jueves, 11 de febrero de 2010

Emoción y Sentimiento

Sin excepción, hombres y mujeres de todas las épocas y culturas, de diversos niveles de educación y diferentes estratos económicos, experimentan emociones, perciben emociones ajenas, cultivan pasatiempos que manipulan sus emociones, y gobiernan sus vidas en gran medida buscando una emoción, la dicha, y evitando emociones desagradables. A primera vista, nada hay distintivamente humano en las emociones pues es notorio que abundan en criaturas no humanas. Lo peculiar es cómo se conectaron con ideas complejas, valores, principios y juicios privativos de la familia humana, y en esta conexión reposa nuestra legítima idea de que la emoción humana es especial. La emoción humana no sólo implica placeres sexuales o temor a las víboras. También incluye el horror de ver sufrir y la satisfacción ante la justicia, el gozo por la sonrisa sensual de una mujer hermosa, o la densa belleza de las palabras e ideas en los versos de Shakespeare; la voz cansina de Dietrich Fischer-Dieskau cuando canta Ich habe genug de Bach; los fraseos simultáneamente terrestres y celestiales cuando se interpreta a Mozart o Schubert, y la armonía que Einstein buscó en la estructura de una ecuación. De hecho, la música comercial y los filmes de poco valor también estimulan emociones, cuya potencia nunca debe ser subestimada.

El impacto humano de estos motivos de emoción, refinados o no, y de los matices emocionales que inducen, sutiles o no, depende de los sentimientos que esas emociones generan. Las emociones, que son públicas y dirigidas hacia el exterior, empiezan a tener impacto en la mente a través de los sentimientos, que son íntimos y dirigidos hacia el interior; pero el impacto entero y duradero de las emociones precisa de la consciencia, porque el individuo solo logra conocer sus propios sentimientos con la llegada de la sensación del self.

Algunos lectores se extrañarán ante la distinción entre “sentimiento” y “saber que tenemos un sentimiento”. ¿Acaso el estado de sentir no implica, por necesidad, que el organismo sensible está consciente de la emoción y el sentimiento que se están sintiendo? Sugiero que no es así, que cualquier organismo puede representar, en patrones neurales y mentales, el estado que nosotros – criaturas conscientes - denominamos sentimiento, sin llegar a saber que lo está experimentando. Esta separación es difícil de imaginar, no sólo porque el significado tradicional de las palabras ocluye nuestra percepción, sino porque propendemos a tener consciencia de nuestros sentimientos. No existe, empero, evidencia alguna de que tengamos consciencia de todos nuestros sentimientos, y mucho tiende a sugerir que no la tenemos. Por ejemplo, en una situación dada suele ocurrir que nos percatemos súbitamente de que nos sentimos ansiosos o incómodos, complacidos o relajados, y es innegable que el singular estado de sentimiento que experimentamos empezó antes del momento en que conocimos su existencia. Ni el estado de sentimiento ni la emoción que llevó a él estuvieron “en la consciencia”, y sin embargo se desplegaron como procesos biológicos.

Aunque a primera vista estas distinciones pueden parecer artificiales, mi intención no es complicar algo sencillo sino escindir algo bastante complicado en partes capaces de ser enfocadas separadamente. Con el propósito de investigar estos fenómenos distingo tres partes del procesamiento a lo largo de un continuo: estado de emoción, que puede ser desencadenado y ejecutado de un modo no consciente; estado de sentimiento, capaz de ser representado no conscientemente, y estado de sentimiento hecho consciente, esto es, conocido por el organismo que experimenta emoción y sentimiento. Creo que estas distinciones ayudan cuando intentamos imaginar los soportes neurales de esta serie de sucesos en el ser humano. Además, sospecho que algunas criaturas no humanas que muestran emociones, pero en apariencia no cuentan con la calidad de consciencia que nosotros poseemos, pueden dar forma a las representaciones que denominamos sentimientos sin percatarse de ello. Alguien puede sugerir que tal vez debiéramos tener otra palabra para “sentimientos no conscientes”, pero no existe. La alternativa más cercana es explicar lo que queremos decir.

