miércoles, 2 de diciembre de 2009

La filosofía sutil Paracelso

Introducción de E. d’Hooghvorst

Aureolus Philippus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, alias Paracelso; este nombre algo rimbombante corresponde, sin duda, a la medida de aquel personaje único y genial que surgió en la Alemania renacentista de principios del siglo XVI. Médico y cirujano, alquymista, astrólogo, mago, exégeta y teólogo, Paracelso nació en Einsiedeln, en el cantón de Zúrich en el año 1493, según otros en 1494. Su padre, que era médico, proporcionó a su hijo una esmerada educación y le enseñó los primeros rudimentos de medicina y cirugía.



Paracelso fue un viajero infatigable. Recorrió toda Europa con vistas a instruirse y frecuentó numerosas universidades. Sus biógrafos han tenido dificultades para seguirle en todas sus peregrinaciones, que le condujeron hasta la isla de Rodas en el Mediterráneo oriental.

En el año 1506 acudió por primera vez a la universidad de Basilea como estudiante. También se benefició de las enseñanzas del famoso abad Tritemo en la abadía de Spanheim. Por otra parte, habría mucho que decir y que investigar sobre este misterioso y erudito abad (1462-1519), cabalista, alquymista e historiador, que podría estar en el origen del renacimiento de la alquymia en la Alemania del siglo XVI.

Pero Paracelso no se contentó con estudiar los libros y con estar en contacto con los grandes doctores de su tiempo. Tras haberse separado del abad Tritemo, se trasladó al Tirol donde adquirió un gran conocimiento de los metales, mientras permaneció en las minas de su amigo Sigismond Fugger, a cuyos obreros se dedicó a curar. Tras una larga ausencia, regresó a Alemania con una gran fama de médico y físico. Entre otras cosas debemos a Paracelso un tratamiento de la sífilis mediante el mercurio.

En 1527 se encontraba en Basilea, donde ejerció a la vez las funciones de médico de la ciudad y catedrático en la universidad. Como médico, llevó a cabo gran número de curaciones y rápidamente se hizo célebre. Sin embargo, estaba escrito que aquel personaje no debía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar y en paz. Su temperamento violento, su originalidad, su manera de hacer tambalear sin miramiento las ideas recibidas, no complacían a todo el mundo. Su enseñanza médica, opuesta a la moda del momento, le granjeó numerosos enemigos entre los demás médicos, celosos por otro lado del éxito de sus curaciones. Incluso perdió un pleito que interpuso contra un burgués de la ciudad, a quien había curado y que se negaba a pagarle sus honorarios. Finalmente tuvo que huir de la ciudad con toda celeridad, cual fugitivo, y recobró su vida itinerante.

Por último, el duque Ernesto de Baviera, administrador del obispado de Salzburgo, lo tomó bajo su protección y fue en esa ciudad donde se refugió. Allí murió, quizá asesinado, en el año 1541. Este perpetuo vagabundo no dejó prácticamente nada, apenas lo que un viajero puede llevar en su equipaje: algunos libros, entre ellos las obras de san Jerónimo [...]. Todavía hoy su monumento funerario puede visitarse en la iglesia de San Sebastián de Salzburgo. (1)

Paracelso fue contemporáneo de Lutero. Efectivamente, fue en el año 1517 cuando este último anunció públicamente sus famosas 95 tesis sobre la virtud de las indulgencias, en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg. Pero nuestro Teofrasto no parece haberse interesado mucho por las polémicas suscitadas por el protestantismo naciente; no daba la razón a ninguna de las dos partes, oponía entre sí a sus adversarios: «pésimos rebaños de sectarios [...]», escribía respecto a ambos.

Sin ninguna duda Paracelso fue un hombre del Renacimiento, y formó parte de aquel maravilloso movimiento de corazón y de espíritu que desde el siglo XIV vivificaba las mejores mentes europeas. Pero, ¡ay!, ¿cómo pudo ocurrir que aquella savia tan vigorosa y prometedora se agotara tan rápidamente por el racionalismo que todavía reseca hoy en día el espíritu de la raza blanca?

