122).

-Aquí tenemos –replicó el conde- uno de los más asombrosos efectos de la ignorancia y de la mala educación. Porque se oye contar a la nodriza cuentos de brujos, todo lo que resulta de extraordinario no puede tener más que al diablo por autor. Por más que hagan los más ilustres doctores, nadie los creerá si no hablan como las nodrizas. Apolonio no nació de ningún hombre; entiende el lenguaje de los pájaros; se le ve en el mismo día en varios lugares distintos; desaparece ante los ojos del emperador Domiciano que quiere hacerlo maltratar; resucita a una joven por la virtud de la Onomancia*(123); dice en Éfeso ante la asamblea de toda Asia que en ese mismo momento en Roma están dando muerte al tirano… Si hay que judgar a este hombre, la nodriza dirá que es un brujo. ¿Qué san Jerónimo y san Justino mártir dicen que no es más que un gran Filósofo? Pues Jerónimo, Justino y los cabalistas seremos unos visionarios, y la mujeruca se saldrá con la suya. ¡Ay! ¡Que muera el ignorante en su ignorancia, pero vos, hijo mío, salvaos del naufragio!

Al leer que el célebre Merlín*(124) nació, sin la intervención de hombre alguno, de una religiosa, hija de un rey de la Gran Bretaña, y que predecía el porvenir más claramente que un Tiresías*(125), no digais como el vulgo que era hijo de un demonio íncubo, puesto que nunca existió alguno, ni que profetizaba gracias al arte de los demonios, puesto que el demonio es la más ignorante de todas las criaturas, como dice la santa cábala. Decid con los Sabios que la princesa inglesa fue consolada en su soledad por un Silfo que se compadeció de ella, que cuidó de entretenerla, que la supo agradar, y que Merlín, hijo de ambos, fue instruido por el Silfo en todas las ciencias, y de él aprendió a hacer todas las maravillas que nos narra la Historia de Inglaterra.

No ofendáis tampoco a los condes de Clèves diciendo que el diablo es su padre, y tened en mejor concepto al Silfo del que la historia cuenta que llegó a Clèves en una nave milagrosa de la que tiraba un cisne sujeto por una cadena de plata*(126). Este Silfo, tras haber tenido varios hijos con la heredera de Clèves, se marchó un día, a plena luz y a la vista de todos, en su navío aéreo. ¿Qué es lo que ha hecho a vuestros doctores, para obligarlos a que lo consideren un demonio?

¿Es que trataréis con menoscabro el honor de la Casa de Lusignan? ¿Daréis a los condes de Poitiers una genealogía diabólica? ¿Qué diréis de su célebre madre?

-Me parece, caballero –le interrumpí-, que me vais a contar el cuento de Melusina*(127).

-¡Ah! Si me negáis la historia de Melusina, os lo daré por bueno; pero si la negais, habrá que quemar los libros del gran Paracelso, que sostiene que cinco o seis sitios distintos que no hay nada tan seguro como que la tal Melusina era una Ninfa; y habrá que desmentir a vuestros historiadores, que afirman que, desde su muerte, o mejor dicho, que desde que desapareció de la vista de su marido, cada vez que una desgracia amenaza a sus descendientes, o que un rey de Francia va a morir de forma extraordinaria, nunca ha dejado de aparecer vestida de luto sobre la torre más alta del castillo de Lusignan, que ella hizo construir. Y si os obstináis en sostener que era un ser diabólico, os vais a enfrentar a todos los que descienden de esta Ninfa o tienen alianzas con su Casa.

-¿Es que creéis –le dije- que esos señores prefieren descender de los Silfos?

-Desde luego que lo preferirían –replicó-, si supieran lo que os estoy explicando, y tendrían en alta estima estos extraordinarios nacimientos. Si tuvieran algunas luces cabalísticas, comprenderían que, por ser esta clase de generación más conforme con el modo en el que un principio Dios concibió que el mundo se multiplicara, los hijos que nacen de tal manera son más afortunados, más animosos, más sabios, más famosos y más colmados de la bendición de Dios. ¿Es que no es mayor motivo de gloria para esos hombres ilustres, el ser descendientes de criaturas tan perfectas, sabias y poderosas, que ser progenie de un sucio espíritu diabólico o de un infame Asmodeo?*(128).

-Caballero –le dije yo-, nuestros teólogos se cuidan bien de decir que el diablo es el padre de todos los que nacen sin que se sepa quien les ha traído a este mundo. Reconocen que el diablo es un espíritu, y que por lo tanto no puede engendrar.

-Gregorio de Nisa*(129) –replicó el conde- no dice tal cosa, pues sostiene que los demonios se multiplican entre ellos como humanos.

