martes, 5 de enero de 2010

EL TEMPLO INTERIOR. Raimon Arola

Substraido de LA PUERTA

Y la Virgen ha concebido

un hijo y es llamado Immanuel

(Dios con nosotros).

Isaías

Cualquier simbolismo apunta siempre a las funciones y grados de la obra de Dios y nunca a las imágenes exteriores que la historia ha creado: así, el simbolismo del templo no nos habla del edificio artístico que cobija unos ritos y unas liturgias, no nos habla de las catedrales o mezquitas. Los textos inspirados que hablan sobre el simbolismo del templo parecen referirse a las funciones y grados de la obre de Dios en el interior del hombre, los cuales están apuntados y resumidos admirablemente en un versículo del Mensaje Reencontrado, obra hermética de este siglo, en el que se dice: «¿Quién separará la luz de las tinieblas? Y ¿quién manifestará el fuego oculto del Señor?; ¿quién transformará la leche virginal en la consistencia corpórea del Hijo recién nacido?» (I, 26’).

«¿Quién separará la luz de las tinieblas?»; el templo, por su etimología y función designaba en la antigüedad el lugar santificado, donde habitaba Dios en la tierra; el Señor dice a Moisés sobre el monte Sinaí (Éxodo XXV, 8): «Hacedme un santuario y habitaré entre ellos (Israel)». El lugar santo es esencialmente distinto al mundo profano, está separado de él. El primer grado de la gran obra de Dios es la separación entre la cizaña y el trigo, entre la mala formación y la buena semilla escondida, entre la luz y las tinieblas. Este lugar separado está oculto a nuestros sentidos, revestidos de una piel de bestia por la caída. Es el lugar secreto, revelado únicamente al iniciado, el espejo de los cabalistas, donde se ven todos los misterios: ningún impuro puede vislumbrarlo.

En el cristianismo, este lugar puro y oculto es María, la Santa Madre de Dios; escribe sobre ella L. M. Grignion de Montfort (El secreto de María, 20): «Dios creó un mundo para el hombre peregrino: es la tierra; un mundo para el hombre glorificado: es el cielo; un mundo para sí mismo: es María. Ella es un mundo desconocido para casi todos los mortales. Un misterio impenetrable para los mismos ángeles y santos del cielo que contemplan a Dios trascendente, lejano e inaccesible. ¡Feliz, una y mil veces en esta vida, aquél a quien el Espíritu Santo descubre el secreto de María para que lo conozca.»

Hemos de subrayar que, según el texto, este secreto ha de ser descubierto por el Espíritu Santo y que no puede ser encontrado por el trabajo y la inteligencia del hombre.

«¿Quién manifestará el fuego oculto del Señor?»; el Sefer haZohar, en el conocido fragmento de la nuez y su cáscara, explica la formación del primer templo a partir del Dios incognoscible; dice así: «El punto primero es la luz interior que no tiene medida, que no se puede conocer no comprender a causa de su pureza, tenuidad y transparencia, es la sabiduría cerrada. Hasta que este punto se expande y entonces esta expansión se convierte en un templo (hejal) para vestir al punto que es la luz incognoscible y sin medida en su pureza.» (I, 20a)

Desde su primera manifestación hasta su perfecto acabamiento, Dios siempre se manifiesta a través de un vehículo, un vestido, un lugar, un templo. Aquí vemos uno de los misterios centrales de todas las religiones y filosofías: la manifestación del principio inmanifestado, la forma del Dios invisible, el fuego oculto, lo que en el cristianismo recibe el nombre de encarnación y que existe con otros nombres en todas las religiones. Doutzetemps escribía en Le Mystère de la Croix: «Ninguno de nosotros podría tener jamás acceso al triángulo de fuego (el fuego del Señor), que habita una luz inaccesible que ningún hombre ha visto jamás y no verá jamás [cfr. I Timoteo VI, 13 a 16] sino es en y por el elemento del agua santa que es la sacra corporificación de la divinidad y su tabernáculo con los hombres» (cap. I).

Y en el Mensaje Reencontrado, Louis Cattiaux escribe: «El Señor de antes de los comienzos permanece oculto en el seno del gran mar, pero el gran mar lo manifiesta visiblemente a fin de que toda la creación aparezca en la luz del Único». (XXIX, 12)

«¿Quién transformará la leche virginal en la consistencia corpórea del Hijo recién nacido?»; el templo es el lugar donde se puede ver, oír y tocar a Dios, donde se produce la unión del hombre con Él. En el templo se engendra el Verbo, el hijo, al igual como Cristo nació de las entrañas de María.

Sobre esto existe una enseñanza en la tradición judía: en el mes de Tishri (septiembre-octubre) los judíos celebran su fiesta más señalada, el Yom Kipur, el ‘Día del Gran Perdón’; antiguamente, cuando el Templo existía en la ciudad santa de Jerusalén, el Sumo Sacerdote entraba en este día en el lugar más sagrado, el Sancta Santorum, y ofreciendo sacrificios de sangre, decía según la Ley de Moisés: «Porque en este día se os reconciliará para limpiaros y seréis limpiados de todos vuestros pecados delante de IHVH.» (Levítico XVI, 30) En esta oración el Sumo Sacerdote pronunciaba el Santo Nombre de Dios, el Tetragrama. Era la única ocasión en todo el año que se hacía.

Según la exégesis judía, cuando el Nombre santo es pronunciado, el cielo (IH) y la tierra (VH) se unen en la auténtica creación. Cuando el Templo fue destruido por los romanos se perdió la pronunciación, el Nombre no pudo pronunciarse. De este acontecimiento histórico la tradición judía ofrece otro sentido, la realidad tiene una lectura esotérica según la cual la destrucción del Templo se refiere a la destrucción del Hombre primordial, por la transgresión original y su exilio en este mundo.

Así, pues, podríamos decir que el templo es el hombre; a este simbolismo alude Jesús cuando dice (Juan, II, 19): «Destruid este templo y volveré a construirlo en tres días [...] Él, empero, lo decía del templo de su cuerpo.»

El Nombre de Dios sólo se puede pronunciar en su templo, o sea, en el hombre Mesiánico, el Adán regenerado. Así, cuando el Dios de cólera es apaciguado, el hombre descubre al Dios de amor. Es el Nombre del Mesías que nadie conoce; el Hijo que ha tomado consistencia corpórea; en él reside el Nombre, el «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan, I, 14); es el último nivel de las funciones y grados de la obra de Dios, por esto está escrito en el Zohar (I, 94b): «El lugar santo de tu templo (Salmos LXV, 5), esto es la culminación de todo, como se nos ha enseñado: la palabra ‘templo’ (hejal) se puede dividir en las letras he, yod (YH) y col (que significa ‘todo’), lo que indica que es la complejidad de todo en uno.»

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