Quizá por esta razón nuestro Teofrasto ha sido tan poco estudiado y comentado en los siglos posteriores. Un florecimiento de los estudios paracelsianos se está perfilando actualmente en Alemania. Pero para el estudioso franco e hispanohablante, la imagen de este genio desconocido es la de un bello portal tras el cual ya no se encuentra nada. Efectivamente, para acercarse a su pensamiento se necesitaría buscar las antiguas ediciones latinas del siglo XVII, naturalmente imposibles de encontrar fuera de las grandes bibliotecas.

Ello no impide que Paracelso haya sido uno de los grandes maestros del hermetismo cristiano cuya fama se extendió en el siglo XVI por toda Europa. Pese a ello, no es un autor fácil, si bien inagotable. Su temperamento violento se expresa con un estilo muy metafórico, en ocasiones agresivo, a veces rozando incluso la grosería, lo que le suscitó numerosos enemigos. Su estilo, completamente original, no tiene nada que envidiar al de los hermetistas tradicionales, en ocasiones un poco impersonal. Paracelso es único en su género. Para expresar ciertas realidades incluso llegó a inventarse palabras nuevas cuyo contenido resulta a menudo difícil precisar. No obstante, bajo esas extravagancias encontramos fácilmente el pensamiento de los antiguos maestros, su enseñanza y su arte.

Hasta el momento no se ha hecho ninguna traducción relevante de sus obras al francés ni al castellano (2). A principios del siglo XX, el ocultista Grillot de Givry concibió el proyecto de este enorme trabajo. Así fue como las ediciones Chacornac publicaron en 1913 y 1914 los dos primeros volúmenes de sus obras médico-químicas, realizados a partir de una confrontación de las versiones alemanas y latinas. Pero dicho trabajo ambicioso, que hubiera sido tan útil, resultó interrumpido por la muerte del autor del Musée des sorciers.

La edición princeps en traducción latina, realizada por su discípulo Gérard Doorn, fue publicada en Basilea en 1577 bajo el título: AuroraThesaurusque Philosophorum Theophrasti Paracelsi [...].

Creemos ser útiles a los inquisidores de ciencia publicando aquí algunos extractos, inéditos en castellano, de este gran hermetista. Dichos textos han sido traducidos de la gran edición latina de Bitiskius, Operaomnia, ed. De Tournes, Ginebra, 1658, en 3 tomos.

En el segundo tomo de dicha edición encontramos una obra de Paracelso particularmente atractiva y de fácil acceso: La Filosofía Sutil o PhilosophiaSagax, en dos capítulos. El texto aparece impreso en dos columnas por página, y ocupa de la página 522 a la 644 de esta gran edición. El segundo capítulo del tomo II del que proceden los extractos que presentamos, lleva el siguiente título: Cómo ha de entenderse que el hombre está compuesto de un cuerpo mortal y de un cuerpo inmortal

Hemos distribuido estos textos en tres subtítulos a fin de facilitar su lectura:

1. El cuerpo de la resurrección: los hijos de María y el santo bautismo. Se trata de un comentario del tercer capítulo del Evangelio de Juan. El misterio de la Inmaculada Concepción de María.

2. La perla de la escritura: las dos enseñanzas.

3. ¿Quiénes son aquellos? Los adeptos y los famosos Rosa+Cruces con quienes Paracelso parece haberse encontrado.



La filosofía sutil
de
Paracelso

1. El cuerpo de la resurrección

[...] ¿En qué podría serle útil una perla a un puerco? El hombre que no se conoce es un cerdo. Por esta razón, Cristo dijo: «No arrojéis las perlas a los puercos, no sea que las pisoteen». (Mateo 7, 6) como si dijera: Vosotros, apóstoles, no prediquéis mi Evangelio a estos hombres que viven como puercos, pues lo pisotean.

Quería evitar que el hombre se convirtiera en cerdo. Efectivamente, nadie nace cerdo, es también lo que afirma Cristo: «Los niños son míos, dejad que vengan a mí». (Lucas 18, 6) Y en otro lugar afirma lo siguiente: «Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar». (Mateo 18, 6)

Es pues evidente que los hombres pueden convertirse en cerdos, y así convertidos no pueden recibir nada de él, puesto que han sido objeto de su maldición, cuando dijo: «No sea que se conviertan y sean salvados». (Marcos 4, 11 y 12) Así es el odio ardiente de Dios hacia quienes, despojándose de lo humano, se vuelven cerdos o lo que se les asemeja: zorros, víboras, dragones y basiliscos.