En pocas palabras, para que los sentimientos influyan en el individuo más allá del aquí y ahora tiene que estar presente la consciencia. Las consecuencias fundamentales de la emoción y el sentimiento humanos dependen de la consciencia, hecho cuya importancia no fue bien calibrada en su momento. Es probable que en el proceso evolutivo la emoción apareciera antes que la consciencia, y se situara en la superficie en cada uno de nosotros debido a inductores que solemos no reconocer conscientemente. Pero los sentimientos desempeñan sus efectos más fundamentales y perdurables en el teatro de la mente consciente.

El poderoso contraste entre la solapadamente inducida, y externa, postura de la emoción y el estado de sentimiento humano, dirigido hacia el interior, y por último conocido, me suministraron una perspectiva inapreciable para reflexionar acerca de la biología de la consciencia. Así, propongo que, a semejanza de la emoción, la consciencia apunta a la supervivencia del organismo y se arraiga en la representación del cuerpo. Además, destaco un curioso hecho neurológico: cuando se suspende la consciencia, desde la nuclear hacia arriba, suele suspenderse asimismo la emoción. Esto sugiere que, si bien emoción y consciencia son fenómenos diferentes, sus soportes neurales pueden estar conectados. Por todas estas razones, es importante discutir las diversas características de la emoción antes de interpelar directamente la consciencia.

Digresión histórica
Dada la magnitud de los temas vinculados con la emoción y los sentimientos, sería lógico esperar que tanto la filosofía como las ciencias de la mente y el cerebro hubieran acometido su estudio. Curiosamente, éste sólo empieza hoy. La filosofía – pese a David Hume y la tradición que originó - desconfió de la emoción y la relegó al desechable reino de los animales y la carne. Por un tiempo la ciencia lo hizo mejor, pero también perdió su oportunidad.

Hacia fines del siglo XIX Charles Darwin, William James y Sigmund Freud plasmaron extensos escritos acerca de diferentes aspectos de la emoción, otorgándole un lugar privilegiado en el discurso científico. Con todo, durante el siglo XX y hasta hace poco, tanto la neurociencia como las ciencias cognoscitivas miraron la emoción con desdén. Darwin estudió con profundidad la expresión de emociones en diferentes culturas y especies y, a pesar de que creía que las emociones humanas eran vestigios de etapas evolutivas previas, respetó la importancia del fenómeno. William James analizó el problema con su característica claridad y produjo un informe que, pese a su insuficiencia, sigue siendo una piedra angular. Freud percibió el potencial patológico de la emoción perturbada y enunció su importancia en términos bastante precisos.

Darwin, James y Freud fueron, por necesidad, algo ambiguos acerca del aspecto cerebral de sus ideas, pero uno de sus coetáneos, Hughlings Jackson, fue más exacto. Jackson dio el primer paso hacia una posible neuroanatomía de la emoción, y sugirió que el hemisferio derecho de los humanos tal vez fuera dominante en ella, así como el izquierdo predomina en el lenguaje.

Hubo buenos motivos para esperar que al inicio del nuevo siglo las ciencias del cerebro convirtieran la emoción en parte de su programa y resolvieran sus interrogantes. Pero ese desarrollo nunca ocurrió. Peor aún, los trabajos de Darwin desaparecieron de circulación, se atacó injustamente y desdeñó de oficio la propuesta de James, y la influencia de Freud tomó otra dirección. Durante la mayor parte del siglo XX el laboratorio desconfió de la emoción. Se decía que era demasiado subjetiva, esquiva y vaga. Se la juzgó antípoda de la razón, considerada la habilidad humana por antonomasia e independiente de la emoción. Perverso sesgo causado por la visión romántica de la humanidad, porque para los románticos las oficinas de la emoción se afincaban en el cuerpo, y las de la razón en el cerebro. La ciencia del siglo XX esquivó el cuerpo y mudó la emoción al cerebro, pero la relegó a los estratos neurales más bajos, asociados con ancestros que nadie respetaba. En último término, no sólo ella era irracional: incluso estudiarla tal vez fuera irracional.

