sábado, 30 de enero de 2010

DICHOS Y REFRANES DE DON QUIJOTE Y SANCHO. JULI PERADEJORDI






No puede haber gracia donde no hay discreción.

Quijote II, cap. 44


¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan grande palabra habéis oído!

F. DE ROJAS, La Celestina, acto I




Todo símbolo y todo escrito esotérico tiene al menos dos sentidos: el aparente que se ve a primera vista, aplicable a este mundo, y el secreto, más profundo, que no se ve a primera vista y que se refiere a los misterios del otro mundo. En el Quijote nos encontramos con una gran variedad de refranes que bien podrían poseer esta doble significación. En algunos de ellos, por no decir en todos, el sentido profundo y cabalístico no tiene aparentemente nada que ver con el contexto, pero hablando de Sancho, Cervantes ya nos avisaba de ello cuando escribía:


«en lo que se mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no a pelo de lo que se trataba, como se habrá visto y notado en el discurso desta historia (El Quijote II, cap. 12)».


Ya hemos visto cómo se puede leer entre líneas en un proverbio descubriendo sentidos a veces opuestos al literal (1). En este artículo, veremos varios refranes castellanos, la mayoría de ellos procedentes de esa suma de sabiduría y humor que es El Quijote. Porque «entre risa y broma, se dicen verdades de arroba».

En la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, don Quijote se dirigía a Sancho con las siguientes palabras:


«Paréceme Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas. (Quijote I cap. 21)».


Así el Ingenioso Hidalgo le daba a entender que los dichos, refranes, adagios, proverbios y sentencias tradicionales son verdaderos o sea llenos de verdad, portadores de verdad, ya que todos proceden de una misma experiencia que no puede ser más que la de la Verdad misma. Utilizarlos como sistema de enseñanza era característico de los hebreos. «La verdad florece en el Cielo, dice el refrán, y la mentira se pierde en el Infierno». Los libros sapienciales de la Biblia, la literatura talmúdica, así como la rabínica están llenos de Pirqué, dichos o sentencias que nos hablan de la verdad. Leemos en los Salmos de David LXXVIII, 1-2.:


«Atiende pueblo mío a mi enseñanza, dad vuestros oídos a las palabras de mi boca.

Abriré en sentencias mi boca, evocaré los arcanos del pasado».


A través de estas sentencias, se realizaba de boca a oreja una verdadera transmisión de padres a hijos. Los Salmos y los Proverbios nos lo confirman:


(Salmos LXXVIII,3): «Lo que hemos oído y sabemos lo que nos contaron nuestros padres»,

(Proverbios I, 8 y 9): «Escucha, hijo mío, la instrucción de tu padre y no desdeñes la enseñanza de tu madre, porque serán una corona de gloria en tu cabeza y un collar en tu cuello».


¿Conocía Cervantes estos pasajes bíblicos? No nos quepa la menor duda. Con gran discreción, a lo largo de toda esta genial novela, Cervantes manifiesta un profundísimo conocimiento del Libro Sagrado. El modo en que aborda los temas bíblicos es a menudo el mismo que, antes que él, utilizaron los cabalistas, especialmente el autor del Zohar.

Gracias a sus enseñanzas, el lector relacionará fácilmente la corona de gloria de los Proverbios con la sefirah keter de los cabalistas, y con el yelmo de Mambrino, que era de oro, símbolo de la gloria, aquel que don Quijote tanto había deseado. Recordemos también que la palabra española gloria es una correspondencia del término hebreo shekinah tan caro a los cabalistas. El nombre de Mambrino bien podría evocar al de Mamré, encinar en el que tuvo lugar la aparición de IHVH a Abraham. Pero hay gloria y Gloria, y si «la gloria humana no vale una avellana», «la gloria está en el Cielo», nos dice el sabio proverbio.

La escena en la que el Ingenioso Hidalgo se hace con el dorado yelmo es tan divertida como discreta e instructiva. El portador de éste no es un caballero sobre un caballo rucio rodado, sino un barbero que cabalga a lomos de un asno pardo. Notemos el disimulo de Cervantes cuando relaciona el yelmo dorado con el asno. Algunos alquimistas lo harían con otro lenguaje:


«¿no ha escondido Natura fantásticamente el oro ya que el hombre buscándolo afuera, no se da cuenta de que se parece a aquel que, buscando su burro, estaba montado en él?» (2).


Cervantes también escribe en el Quijote II (cap. 35): «el asno cargado de oro, sube ligero por la montaña».