Para que el hombre se conozca con más exactitud, es pues preciso explicar más ampliamente lo que es.

Efectivamente, el espíritu que Dios ha unido con la carne, lo ha creado en alma una. Para su protección, le da calor y lo mantiene de distintas maneras, haciendo mucho por él, a fin de que el hombre, cuya vida es breve, pueda, en esta brevedad, regresar a Aquél del que procede, por supuesto en el día de la resurrección. Además, después de la muerte, el hombre ha de permanecer en la carne y la sangre y resucitar en el último día para entrar en el reino de Dios en tanto que hombre, con la carne y la sangre, y no en espíritu.

[...] Sin embargo [...] la carne y la sangre recibidas de Adán no entrarán en el reino de Dios. «Nada sube al cielo que no haya descendido del cielo». (Juan 3, 13) La carne adánica es terrestre: por tanto no entra en el cielo, sino que se convierte de nuevo en tierra, ya que es mortal y está sometida a la muerte. Nada de lo que es mortal alcanza el cielo. Por eso, tampoco la carne terrestre puede penetrar en el cielo, puesto que no es de ninguna utilidad y no conduce a nada. Lo que no sirve para nada no entra pues en el cielo, puesto que está lleno de horror, de crimen y de lujuria. No hay fuego que pueda purgarlo de sus heces y capacitarlo para asir el cielo. No da acceso al fuego ni a la glorificación, sino que ha de ser completamente separado del hombre, es decir del alma, lo que se consigue con la muerte que separa al hombre de la carne. La carne nacida de la semilla de Adán es totalmente mortal e inútil.

Pero el hombre sin ser carne y sangre, no puede entrar en el cielo como un hombre. Efectivamente, gracias a la carne y a la sangre, el hombre difiere de los ángeles, de lo contrario serían de la misma esencia.

En este sentido, el hombre posee más que los ángeles por estar provisto de carne y sangre: para él, el hijo de Dios nació, murió y fue clavado en la cruz, a fin de rescatarlo y capacitarlo para el reino celeste.

Cristo no ha sufrido ninguna de estas cosas por los ángeles que fueron rechazados del cielo, sino únicamente por los hombres. ¡Cuánto más ha amado Dios al hombre que a los mismos ángeles!

Como que Dios ha perseguido al hombre con tanto amor, y que la carne mortal lo ha, no obstante, excluido del reino de los cielos, por este motivo, Dios le ha dado otra carne y otra sangre, a fin de que en un mismo cuerpo sea carne y sangre. Esta carne está constituida por el Hijo, y es la criatura del Hijo la que penetra en el cielo, no la del padre en relación a la carne y la sangre. La carne mortal, como Adán y sus descendientes, viene del padre y regresa allí de donde ha sido sacada. Si Adán no hubiera pecado, su carne habría permanecido inmortal en el paraíso. Pero ahora, por su pecado, ha sido expuesta a la muerte. Por piedad ante esta condición, Cristo ha dado al hombre un cuerpo nuevo. La carne de Adán no le era de ninguna utilidad, puesto que era mortal. Es el espíritu el que vivifica, es decir que la carne viva procede del espíritu. En él no hay muerte, sino vida. Esta carne es pues la que el hombre necesita para ser un hombre nuevo; con esta carne y esta sangre, resucitará el último día y poseerá el reino de los cielos en unidad con Cristo.

Si la carne mortal ha de ser abandonada y sólo la carne vivificante (3) resucitará y entrará en el reino de los cielos, tenemos mucho que decir sobre esta nueva criatura o creación. Si debemos conocer completamente lo que somos, también debemos explicar la nueva generación, a fin de que sea completa y seriamente explorada la cuestión de saber quién es el hombre en todas las cosas, de qué proviene y qué es. Todo esto será claramente expuesto, a fin de que se comprenda bien quién es el hombre, qué es y qué puede llegar a ser.