-No es que seamos de su opinión –contesté-, pero a veces ocurre, según dicen nuestros actores, que…

-¡Ah! ¡No digáis –me interrumpió el conde-, no digáis lo que dicen, porque diréis con ellos una estupidez inmunda y muy deshonesta! ¡En qué error tan abominable han caído! Asombra ver cómo todos han dado unánimemente en creer tal porquería, y se han complacido en apostar diablillos que con sus asechanzas sacaran provecho de la ociosa brutalidad de los Solitarios, y trajeran diligentemente a este mundo a hombres milagrosos, cuya ilustre memoria ensucian con tal vil origen. ¿y a esto llaman filosofar?

¿Os parece digno de Dios que favorece al demonio haciendo posibles abominaciones, concediendo a éstas la gracia de la fecundidad que niega a grandes santos, y recompensando además estas acciones inmundas creando para los embriones de iniquidad almas más heroicas que las de los concebidos en la castidad de un matrimonio legitimo? ¿Creéis digno de la religión decir, como hacen vuestros doctores, que el demonio puede, por tan detestable artificio, preñar a una virgen mientras duerme sin perjuicio para su virginidad? Esto es tan absurdo como la historia de Tomás de Aquino (por otra parte autor muy sólido, y con algunos conocimientos de cábala) tiene la flaqueza de contar en su sexto Quodilibet, sobre una hija que yacía con su padre, a quién según él le sucedió lo mismo que algunos rabinos heréticos dicen que le ocurrió a la hija de Jeremías, a la que hacen concebir al gran cabalista Bensirah por entrar en el agua del baño tras el profeta. Juraría que esta impertinencia ha sido imaginada por algún…

-Caballero, si me atreviera a interrumpir vuestra declamación –le dije-, os confesaría para apaciguaros que habría que desea que nuestros doctores hubieran imaginado alguna solución que ofendiera menos a oídos tan puros como los vuestros. Y si no, tenían que haber negado del todo los hechos en los que se asienta la cuestión.

-Buena solución –repuso el conde-. ¿Cómo negar hechos de los que hay constancia? Poneos en el lugar de un teólogo con capa de armiño, y suponed que el beato Danhucerus acude a vos como si del oráculo de su religión se tratara…».

En este punto, vino un lacayo a decirme que un joven de gran alcurnia venía a visitarme.

-«No quiero que me vea –dijo el conde.

-Perdonadme, señor mío –le dije-, pero ya comprenderéis por el nombre del caballero, que no puedo hacer decir que no estoy para nadie; así que tomaos la molestia de pasar a ese gabinete.

-No es necesario –contestó-; me voy a hacer invisible.

-¡Ay, caballero -exclamé-, dejaros de diabluras! Os lo ruego: no me gusta bromear con estas cosas.

-¡Que ignorancia! –dijo el conde riéndose- ¡Mira que no saber que para ser invisible basta con poner ante sí lo contrario de la luz!»

Entró en mi gabinete, casi al mismo tiempo que el joven de alta cuna entraba en la habitación. Le rogué que me disculpara, y no le hablé de mi aventura.