El siglo XX presenta curiosos paralelos al descuido científico ante la emoción. Uno de ellos es la falta de una perspectiva evolucionista en el estudio de mente y cerebro. Quizá sea exagerado decir que la neurociencia y las ciencias cognoscitivas procedieron como si Darwin jamás hubiera existido, pero así parecía hasta la década de 1990. Ciertos aspectos de cerebro y mente se discutieron como si hubieran sido diseñados ayer, a pedido y para producir un determinado efecto – algo así como la instalación de frenos ABS en un automóvil nuevo - sin ningún respeto por los posibles antecedentes de los dispositivos de mente y cerebro. Recién ahora se observa un cambio en la situación.

Otro paralelo atañe al descuido de la noción de homeostasis. Homeostasis son las reacciones fisiológicas coordinadas y vastamente automáticas que mantienen el equilibrio interno de un organismo viviente. Describe la regulación automática de la temperatura, concentración de oxígeno y PH en el cuerpo. Numerosos científicos se preocuparon de la neurofisiología de la homeostasis, de otorgar sentido a la neuroanatomía y neuroquímica del sistema nervioso autónomo (la parte del sistema nervioso más involucrada en la homeostasis), y de elucidar las relaciones recíprocas del sistema endocrino, nervioso e inmune, cuya labor conjunta produce homeostasis. Pero el progreso científico en esos ámbitos influyó poco en el enfoque preponderante respecto del modo en que trabajan mente y cerebro. Lo curioso es que las emociones son parte esencial de la regulación que denominamos homeostasis. Es absurdo discutirlas sin entender este aspecto de los organismos vivientes, y viceversa. Mi posición es que la homeostasis es clave en la biología de la consciencia.

El tercer paralelismo es la notoria ausencia de la noción de organismo en las ciencias cognoscitivas y neurociencia. La mente siguió enyugada al cerebro en una suerte de relación equívoca, y el cerebro siguió escindido del cuerpo, en vez de ser visto como parte de un organismo vivo y complejo. Aunque la idea de organismo integrado – conjunto compuesto de cuerpo propiamente tal y sistema nervioso - estaba presente en los trabajos de Ludwig von Bertalanfly, Kurt Goldstein y Paul Weiss, tuvo escaso impacto en el cincelado de la concepción típica de mente y cerebro.

Por cierto, hay excepciones. Por ejemplo, las propuestas teóricas de Gerald Edelman sobre la base neural de la mente están informadas por el pensamiento evolucionista y la regulación homeostática. Por mi parte, fundamenté mi hipótesis de los marcadores somáticos en nociones de evolución, regulación homeostática y organismo. Pero las conjeturas teóricas rectoras en neurociencia y ciencias cognoscitivas recurrieron poco a la perspectiva organísmica o evolucionista.

Sólo ahora las ciencias cognoscitivas y la neurociencia aceptan la emoción. Una nueva generación de científicos transformó la emoción en su tema favorito. Además, ya no se acepta sin vacilaciones la presunta oposición entre emoción y razón. Por ejemplo, el trabajo de mi laboratorio mostró que, para bien o para mal, la emoción es inherente al proceso racional y decisorio. Aunque esto parece contrariar nuestro instinto, hay evidencias que lo confirman. Los hallazgos surgieron durante el estudio de varios individuos que gobernaron sus vidas de manera perfectamente racional hasta que, debido a un daño neurológico en lugares específicos del cerebro, perdieron cierta clase de emociones y junto con ello – en un desarrollo paralelo trascendental - su habilidad para tomar decisiones racionales. Aún pueden usar los instrumentos de su racionalidad y emplear el conocimiento acerca del mundo que los rodea. Su habilidad para abordar la lógica de un problema sigue incólume. Sin embargo, gran parte de sus decisiones personales y sociales es irracional y suele ser más desventajosa para su self. He sugerido que en estos casos las señales procedentes de la maquinaria neural que sustenta la emoción – de modo no consciente y en ocasiones incluso de modo consciente - ya no actúan sobre el delicado mecanismo de la razón.