Lo hemos dicho en el párrafo anterior: hay un espíritu de donde proviene y nace la carne viva. Hemos de explicar pues claramente esta carne y el cómo de su nacimiento, pues tenemos una carne y una sangre espirituales que proceden del espíritu que vivifica.

La carne de Adán no sirve para nada. (4) Es así desde el principio: el nuevo alumbramiento nace de la virgen y no de la mujer. Por consiguiente, esta virgen de quien ha salido la nueva generación, ha sido hija de Abraham según la promesa, y no de Adán, es decir, que ha nacido de Abraham sin semilla viril, en la virtud de la promesa, sin ninguna naturaleza mortal. (5)

Cristo nació de esta virgen que no es de Adán ni de su semilla, nació sólo de la carne de la virgen, y fue concebido por el Espíritu Santo encarnado por la carne santa, no según el orden de la carne mortal, sino según la nueva generación procedente del Espíritu Santo.

La carne de Adán ha de ser considerada como el vino contenido en un frasco: se retira de él, pues no nace del frasco. En este sentido, es cierto que lo que se encarna por el espíritu es del cielo y regresa al cielo. Lo que no se encarna por el espíritu no llega al cielo. Sólo Cristo nació de una virgen y fue hecho hombre sin la semilla viril de Adán; encarnado en la virgen fue hecho hombre por el Espíritu Santo. Asimismo, nosotros, hombres que aspiramos al reino de los cielos, debemos despojarnos de la carne mortal y de la sangre, debemos nacer por segunda vez de la virgen y de la fe; ciertamente, debemos ser encarnados por el Espíritu Santo. Así es como podremos entrar en el reino de los cielos.

El hombre debe pues ser carne y sangre para la eternidad. Por este motivo, la carne es doble: la adánica que no sirve para nada, y el Espíritu del Santo que hace la carne viva: efectivamente, éste se encarna de arriba y dicha encarnación es la causa de su retorno al cielo a través nuestro.

El bautismo ocupa, pues, el lugar de la virgen, por él encarnamos al Espíritu Santo, me refiero a aquel Espíritu Santo que apareció sobre Cristo cuando Juan Bautista lo bautizaba. Éste estará también presente para nosotros y nos encarnará en la generación en la que ya no existe la muerte, sino la vida. Si no nacemos en esta generación, seremos hijos, no de la vida, sino de la muerte.

Así pues, en esta carne recibida del espíritu, y no en la carne mortal, contemplaremos a Cristo, nuestro redentor. (6) Resucitaremos en la carne viva y penetraremos en el reino de Dios. Quien no ha sido bautizado, quien no ha sido encarnado por el Espíritu Santo, está expuesto a la condena. Por tanto, debemos ser bautizados, porque sin bautismo no tendremos la carne y la sangre eternas. Incluso un hijo de Dios, si creciera y alcanzara la edad justa y el espíritu que conviene a su edad, no poseería este cuerpo sin el bautismo.

El bautismo es pues la primera cosa necesaria, por lo que Cristo mismo dijo: «El que no naciera otra vez [...]» (Juan 3, 3). Esta sentencia nos recomienda imitar a Cristo; todo está incluido en estas palabras dichas por

Cristo, sobre el bautismo y lo demás. Es la conclusión de todas las enseñanzas sobre el bautismo.

Todo cristiano ha de empezar, pues, por el bautismo del que nace la carne cristiana, y esto a causa de la encarnación llevada a cabo en el bautismo por el Espíritu Santo que confiere el cuerpo de la resurrección. La fe repugna a los que no son de sangre cristiana; éstos deben, ante todo, ser conducidos a la fe y convertirse. Una vez que la fe ha sido concebida, deben seguidamente ser bautizados, pero no en esta fe que todavía permanece en exilio. (7)

Como ya se ha entendido, el hombre debe nacer por segunda vez de la virgen, por el agua y el espíritu, y no de la mujer. Efectivamente, el espíritu vivifica esta carne en la cual no hay muerte, ni siquiera posibilidad de muerte. En cuanto a esta carne en la que está la muerte, no es de ninguna utilidad, no confiere nada al hombre para la salvación eterna. Por este motivo, el hombre vuelve a nacer y recibe otra carne del espíritu que es eterno, y dicha carne circulará en el reino de Dios como lo hace sobre la tierra la carne mortal; la virtud de esta misma carne lo hará también distinto y más excelente que la progenie de Adán. De los hombres de esta especie nacen los astrónomos celestes con capacidad de hablar y discurrir sobre Dios.