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*(98). Cf. nota. 11
*(99). El conde se refiere a san Antonio abad (s. IV), que tras distribuir sus bienes a los pobres, se retiró a los desiertos de Tebaida. Su ejemplo se vió seguido por muchos otros cristianos, por lo que fundó monasterios que dirigió durante años, para volver después a la vida solitaria. Durante su estancia en el desierto fue asediado por visiones y tentaciones diabólicas, célebres en toda la tradición.
*(100). Cantar de los Cantares, VII, 9.
*(101). Zoroastro o Zaratustra (Irán, 628 a.J.C – 551 a, J.C.), fundador del mazdeísmo, religión dualista según la cual el dios del bien y el del mal se oponen en el mundo. El mazdeísmo exigía la elevación del alma hacia las regiones superiores, por lo que se sumó fácilmente a las distintas influencias que se amalgamaron en el neoplatonismo alejandrino, concepción eminentemente sincrética de elementos filosóficos y mistico-religiosos. La cábala atribuyó a Zoroastro los Oráculos caldeos, posiblemente redactados en el siglo II d. C., y reunidos en el s. XI por Pselo; Marsilio Ficino los tradujo en parte, y en 1591 Franciscus Patricius publicó Zoroaster et Rius 320 oracula chaldaica. Pico della Mirandola hace numerosas referencias a ellos en sus escritos.
*(102). Así lo dice la tradición, como lo explica Feijoo, rebatiendo la credulidad que tanto poder atribuye a la magia: «La misma reflexión podríamos hacer sobre Zoroastro, Rey de los Bactrianos, a quien los antiguos reconocieron por inventor, o primer ejemplar de la Magia diabólica. Fue este hombre, según refiere Justino, vencido, y muerto en una batalla por Nino, se llamaba, no Zoroastro, sino Oxiastro. Eudoxo, y Hermipo, Escritores muy antiguos, dicen que Zoroastro, inventor de la Magia, fue cinco mil años anterior a la guerra de Troya, que es lo mismo que hacerle muchos años anterior a la creación del Mundo». (Teatro Crítico Universal, 1728, T. II, 5. º Discurso, «Uso de la Mágica», 2)
*(103). Ormuz o Ahrimán (Ahura-Mazdâh), el dios del bien de la religión de Zoroastro. El fuego es el símbolo del dios persa, lo que explica que Gabalís haga de él un Salamandra. La cábala consideró a Zoroastro como hijo de la divinidad.
*(104). Divinidad romana, diosa del hogar, identificada con la Hestia griega. Sus sacerdotisas –necesariamente vírgenes- debían mantener el fuego sagrado ante la imagen de la diosa.
*(105). El fuego es el símbolo del infierno, pero también el elemento natural del Salamandra, por lo que la irónica respuesta del narrador tiene validez para los dos interlocutores.
*(106). Segundo rey de Roma, según la leyenda; rey pontífice a quien se atribuye la organización religiosa de la ciudad. Se cuenta que poseía poderes mágicos, y que decía recibir en una gruta los consejos de la ninfa Egeria.
*(107). Destacado humanista y erudito orientalista francés (1510-1581), que predicó la concordia entre las distintas religiones (De Orbis terrae concordia; Panthenosia, etc.). Su ansia de reconciliación universal se acompañó de un sueño milenarista. Anunció el reino de la madre Juana (monja visionaria que pretendía ser de la substancia de Cristo y llamada a reformar el mundo), por lo que fue encarcelado por la Inquisición.
*(108). El Génesis (X, 6) hace de Cam el padre de los habitantes de África y de Asia occidental, pero en la Biblia, la causa de la maldición que cayó sobre Cam y su descencia –la esclavitud- fue el haberse reído del estado de su padre Noé, borracho y desnudo (Gén. IX, 18-28).
*(109). Según la concepción de Cicerón, doctrina indiscutida durante siglos, la tierra, esférica, está dividida en cinco zonas: las dos zonas templadas son las únicas habitables; la zona central es inhabitable por ser tórrida, y las dos zonas extremas, la ártica y la antártica, son inhabitables a causa del frío.
*(110). Recordemos el relato del Génesis (9:22-23): «vio Cam… la desnudez de su padre, y avisó a sus dos hermanos afuera. Entonces Sem y Jafet tomaron el manto, se lo echaron al hombro los dos, y andando hacia atrás, vueltas las caras, cubrieron la desnudez de su padre sin verla»
*(111). Cronos fue castrado por Zeus.
*(112). Abadesa de las Clarisas de Córdoba, visionaria que llegó a embaucar a la propia corte imperial, y cuyo proceso inquisitorial (1544-1546) «puso espanto a toda España». Dijo que se le aparecía un ángel de luz, un querubín llamado Balbán al que sirvió de esposa muchos años. Santa Teresa se refiere a ella y a otras alumbradas al escribir «como en estos tiempos habían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que las había hecho el demonio…» (Vida, XXIII, 2). Del Río cuenta el caso en Disquisitionum magicarum libri sex, VI, 484 y ss., y Wier en Opera Omnia, 476.
*(113). El sevillano Casiodoro de Reina, monje jerónimo, salió de España huyendo de la represión antierasmista y antiluterana. En 1569 publicó en Basilea la primera traducción castellana de la Biblia. En Londres, en 1559, escribió su Confession de Fe christiana, hecha por ciertos fieles españoles… huyendo los abusos de la Iglesia Romana y la crueldad de la Inquisición de España, donde relata numerosos procesos. Murió hacia 1582.