La hipótesis se conoce como hipótesis del marcador somático, y los pacientes que me llevaron a postularla presentaban daños en áreas específicas de la zona prefrontal, esencialmente en los sectores ventromediales y en la región parietal derecha. Ya fuera a causa de hemorragia cerebral, traumatismo craneano o ablación de un tumor, el daño en esas regiones se asoció siempre con la aparición del cuadro clínico citado, esto es, perturbaciones en la capacidad de tomar decisiones adecuadas ante situaciones de riesgo o conflicto, y una reducción selectiva de la habilidad para resonar emocionalmente en aquellas situaciones, mientras el resto de las habilidades emocionales permanece intacto. Estos deterioros no estaban presentes antes del daño cerebral. Tanto la familia como los amigos podían sentir un “antes” y un “después” de la lesión neurológica.

Estos hallazgos sugieren que la reducción selectiva de la emoción es por lo menos tan perjudicial para la racionalidad como la sobreabundancia de emoción. Ya no parece veraz que la razón gane al operar sin el influjo de la emoción. Por el contrario, quizá la emoción ayude a razonar, sobre todo cuando se trata de asuntos personales o sociales que presentan riesgos y conflicto. Sugerí que ciertos niveles de procesamiento emocional tal vez nos dirijan al sector del espacio decisorio donde nuestra razón puede operar con mayor eficacia. No sugerí, empero, que las emociones fueran un sustituto de la razón o que las emociones decidan por nosotros. Es obvio que los trastornos emocionales pueden desaguar en decisiones irracionales. La evidencia neurológica simplemente sugiere que la ausencia selectiva de emociones es un problema. Emociones bien dirigidas y bien desplegadas parecen erigir un sistema de soporte sin el cual el edificio de la razón no puede operar adecuadamente. Estos resultados y su interpretación cuestionaron la idea de descartar la emoción como si fuera un lujo, una molestia, o un mero vestigio evolutivo. También permitieron ver la emoción como encarnación de la lógica de la supervivencia.

El cerebro sabe más de lo que la mente consciente revela
Emociones y sentimiento de emociones, respectivamente, son principio y fin de una progresión, pero a lo largo del continuo es muy diferente el carácter casi público de las emociones y la absoluta intimidad de los sentimientos afines. Si hemos de investigar a fondo estos mecanismos, conviene distinguir emoción y sentimiento. Propongo que el término sentimiento se reserve a la experiencia privada y mental de una emoción, en tanto que la voz emoción se use para designar una colección de respuestas, muchas de las cuales son públicamente observables. En la práctica, esto significa que puedes observar un sentimiento en ti mismo cuando, como ser consciente, percibes tus estados emocionales. Análogamente, nadie puede observar tus propios sentimientos, pero algunos aspectos de las emociones que nutren tus sentimientos serán patentes para terceros. Además, para esclarecer mi argumento, los mecanismos básicos que sustentan la emoción no requieren consciencia, aunque fortuitamente la usen: puedes iniciar la cascada de procesos que conducen a una manifestación emocional sin estar consciente del inductor de la emoción, sin hablar de los pasos intermedios que desembocan en ella. En efecto, incluso la ocurrencia de un sentimiento en la acotada ventana del aquí y ahora es concebible sin que el organismo conozca su acontecer. Por supuesto, en este punto de la evolución y en este momento de nuestra vida adulta la emoción puede ocurrir en un marco de consciencia: podemos sentir contundentemente nuestras emociones, y sabemos que las sentimos. La urdimbre de nuestra mente y conducta se teje en torno de ciclos continuos de emoción, seguidos por sentimientos que llegan a ser conocidos y engendran nuevas emociones, en una suerte de flujo polifónico que sustenta y recalca pensamientos específicos en nuestra mente y acciones en nuestra conducta. Pero, aunque emoción y sentimiento ahora forman parte de un continuo funcional, conviene distinguir los pasos a lo largo de este continuo si queremos estudiar sus soportes biológicos con algún grado de éxito. Además, como sugerí antes, es posible que los sentimientos estén equilibrados en el mismísimo umbral que separa el ser del saber y ostenten, por lo tanto, una conexión privilegiada con la consciencia.