El cuerpo mortal no sabe nada, sólo el cuerpo eterno sabe. Tiene el conocimiento de Dios, su señor; es teólogo, profeta, apóstol. En este cuerpo se encuentran los mártires, en él están los santos de Dios: vale decir que están en la nueva generación y no en la antigua. La nueva generación vivifica, en la antigua todos mueren [...].

2. La perla de la escritura

A fin de instruirte mejor, has de saber que la Escritura que nos transmite la sapiencia celeste no puede en modo alguno ser alcanzada por la razón natural; hay que comprenderla en espíritu, y ciertamente no en el espíritu en sí mismo, sino en el que se habría encarnado en la carne y la sangre. En otros términos, el cuerpo natural posee en sí la sapiencia natural, como el cuerpo espiritual posee en sí la sapiencia espiritual; es decir, que el cuerpo celeste posee en sí la sapiencia celeste.

Por eso, estas Escrituras no han de ser explicadas por la sapiencia natural ni por la inteligencia natural. Cada uno atribuye a su cuerpo particular su sapiencia y se aplica a ella de una manera fidedigna, sin que nadie sea animado por un espíritu de vértigo. Sin embargo, es cierto que la naturaleza no está sometida a la Escritura en sí, sino que ha nacido junto con la Escritura de la sapiencia celeste. No obstante no puede probarse que baste (para interpretarla) ni que uno pueda prescindir de la perla. Efectivamente, el cuerpo natural no tiene ningún derecho sobre la Escritura del Señor.

Sólo el cuerpo que ha vuelto a nacer por el Espíritu Santo es la perla dispuesta hacia el oro, como lo está el carbón respecto al sol. Observemos el siguiente ejemplo sacado de la Escritura: «Daréis de comer al que tiene hambre y haréis vestidos para quien está desnudo». (Mateo 25, 35 y 36)

La naturaleza nos recomienda también lo mismo: que pidamos a los demás que actúen con nosotros como nosotros actuamos con ellos. Dicha interpretación, no obstante, no es la perla del Evangelio. Pero si actuamos así con los que están privados de Dios, es como si lo hiciéramos no con los pobres, sino con Cristo nuestro redentor, a quien la naturaleza no conoce en su sabiduría. Por eso, el que da de comer y de vestir a Cristo, a su vez, le alimenta cien veces más, y ciertamente no sobre esta tierra, sino en su reino que la naturaleza no conoce. Y aunque la luz de la naturaleza no rechaza al Evangelio, sino que lo reconoce, puede decirse con toda verdad lo siguiente: No hay nada aquí que se parezca a la perla, y de este modo no puede encontrarse la perla.

Tanto más cuanto que la Escritura no se ocupa de las operaciones naturales, de modo que (la interpretación natural) se ve en ocasiones forzada a guardar un silencio total, por ejemplo, acerca de la natividad que se hace por una virgen, la generación nueva, etc. y de todas las cosas de las que la naturaleza no extrae ningún conocimiento a partir de su luz propia. Si señalo esto es para que el hombre aprenda esta diferencia: cuán distante está una sabiduría de la otra, y aunque cada una consiste en parte en su propio cuerpo, en su interpretación ninguna de ellas descubre la sabiduría de la otra. Hay pues en el hombre dos ciencias o sabidurías, a saber, la natural y la celeste.

3. ¿Quiénes son aquellos?