Para los antiguos egipcios, el asno pardo era uno de los símbolos de Tifón, el más estúpido de los animales domésticos, cuyo nombre egipcio era Seth, palabra que significa «fuerza opresora y constriñente» (3). El asno que ha de ser montado corresponde también a lo que los cabalistas llamaban «la mala inclinación». Dos refranes populares se refieren a ello: «el asno y la mala mujer, a palos se han de vencer» y «un asno y un diablo, pareja entrambos». A propósito del asno, Plutarco escribió:


«pero Manetón afirma que es al mismo tiempo Tifón a quien se llama Bebón. Esta palabra adquiere el sentido de obstáculo, impedimento, como si se quisiera decir que el poder de Tifón se opone al curso natural de las cosas y al empuje que las impulsa hacia donde deben tender» (4).


Tanto Plutarco como el Libro de los Muertos explican que Horus, hijo de Osiris,


«no aniquiló por completo a Tifón, sino que le privó de su fuerza y de su actividad. Por eso se dice que la estatua de Horus que hay en Coptos lleva en una de sus manos el miembro viril de Tifón» (5).


Cervantes, mediante un logradísimo símil, nos explica lo mismo cuando compara este barbero a:


«Castor, el cual viéndose acosado de los cazadores se azara y corta con los dientes aquello por lo que él, por instinto natural sabe que es perseguido».


La expresión «corta con los dientes» delata una relación entre la boca, órgano de la palabra y aquello que Tifón simboliza, así como un conocimiento evidente del rito de la circuncisión practicada por los judíos. Esta consta de tres operaciones y, en la tercera, la boca juega un papel muy importante. Hoy en día, los israelitas aceptan que ésta sea sustituida por un pequeño aparato mecánico aunque éste, como escribe Dominique Aubier,


«no puede reemplazar a la boca en el complejo de un símbolo sagrado que se refiere a la Alianza. La boca representa demasiado bien la función esencial del hablar cuando hay que poner de nuevo en acción al Verbo que decide el Absoluto» (6).


El color pardo del asno evoca al de pelo de Esaú (7). Al hablarnos Cervantes de un barbero nos da a entender la idea de cortar la barba. Esaú se diferenciaba de Jacob, su hermano gemelo, porque era muy peludo, mientras que el que sería sucesor de Isaac no lo era en absoluto. El Castor y el verbo castorar, del que verosímilmente deriva castrar, parecen referirse a lo mismo, y la historia de Esaú que troca sus derechos de primogenitura por un plato de lentejas puede relacionarse con la del asno de Sileno, en la que Esaú correspondería al asno, que, portador del brebaje de eterna juventud lo cambió por unos tragos de agua.

Otra de las expresiones más utilizadas por el Caballero de la Triste Figura es buscar tres pies al gato y algún lector pensará que lo estamos haciendo al intentar explicar más de lo que Cervantes parece haber querido. No hay que buscarle tres pies al gato, sino cuatro, del mismo modo que no hay que buscar tres sentidos a las Escrituras o al Quijote, sino cuatro. El sentido literal, el moral e incluso el alegórico son fáciles de percibir con nuestra inteligencia, pero el cuarto, el secreto, requiere una iluminación que nos dé el alfabeto para poderlo leer. O si lo preferimos no hay que buscarle cuatro, sino siete, pues «el gato y la mujer, siete almas suelen tener. ¿No es nuestro Caballero un cabalista? ¿No es el Arte de la Caballería el Arte de la Cábala? (8). Cervantes confiesa que «don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos» (I, cap. 20). La gran vida de estos últimos les fue comunicada por haber oído, como buen cabalista, la Palabra de Vida. Esto le permitía reconocerla en el texto bíblico, en la letra, en los refranes ya que poseía su espíritu, el idioma del alma: sabía leer, sabía apreciar el perfume de la Verdad pues poseía el alfabeto, léase alefato u olfato (9) que se lo permitía. ¿No dice Cervantes que «la pluma es la lengua del alma» (II, cap. 16)? Esta «pluma», cara a los egipcios y a los alquimistas, es un don divino, por lo que el Ingenioso Hidalgo declara:


«ruego a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir» (II, cap. 14).


La misma experiencia madre de las ciencias todas es pues la de la Cábala (literalmente: recepción pues comienza verosímilmente con la recepción de un don, el de la Palabra) que el Quijote llama «Ciencia de la Caballería andante tan buena como la poesía o aún dos deditos más [...] es una ciencia que encierra en sí a las más ciencias del mundo» (10).


Pero volvamos a nuestro cuento. En la dedicatoria de Urganda la desconocida al libro de don Quijote de la Mancha, aparece otro curioso refrán:


«pues la experiencia enseña que el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija...».