¿Por qué estoy tan seguro de que la maquinaria biológica que sustenta la emoción no depende de la consciencia? Después de todo, en nuestra experiencia cotidiana, solemos conocer las circunstancias que desembocan en una emoción. Pero saber a menudo no es lo mismo que saber siempre. No precisamos tener consciencia del inductor de una emoción y solemos no tenerla, ni podemos controlar a voluntad las emociones. Es probable que te sientas triste o dichoso sin saber por qué. Una investigación minuciosa puede descubrir causas posibles, y una puede ser más probable que otra, pero en general no logras estar seguro. La causa tal vez fuera la imagen de un suceso, imagen que tenía el potencial para volverse consciente pero la descuidaste porque estabas concentrado en otra. O quizá no hubiera imagen ninguna, sino una efímera alteración del perfil químico de tu medio interior, generada por factores tan diversos como tu estado de salud, tu ciclo hormonal, cuánto ejercicio hiciste ese día, o en qué medida te inquietaste por algún asunto. El cambio sería lo bastante substancial como para generar algunas respuestas y alterar el estado de tu cuerpo, pero no sería imaginable en el sentido en que una persona o una relación son imaginables, esto es, no produciría un patrón sensorial capaz de ser percibido por tu mente. En otras palabras, las representaciones que inducen emoción y desembocan en sentimientos subsiguientes no precisan ser atendidas, no importando si significan algo ajeno al organismo o algo evocado internamente. Representaciones tanto del exterior como del interior pueden ocurrir por debajo del registro consciente e instigar, pese a ello, respuestas emocionales. Las emociones pueden inducirse de manera no consciente y, por lo tanto, carecer de motivos manifiestos para el self consciente.

En parte podemos controlar en nuestro pensamiento la persistencia de una imagen aspirante a inductora (si fuiste educado en la religión católica sabes muy bien a qué me refiero, y también si has rondado el Actors’ Studio). Quizá fracasemos en la tarea, pero la labor de suprimir o mantener el inductor ocurre sin duda en la consciencia. También podemos gobernar, en parte, la expresión de ciertas emociones – contener la ira, disfrazar la tristeza - pero la mayoría de nosotros es bastante torpe en la tarea y por eso pagamos tanto dinero para ver a buenos actores, capaces de dominar la expresión de ciertas emociones. No obstante, una vez formada una representación sensorial particular, sea o no parte de nuestro flujo de pensamiento consciente, poco tenemos que decir sobre el mecanismo de inducir una emoción. Si el contexto psicológico y fisiológico es correcto, sobrevendrá una emoción. El desencadenamiento no consciente de emociones también explica por qué es tan difícil falsificarlas. Tanto la sonrisa espontánea que sigue a un deleite genuino como los sollozos naturales causados por la pena son articulados por estructuras encefálicas domiciliadas en las profundidades del tronco encefálico, controladas por la región del cíngulo. No tenemos manera de ejercer control directo y voluntario sobre los procesos neurales que acontecen en esas zonas. Es fácil detectar la falacia en la imitación casual de expresiones emocionales; siempre falla algo, la configuración de los músculos faciales, el tono de voz. El resultado de este estado de cosas es que para muchos de nosotros, que no somos actores, las emociones indican con precisión cuán favorable es el entorno para nuestro bienestar o, por lo menos, en qué manera parece oportuno en nuestra mente.