[...] Comemos [...] un solo maná, es el mejor y más deseable de los alimentos para quien lo encuentra. Por eso el cuerpo regenerado es alimentado y abrevado con una piedra que se funde en agua para cada uno, según la cantidad y la calidad que desea. (8) Vale decir: el alimento y la bebida, es quien nos ha rescatado y que se ha ofrecido a sí mismo, (9) como en el enigma que Sansón propuso a los filisteos: «Del que come salió el alimento, y del fuerte, la dulzura» [...]. (Jueces 14, 14)

Pero la iluminación suprema que procede de la escuela celeste es el conocimiento de la sabiduría más elevada, quiero decir, de la sabiduría divina, que nadie puede soportar, y ante la que tiemblan todas las criaturas incluso el infierno. San Pablo habla de esta sabiduría cuando clama: «¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!». (Romanos 11, 33) Es como si se dijera: ¿Quién puede pues escrutarla y explorarla en sus profundidades? ¡Jamás ninguna ha sido más sublime ni podría serlo nunca! Y se añade lo siguiente: por esta sabiduría somos rescatados de la muerte, de Satanás, de la carne agusanada, etc., por ella podemos volver a nacer en el reino de los cielos, después de haber sido liberados de las ataduras infernales.

¿Quién sería digno de conmemorar, como es debido, estas maravillas de Dios? ¿Hay en algún lugar un médico parecido? ¿Hay algo que pudiera escapar o permanecer oculto para el profeta semejante a él? ¿Quién, pues, superará a semejante doctor?

Hombres así irradian rayos llameantes: en sus operaciones son semejantes al fuego. Como nada se resiste al fuego que todo lo consume, nada se resiste a hombres como éstos. Lo volatilizan y consumen todo, tanto en el infierno como sobre la tierra. Las llaves del reino de los cielos están cerca de ellos. Junto a ellos están la remisión, la bendición. En ellos brilla la luz del mundo, de ellos proceden la vía y la verdad. Por ellos se generan los apóstoles y los santos. Todo esto se realiza en el cuerpo de la nueva generación y no en la adánica, que no sirve para nada.


Post-scriptum de E. d'Hooghvorst

No queremos terminar sin mencionar la excelente aportación dedicada a Paracelso y publicada en la colección «Cahiers de l’Hermétisme». (10)

Como ya hemos dicho, existe muy poca literatura sobre este príncipe del pensamiento, cuya enseñanza desgraciadamente se encuentra muy olvidada. No dudamos en calificar dicho estudio como un gran acontecimiento.

En un prólogo firmado por los directores de la revista, los señores Faivre y Tristan, se plantea la siguiente pregunta: ¿por qué Paracelso ha sido olvidado por los historiadores de la filosofía?

En un artículo, «Paracelso y la historia de la filosofía», el señor L. Braun intenta dar una respuesta. En particular escribe: «La ciencia moderna ha olvidado la naturaleza, pues está totalmente absorbida por la preocupación de determinar siempre mejor y con más precisión, con más matiz, lo que tiene delante como si fuera inerte. También nosotros, en la medida en que nuestro punto de vista no difiera del de la ciencia moderna.» Con mucho acierto, el autor añade: «Paracelso quiere atraer nuestra atención sobre el fundamento de lo que aparece. Y el fundamento de la ciencia no es ciencia, sino filosofía». Bien, pero con la condición de dar a este último término el sentido que le daban los antiguos: el de una sabiduría revelada. También es plantear y posiblemente resolver con ello el problema de la pérdida de interés por parte del pensamiento científico occidental respecto al hermetismo en su conjunto.

El señor Kurt Goldammer, especialista en escritos de Paracelso, nos proporciona también una biografía del gran hermetista y una apreciación de su obra.

Aparece luego un estudio sustancial, escrupuloso y muy documentado del señor P. Deghaye sobre «La Luz de Naturaleza en Paracelso». No obstante, hay que reconocer que el tema es difícil, pues a este respecto, cualquier estudio hecho desde fuera topa con las aparentes incoherencias de un Teofrasto poco preocupado por parecer lógico. Destacaremos una juiciosa reflexión del autor del artículo: «Toda la ciencia de la naturaleza puede resumirse en el Arte del fuego.» Excelente definición. ¿Acaso se ha logrado con ello desenredar completamente este ovillo?

Queremos hacer la misma observación respecto a un estudio muy erudito del señor Ernst W. Kämerer sobre «El cuerpo, el alma y el espíritu en Paracelso y en algunos otros autores del siglo XVII». (11) Dicho estudio ocupa gran parte del cuaderno, ya que supone 139 páginas. Constituye una aportación muy importante a la historia del pensamiento del gran hermetista, tan poco conocido por los francófonos. Las citas de Paracelso son innumerables, o casi. Su estudio es meticuloso y muy enriquecedor. Estaríamos tentados de reprocharle cierta falta de síntesis, pero ¿sería fundado tal reproche en una materia tan difícil, tratándose de un pensamiento a menudo oscuro para el lector?

