jueves, 1 de abril de 2010

El Oro y la Inmortalidad


La «nobleza» del oro es ser el fruto llegado a la maduración, los otros metales son «vulgares» pues ellos no son maduros. En otros términos, el final último de la Naturaleza es la consumación del reino mineral, su «maduración» completa. La transmutación natural de los metales en oro está inscrita en su destino, pues la Naturaleza tiende a la perfección.

Esta increíble exaltación que provoca el oro nos incita a detenernos un instante; existe una maravillosa mitología del Homo faber. Todos estos mitos, estas leyendas y estos poemas épicos cuentan los comienzos decisivos de la conquista del mundo natural por los primeros hombres. Pero el oro no pertenece a esta mitología del Homo faber, es una creación del Homo religiosus; este metal toma valor por razones esencialmente símbólicas y religiosas: fue el primer metal que los hombres utilizaron, siendo que no se puede hacer de él ni útiles ni armas. En el curso de la historia, hubo innovaciones tecnológicas desde el empleo de la piedra a la elaboración del bronce, después el fierro y por fin, el acero, pero el oro no ha jugado ningún rol en esa evolución de la técnica. Por otra parte, es el metal más difícil de explotar: para obtener de seis a doce gramos de oro fino, es preciso acarrear a la superficie una tonelada de mineral.

La explotación de depósitos fluviales es a menudo menos complicada pero también mucho menos productiva: algunos centígramos por metro cúbico de arena. En comparación, el trabajo de explotación del petróleo es infinitamente más simple y más fácil; sin embargo, desde el tiempo de los faraones hasta nuestros días, los hombres han continuado laboriosamente su búsqueda obstinada. El valor simbólico primordial del oro no ha podido jamás ser abolido, a pesar de la desacralización progresiva de la Naturaleza y de la existencia humana.

«El oro es la inmortalidad» repiten los Brahmanas, esos textos rituales post-védicos que fueron compuestos a partir del siglo VIII A. C. En consecuencia, cuando se ha tenido éxito en obtener el elíxir que transforma los metales en oro alquímico, se ha alcanzado también la inmortalidad: la transmutación de los metales equivale a un crecimiento milagroso.

Según el famoso alquimista Arnoldo de Villanova, «existe en la Naturaleza una cierta materia pura que, descubierta y llevada a la perfección por el Arte, convierte en ella todos los cuerpos imperfectos que ella toque.» En otros términos, el Elixir (o la Piedra Filosofal) consuma el trabajo de la naturaleza y lo completa. Como lo dice el Hermano Simón de la Colonia en Speculum minus alchimiae : « Este arte nos enseña a preparar un remedio llamado Elixir, el cual, vertido sobre los metales imperfectos, los perfecciona completamente, y es por esta razón que fue inventado.»

En la obra de teatro El Alquímista de Ben Johnson, se desarrolla la misma idea. Uno de los personajes, Surly, duda en compartir la opinión alquímica según la cual el crecimiento de los metales sería comparable a la embriología animal, o sea que, igual que el polluelo que sale del cascarón, no importa que metal terminaría por transformarse en oro gracias a la lenta maduración en las entrañas de la Tierra. Porque, dice Surly, «el huevo está destinado por la Naturaleza a ese fin y es un polluelo in potentía ». Otro, Subtie, le replica: «Nosotros decimos que tanto el plomo como los otros metales serían oro si ellos hubieran tenido el tiempo para llegar a serlo, (si el hombre no los hubiera arrancado de la Tierra). Otro personaje, Mammon, agrega: «Y es eso lo que realiza nuestro Arte.»

Por otra parte, el Elixir es capaz de acelerar el ritmo temporal de todos los organismos, de ahí su crecimiento. Raimundo Lull escribía: «En primavera la Piedra, por su inmenso y maravilloso calor, aporta la vida a las plantas: si tú disuelves el equivalente de un grano de sal en una cáscara de nuez llena de agua, con la que tú riegas una cepa de viña, ella te dará uvas maduras en el mismo mes».

La alquimia china, como la alquimia árabe y la occidental, exalta también las virtudes terapéuticas universales del Elixir. Ko Hung repite a menudo que el Elixir podía «sanar» los metales ordinarios y transformarlos en oro.