Nuestra capacidad de interrumpir una emoción es equiparable a nuestra habilidad para evitar un estornudo. Podemos intentar prevenir la expresión de una emoción, y acaso lo logremos en parte, aunque no totalmente. Algunos, por influencias culturales apropiadas, llegamos a ser bastante hábiles en el asunto, pero en esencia lo que logramos es la habilidad de disimular ciertas manifestaciones externas, sin ser capaces de bloquear los cambios automáticos que ocurren en las vísceras y el medio interno. Alguien me dijo una vez que la idea de sentimientos ocurridos después de la emoción no podía ser correcta, porque es posible suprimir las emociones y seguir teniendo sentimientos. Pero eso no es cierto, claro está, más allá de la supresión parcial de expresiones faciales. Podemos educar nuestras emociones pero no suprimirlas por completo, y los sentimientos íntimos que experimentamos atestiguan nuestro fracaso.

Digresión acerca del control de lo incontrolable
Una excepción parcial al escaso control que tenemos sobre el medio interno y las vísceras incluye el control respiratorio, sobre el cual tenemos que ejercer una acción voluntaria, porque la respiración autónoma y la vocalización voluntaria para el habla y el canto se valen del mismo instrumento. Puedes aprender a nadar bajo el agua y contener la respiración por períodos cada vez más largos, pero hay límites que ni un campeón olímpico puede sobrepasar y seguir vivo. Los cantantes de ópera enfrentan similar obstáculo: ¿qué tenor no quisiera mantener un poco más el do para irritar a la soprano? Pero ninguna cantidad de ejercicio laríngeo o diafragmático permitirá que el tenor o la soprano traspasen la barrera. También son excepciones parciales los controles indirectos de los latidos del corazón y de la presión arterial con procedimientos como el biofeedback. Por regla general, el control voluntario de las funciones automáticas es modesto.



¿Qué son las emociones?
La mera cita de la palabra emoción suele evocar una de las seis emociones primarias o universales: alegría, tristeza, miedo, ira, sorpresa o repugnancia. La discusión del problema es más sencilla si nos limitamos a las emociones primarias, pero es importante notar que la etiqueta “emoción” se adhiere a otras numerosas conductas, que incluyen las llamadas emociones secundarias o sociales: vergüenza, celos, culpa, orgullo, y las que denomino emociones de fondo, esto es, bienestar o malestar, calma o tensión. El rótulo emoción también se adhiere a pulsiones y a motivaciones y a estados de dolor y placer.

Subyace en todos estos fenómenos un núcleo biológico común, que puede ser perfilado como sigue:

1.- Las emociones son complejas colecciones de respuestas químicas neurales que conforman un patrón. Todas cumplen algún papel regulador, destinado de una manera u otra a crear circunstancias ventajosas para el organismo que presenta el fenómeno. Las emociones se refieren a la vida de un organismo, a su cuerpo para ser precisos, y su papel es ayudar al organismo a conservarla.

2.- Pese a que aprendizaje y cultura alteran la expresión de emociones otorgándoles nuevos significados, las emociones son procesos determinados biológicamente que dependen de dispositivos encefálicos dispuestos de manera innata y establecidos durante una dilatada historia evolutiva.

3.- Los dispositivos que producen emociones utilizan un conjunto bastante restringido de regiones sub-corticales, comenzando en el ámbito del tronco del encéfalo y ascendiendo hasta el cerebro. Los dispositivos son parte de una serie de estructuras que regulan y representan estados corporales.

4.- Los dispositivos se desencadenan automáticamente, sin deliberación consciente. La abundante medida de variación individual y el hecho de que la cultura desempeñe una función en el perfilamiento de algunos inductores no niega la primordial estereotipicidad y automatismo ni el propósito regulador de las emociones.