*(114). Un sonado caso de obsesiones y posesiones diabólicas fue el de este convento en 1564, donde las monjas habrían copulado reiteradamente con demonios íncubos. El médico erasmista holandés Wier (Johannus Wierus) narra éste y otros muchos casos de brujería y posesión en su De Prestigiis Daemonum et Incantationibus ac Beneficiis (1563), negando el origen satánico de posesiones y embrujos, que son para él el producto de una mente enferma. Para el caso que nos ocupa, señala como origen real las relaciones que varias monjas tuvieron con amantes bien carnales; abandonadas por estos, la frustración habría originado sus fantasmas sexuales. Sor Gertrudis fue, según cuenta, la primera monja del convento que tuvo tales manifestaciones. (Op. Cit. Libr. IV, 31; Opera Omnia, 307)
*(115). En su monumental historia de Roma, Ab urbe condita, Tito Livio narra las leyendas sobre los orígenes de Roma, según las cuales Amulio destronó a su hermano Numitor, rey de Alba Longa, eliminó a los hijos de su hermano e hizo vestal a su sobrina Rea Silvia. Ésta fue forzada por el dios Marte y dio a luz dos gemelos, Rómulo y Remo.
*(116). Rómulo, rey de la ciudad a la que dio su nombre, tuvo que guerrear contra sus vecinos, hasta que desapareció en medio de una tempestad. Los romanos creyeron que había sido arrebatado a los cielos y convertido en dios; desde entonces fue venerado bajo el nombre de Quirino.
*(117). Sexto rey de Roma, hijo de Vulcano.
*(118). Dice de él San Pablo: «Sin padre, sin madre, sin genealogía», en Hebreos, 7:3.
*(119). «Entonces Melquisedec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo» (Génesis, 14:18).
*(120). El gran erudito Martín Antonio el Río (1551-1608), que fuera magistrado al servicio de Felipe II, ingresó en la Compañía de Jesús en 1580, siendo profesor en Douai, Draz, Lieja y Salamanca. Entre sus múltiples obras, la que interesa para el caso es su tratado de demonología Disquisitionum magicarum libri sex (1599-1600), de gran difusión en el s.XVII.
*(121). Filósofo del s. I que unía al neopitagorismo el culto oriental al Sol. Se la atribuyen, además de la Vida de Pitágoras que utilizaron después Porfirio y Jámblico, tratados como De las iniciaciones y los sacrificios, De la adivinación y Oráculos.
*(122).La tradición hizo de Apolonio un ser legendario, algo así como un mago visionario, y de hecho, a su muerte se le erigieron templos, como si se tratase de un dios. Filóstrato, en su Vida de Apolonio de Tiana, le presenta como el gran iniciado que enseña a los magos.
*(123). Aquí, más que el arte de la adivinación mediante nombres propios (que se analizan en virtud de su significado etimológico o atribuyendo a las letras que los componen un determinado valor numérico), se refiere el conde al poder de los nombres según la cábala.
*(124). El mago Merlín, figura esencial de las leyendas artúricas, es hijo de un demonio íncubo, según Geoffrey of Monmouth, que en su Historia Regum Britanniae (c. 1137), dice que la madre era una monja, hija del rey de Demetia, aunque en su Vita Merlini (c. 1152) no hable de los padres del mago. Es hijo de demonio también para Robert de Boron, que dedica a Merlín una de las tres partes de su Roman de l’Estoire du Graal (c. 1200), y se detiene en explicar largamente su origen: como el diablo, deseoso de recuperar el poder perdido tras la venida de Jesucristo, planea engendrar un hombre-demonio, y para ello atormenta a toda una familia, hasta conseguir que la piadosa hija mayor –figura comparable a la de Job-, ya huérfana, olvide una noche, en su desesperación, el ponerse bajo la protección divina. Mientras ella duerme, el demonio íncubo aprovecha la ocasión… De su origen demoníaco posee Merlín el conocimiento del pasado; por el bautismo recibido al nacer, es hijo de Dios, que le concede también el conocimiento de las cosas venideras. La posterior Vulgata adapta el Merlín de Boron.
*(125). Adivino que en las leyendas del ciclo tebano tuvo un importante papel, pues fue el que aconsejó ofrecer el trono de Tebas al vencedor de la Esfinge, y quien ayudó a Edipo a descubrir el misterio de su origen.
*(126). Un cantar de gesta del s. XIII, le Chevalier au Cygne, cuenta la historia del Caballero del Cisne, ancestro legendario de Godofredo de Bullón. A lo largo de los siglos la leyenda ha sido retomada una y otra vez; de entre las obras a las que ha dado lugar, sin duda la más famosa es el Lohengrin de Wagner.
*(127). Personaje fabuloso, cuya leyenda aparece narrada por primera vez por Jean d’Arras en su Roman de Mélusine (1393), obra de gran difusión, traducida al castellano en 1489 (Historia de la linda Melosina). Melusina, hija de un hada, es perfectamente hermosa, salvo los sábados, en que la parte inferior de su cuerpo no es de mujer, sino de serpiente. Contrae matrimonio con el conde Raymondin, de la casa de Lusignan, al que hace prometer que nunca ha de intentar verla en sábado. Su vida transcurre dichosa y tienen varios hijos, pero un día el conde sorprende el secreto de su esposa mientras ésta se baña: el pacto se ha roto, y Melusina ha de huir del castillo, al que no vuelve más que para advertir de una desgracia.
*(128). Nombre de un demonio que aparece en el libro de Tobías, en la literatura apocalíptica, en el Talmud y también en los textos de hechicería occidental. Asmodeo es el espíritu del amor impuro y la lujuria. Ya como personaje literario, el diablo se llama así en El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara (1641) y en la adaptación francesa que hace Lesage de esta obra (1701).
*(129). San Gregorio de Nisa es uno de los padres y doctores de la iglesia griega (s. IV).
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L.V.X.
F. Kalihel

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