No cabe la menor duda de que se trata siempre de la misma experiencia, la de la Verdad. ¿No es el buen árbol aquel que produce buenos frutos, que está en el verano, en la Edad de Oro? Los malos árboles designan a los hombres pecadores, «árboles otoñales sin fruto» (S. Judas, 12). Cuando Jesucristo curó a un hombre ciego con su saliva, observemos sale de la boca como la Palabra, éste vio a los hombres «algo así como árboles que andan» (Marcos, VIII, 24). ¿No necesita el hombre caído comer el fruto del árbol de la vida para volver a la Edad de Oro perdida? ¿No es este fruto la Palabra Profética con la que Jesucristo devuelve la vida a los ciegos, la razón a los locos, la vida a los muertos? El Evangelio según Mateo recogiendo una idea típicamente hebrea, compara el árbol al profeta (Mateo, VII 25 a 30). La buena sombra que cobija a aquel que se le arrima es una bendición, pues le protege del ardor del sol de este mundo. Un proverbio castellano parece referirse a lo mismo cuando dice que «quien tiene el árbol, tiene el pájaro». Simbólicamente, esta bendición era una imposición de manos. Observemos que, además de ponerle saliva al ciego, Jesucristo le impuso también las manos y recordemos un bello pasaje de Isaías que se refiere a la liberación de Israel por el siervo de IHVH:


«IHVH me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre me llamó por mi nombre. Y puso mi boca como cortante espada, me ha guardado a la sombra de su mano» (Isaías, XLIX, 12).


Este cobijo, esta bendición es el comienzo de una nueva generación, de un renacimiento: el nacimiento en la incorruptibilidad, el renacimiento en el Siglo de Oro, en el que no interviene varón. Cuando María le dijo al Angel que era Virgen y que no conocía varón ¿no le respondió el ángel de este modo?


«El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (Lucas I, 35).


Tener «buena sombra» es tener buena suerte, buen destino o buena ventura, y la buena ventura no es sino el buen futuro, la buena aventura, el saeculum venturum, el mundo por venir o el verdadero Destino. La Edad de Oro cantada por los Poetas nos es dicha también, no lo olvidemos, «dos deditos más» por el mismo Cervantes (I, cap. IV). Muchos de los proverbios que nos han dejado los maestros del Siglo de Oro nos hablan de este Mundo Porvenir, desde éste mundo. Por esta razón sólo entendemos su sentido literal, aplicable a este mundo caído. Sin duda nos falta humor y dos deditos más para acceder a su comprensión.


El propósito de su novela es hacer reír al lector, estribando su gracia en su discreción, como rió la mujer de Abraham.

Séale pues la sombra de este libro que, con humidificante humor habla del hombre hambriento que busca a su hembra, benévola, cobijadora y salutífera a su humilde lector (11).

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1 Ver J. Peradejordi, Sobre los adagios de Fernando de Arce, en LA PUERTA «Sobre esoterismo español», Ed. Obelisco, Barcelona, 1990, p. 70.

2 Citado en Cuatro Tratados de Alquimia, Ed. Visión libros, Barcelona, 1979, p. 13.

3 De Iside et Osiride, Ed. Glosa, Barcelona, 1978, p. 49.

4 Ibídem.

5 De Iside et Osiride, op. cit., p. 55.

6 Dominique Aubier, La réponse à Hitler ou la mission juive, Ed. Le Qorban, Cabecico del aire - Carboneras, Almería, «La circoncision», p. 236.

7 Ver al respecto Génesis XXV, 25.

8 Para Vicente Espinel, amigo de Cervantes, el caballero no se llama así, como comúnmente se cree, porque «anda y pelea a caballo». «Si por esta razón fuera -escribe Espinel en el descanso séptimo de su Vida de Marcos Obregón- también se llamará caballero al playero o arriero que trae caballas de la mar, y también se dice el que va en un jumento o acémila, que va caballero, que realmente no es caballo, y parece que en esa opinión es impropio», aunque este autor tan circunspecto no nos llegue a decir que un caballero es un cabalista. Por su parte Cervantes escribe que «ni todos los que se llaman Caballeros, lo son de todo en todo, que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad», Quijote II, cap. VI.

9 En el cap. XXIX se relaciona de nuevo el olfato con el alfabeto cuando Dorotea habla del «olor de vuestro famoso nombre».

10 Cervantes, op. cit., II, cap. XVIII. Ver a este respecto Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, Ed. Sirio, Málaga, 1978, libro XXVIII, 27'.

11 «La humedad» del humor de los refranes de don Quijote se debe quizás a que habla «de esta manera para daros a entender también como vos sé yo arrojar refranes como llovidos».

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