5.- Aunque todas las emociones usan el cuerpo como teatro (medio interno, sistemas visceral, vestibular y músculo-esquelético), también afectan el modus operandi de numerosos circuitos cerebrales: la variedad de respuestas emocionales fecunda intensos cambios en el paisaje corporal tanto como en el cerebral. La colección de estos cambios constituye el substrato de los patrones neurales que finalmente se convierten en sentimientos de emoción.

En este punto se torna necesaria una aclaración respecto de las emociones de fondo, porque la etiqueta y el concepto no forman parte de las discusiones tradicionales acerca de la emoción. Cuando percibimos que una persona está “tensa” o “irritable”, “desalentada” o “entusiasta”, “abatida” o “alegre” sin que haya sido pronunciada una sola palabra que trasluzca estos posibles estados, estamos percibiendo emociones de fondo. Detectamos las emociones de fondo gracias a detalles sutiles: postura corporal, velocidad y perfil de los movimientos, cambios mínimos en el monto y rapidez del movimiento ocular, y grado de contracción de los músculos faciales.

Los inductores de emociones de fondo suelen ser internos. Aunque los procesos de regulación de la vida pueden causar emociones de fondo, también pueden hacerlo procesos continuos de conflicto mental, manifiestos o encubiertos, según conduzcan a gratificaciones sostenidas o a inhibición de pulsiones y motivaciones. Por ejemplo, pueden causar emociones de fondo: un esfuerzo físico prolongado, desde la euforia subsiguiente a un trote al abatimiento producido por una labor física arrítmica y tediosa; la reiterada maduración de un acto que te resulta difícil de ejecutar – uno de los motivos subyacentes en el enlutado príncipe Hamlet - o la anticipación de un intenso placer que te espera. En resumen, ciertas condiciones de estado interno – engendradas por procesos fisiológicos en curso, o por interacción del organismo con el entorno, o por ambas - conforman respuestas que constituyen emociones de fondo. Estas emociones nos permiten albergar, entre otras cosas, sentimientos de fondo de tensión o relajación, fatiga o energía, bienestar o malestar, anticipación o pavor.

En las emociones de fondo las respuestas constitutivas están más cerca del núcleo interno de la vida, y su blanco es más interior que exterior. Los perfiles del medio interno y visceral desempeñan el papel principal en las emociones de fondo. Ahora bien, aunque éstas no usen el repertorio diferenciado de expresiones faciales explícitas que revelan fácilmente las emociones primarias y sociales, se expresan con gran riqueza mediante cambios osteo-musculares, por ejemplo en posturas corporales sutiles y en la configuración global de los movimientos del cuerpo.

En mi experiencia, las emociones de fondo son valerosas sobrevivientes de dolencias neurológicas. Por ejemplo, pacientes con daño ventromedial frontal las conservan, así como individuos con daño en la amígdala. Curiosamente, el daño en los niveles básicos de consciencia – la consciencia nuclear - suele incidir en las emociones de fondo.

Función biológica de las emociones
Aunque la composición y dinámica precisa de las respuestas emocionales se forma en cada individuo por efecto de un entorno y desarrollo únicos, la evidencia sugiere que la mayor parte (si no todas) de las respuestas emocionales resulta de una larga historia de fina sintonización evolutiva. Las emociones son parte de los dispositivos biorreguladores con que venimos equipados para sobrevivir. Por esta razón Darwin pudo catalogar las expresiones emocionales de tantas especies y hallar coherencia en ellas, y por eso en diferentes partes del mundo – y a través de diversas culturas - las emociones son tan fáciles de reconocer. Sin duda, hay expresiones variables y variaciones en la configuración precisa de los estímulos que pueden inducir una emoción en diversas culturas o individuos. Pero, conforme sobrevuelas el planeta, la maravilla es la semejanza, no la diferencia. Por lo demás, esa semejanza torna posibles las relaciones entre culturas y permite que el arte, la música y el cine traspasen fronteras.