Por último, nos alegramos de encontrar en dicho cuaderno la firma del profesor B. Gorceix, que traduce y presenta el prólogo de toda LaFilosofía Sutil del Gran y del Pequeño Mundo. No podría faltar en este cuaderno un texto del propio Paracelso, y nadie está mejor cualificado para traducirlo. (12)

El mismo autor nos ofrece a continuación el artículo «Paracelso y Filosofía de la Naturaleza en el siglo XVI en Alemania». Se trata del análisis de un pequeño y rarísimo tratado atribuido a Paracelso, el De Secretis creationis de 1575. Es un comentario de los primeros capítulos del Génesis; un texto sumamente valioso, como todas las exégesis de la Escritura legadas por la tradición hermética. En él, se examina la noción de filosofía de la naturaleza. El autor añade que en dicho tratado de 1575 «quedan ya firmemente expuestos los fundamentos de la meditación de Jacob Böhme». Esto merece más explicaciones: meditar no es experimentar. Por este motivo, el zapatero de Görlitz nos parece muy alejado de Paracelso; era más teósofo que hermetista. El profesor Gorceix añade que el pensamiento de Paracelso ha influenciado también toda la filosofía alemana de la naturaleza e incluso el período romántico. Sea lo que fuere, este estudio nos ha puesto la miel en la boca. ¡Rápido, esperamos una traducción francesa del De Secretis creationis! Allí también se examina la noción de primera materia y hay toda una cosmología sacada del Génesis, una física, pero, como dice muy acertadamente el autor, una física sagrada que tiene por objeto el cuerpo mismo de Dios.

El cuaderno se cierra con una bibliografía de la señora Rosemarie Dilg-Frank, mayormente de obras alemanas, un instrumento de trabajo indispensable. El tema es el siguiente: «Paracelso, Filosofía de la Naturaleza y de la Religión: Bibliografía 1960-1980».

¿Podría hacerse en un cuaderno de 280 páginas un estudio completo de Paracelso? Por supuesto que no. Se pretende estudiarlo partiendo del aspecto más abordable de su personalidad: el teólogo y el exegeta. Los temas de la naturaleza y de la luz también están constantemente presentes. Esto proporciona una visión profunda y muy novedosa, aunque parcial. La figura del alquymista está apenas esbozada; cuando se habla de ella, es como de paso y comentando otras cosas. No hay ninguna alusión a la filosofía de los metales en Paracelso. Tanto la figura del médico como la del mago brillan por su ausencia.

Este autor, como todos los hermetistas, requiere lectores vivificados por el mismo espíritu, vale decir en camino de esta regeneración espiritual y corporal, de la que están hechos estos libros; o por lo menos, lectores animados por el gran deseo de alcanzarla. Por eso, este género de escritos no puede ser asimilado por la ciencia de este mundo.

Felicitamos no obstante la iniciativa tomada por los Cahiers de l’Hermétisme y deseamos al profesor Gorceix, a sus alumnos y amigos, que prosigan con una tarea tan acertadamente emprendida, para nuestro mayor provecho.

Traducción al castellano: J. Lohest-Hooghvorst


NOTAS

1. Véase K. Goldammer, «La vie et la personnalité de Paracelse», en Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1980.

2. Para más detalles, véase J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», en Alchimie, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1978.
3. Véase I Corintios 15, 45.
4. Véase Juan 5, 63.
5. Alusión a la Inmaculada Concepción.
6. Véase Job 19, 26.

7. [...] non ea vel dum exulante [...].
8. Véase Éxodo 17, 2 a 6, etc., y I Corintios 10.
9. Véase Juan 6, 56.

10. Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, op. cit.
11. Es el tema de la Filosofía Sutil.

12. Véase la bibliografía de sus obras en J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», cit. Hay que añadir una publicación más reciente: Alchimie, textes alchimiques allemands du XVI e siècle traducidos y presentados por B. Gorceix, ed. Fayard, París, 1980.

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