La función biológica de las emociones es dual. La primera función es la producción de reacciones específicas ante el incidente inductor. Por ejemplo, en el animal la reacción puede ser huir o inmovilizarse, destrozar al enemigo o involucrarse en conductas placenteras. En el humano las reacciones son esencialmente iguales, cabe esperar que atemperadas por la razón y la sabiduría. La segunda función biológica de la emoción es la regulación del estado interno del organismo, a fin de prepararlo para la reacción específica. Por ejemplo, suministrar un flujo abundante de sangre a las arterias de las piernas, de manera que los músculos reciban más oxígeno y glucosa en caso de ser necesario huir, o cambiar los ritmos y latidos cardíacos si es ventajoso quedarse quieto. En ambos casos, y en otras situaciones, la planificación es exquisita, y la ejecución, muy confiable. En suma, para cierta clase de estímulos notorios por su peligro o valor en el entorno interno o externo, la evolución ensambló una respuesta adecuada bajo forma de emoción. Esta es la razón de que, pese a las infinitas variaciones halladas en diversas culturas, y entre individuos, y a lo largo de una vida, podamos predecir con cierto éxito que determinados estímulos producirán determinadas emociones (por eso puedes decir a un colega: “Ve y dilo a tu mujer; estará feliz de oírlo”).

En otras palabras, el “propósito” biológico de las emociones es claro: las emociones no son un lujo desdeñable. Por el contrario, son curiosas adaptaciones que forman parte esencial de la maquinaria que los organismos usan para regular su supervivencia. Por antiguas que sean, constituyen un componente bastante sofisticado del mecanismo de regulación de la vida. Aunque puedas imaginar este componente emparedado entre el equipo básico de supervivencia (regulación del metabolismo, reflejos simples, motivaciones, biología de dolor y placer) y los dispositivos de la razón, ocupa un lugar importante en la jerarquía de los dispositivos de regulación vital. Desde el punto de vista de la supervivencia, las emociones producen conductas bastante razonables en especies mucho menos complejas que los humanos, y también en las personas distraídas.

En su nivel más básico, las emociones forman parte de la regulación homeostática y se mantienen para evitar la pérdida de integridad que anuncia la muerte, así como para respaldar alguna fuente de energía, un refugio o una posible relación sexual. Como resultado de mecanismos poderosos de aprendizaje – como el acondicionamiento - todos los matices emocionales ayudan finalmente a conectar los “valores” homeostáticos de regulación y supervivencia con numerosos sucesos y objetos en nuestra experiencia autobiográfica. Las emociones son inseparables de la idea de premio y castigo, placer y dolor, acercamiento o huida, ventaja o desventaja personal. Es inevitable que sean inseparables de la idea del bien y del mal. La causalidad puede ser ascendente o descendente. Por ejemplo, el dolor puede inducir emociones, y algunas emociones pueden incluir un estado de dolor.



Es posible preguntarse sobre la relevancia de discutir el papel biológico de las emociones en un texto dedicado a la consciencia. La importancia debería esclarecerse ahora. Las emociones proveen automáticamente a los organismos de conductas orientadas hacia la supervivencia. En organismos equipados para sentir emociones, es decir, para tener sentimientos, las emociones llegan a la mente al tiempo que ocurren, en el aquí y ahora. Pero en organismos equipados con consciencia, esto es, capaces de saber que tiene sentimientos, se alcanza otro grado de regulación. La consciencia permite conocer los sentimientos y así promueve internamente el impacto emocional, permitiendo que las emociones impregnen el proceso de reflexión a través de los sentimientos. Finalmente, la consciencia permite conocer cualquier objeto – no sólo el objeto “emoción” - y realza con ello la habilidad del organismo para responder con una modalidad de adaptación volcada en sus necesidades. Tanto la emoción como la consciencia cooperan en la supervivencia del organismo.

Extractado por Rodrigo Beltrán de
Sentir lo que Sucede.- Editorial Andrés Bello

Antonio Damasio
Neurólogo, U. de Iowa

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