Roger Bacon, sin emplear las expresiones de Piedra o de Elixir, habla en su Opus Majus de una «medicina que hace desaparecer las impurezas del cuerpo e impide tan bien la decadencia de ese cuerpo que prolonga su vida en muchos siglos.» Y Arnoldo de Villanova: «La Piedra Filosofal cura todas las enfermedades. Cura en un día una enfermedad que duraría un mes, en doce días una enfermedad de un año, una más prolongada en un mes. Ella da a los viejos la juventud.» Pareciera que el secreto principal del opus alchimicum estuviera ligado al poder del Adepto sobre el tiempo humano y el cósmico.

Se puede distinguir tres importantes ritmos temporales en la Naturaleza: el tiempo geológico, el vegetal y animal, y el tiempo humano. En otros términos, la Naturaleza es un inmenso organismo viviente, donde todo lo que la compone - minerales, piedras, plantas, animales y hombres - son el resultado de una inseminación, de una germinación, de un nacimiento. Sin embargo, los ritmos temporales son diferentes para cada forma de vida; la llegada a la maduración de los minerales se hace en algunos millares de años, mientras que las plantas crecen, fructifican y mueren en algunos meses. Para comandar al Tiempo, es necesario también controlar sus diferentes ritmos, a fin de intercambiar sus ciclos temporales.

Los primeros mineros y metalúrgicos creían poder acelerar el crecimiento de los minerales por el fuego. Los alquimistas fueron más ambiciosos: ellos pensaban «sanar» los metales ordinarios y acelerar su maduración, transmutándolos en metales más nobles y al fin en oro; pero iban aún más lejos: suponían que su elixir podía sanar y rejuvenecer a los hombres, prolongar su vida indefinidamente y hacerlos seres inmortales. En resumen, para los alquimistas, la vida era la epifanía del tiempo orgánico. Pero la intervención activa del alquimista en el ciclo natural introducía un nuevo elemento que se podría calificar de «escatológico».

El opus alquímico: la sanación, la maduración acelerada y el perfeccionamiento de las creaciones de la Naturaleza, hace aparecer una eschatologie naturelle, si se puede decir; el alquimista anticipa «el fin y la realización gloriosa» de la Naturaleza.

Se puede comparar tal pensamiento a la esperanza que tenía Teilhard de Chardin en una redención cósmica a través de Cristo, es decir, la transmutación de la materia cósmica por el sacramento de la misa.

Como lo vamos a ver, existe una simetría fundamental entre la teología optimista de Teilhard de Chardin, y más especialmente entre su esperanza de una escatología cósmica cumplida por el Cristo, y la ideología religiosa de la alquimia occidental tardía.

Se puede decir que el alquimista ha terminado la última fase de un proyecto muy antiguo que nació cuando los primeros hombres emprendieron la tarea de transformar la Naturaleza. El concepto de la transmutación alquímica es entonces la última expresión de esta creencia inmemorial de la acción humana sobre la transformación de la Naturaleza. El mito de la alquimia es uno de los raros mitos optimistas: en efecto, el opus alquimicum no se contenta solamente en transformar, perfeccionar o regenerar la naturaleza; además confiere la perfección a la existencia humana, dándole salud, juventud eterna y aun inmortalidad.

Se puede decir, en la perspectiva de la historia de las religiones, que es por la alquimia que el hombre recobra su perfección original, cuya pérdida ha inspirado tantas leyendas trágicas en el mundo entero.

Para el alquimista, el hombre es un creador: él regenera la Naturaleza y domina al Tiempo; él perfecciona la creación divina. Se puede comparar esta «escatología natural» a la teología evolucionista, redentora, cósmica de Teilhard de Chardin, de quien se admite generalmente que es uno de los raros teólogos optimistas. Es ciertamente esta concepción del hombre como un ser creador de imaginación inagotable que explica la supervivencia de los ideales alquímicos en la ideología del siglo XIX. Si hubieran estado completamente secularizados en esa época, su sobrevida habría estado comprometida ya que la alquimia como tal había desaparecido. El triunfo de las ciencias experimentales no había abolido los sueños y los ideales de la alquimia, pero la nueva ideología del siglo XIX los cristalizaba alrededor del mito del progreso infinito. Esta ideología, confirmada por las ciencias experimentales y los progresos de la industrialización ha retomado los sueños milenarios de los alquimistas y les ha vuelto a dar un impulso, a pesar de su secularización radical. El mito de la perfección y de la redención de la Naturaleza ha sobrevivido bajo otra forma en los proyectos prometeicos de sociedades industrializadas, que tienen por meta la transformación de la Naturaleza, y más especialmente su transmutación en «energía».

Es también en el siglo XIX que el hombre ha tenido éxito en suplantar al Tiempo; su deseo de acelerar el ritmo natural de los seres orgánicos y no orgánicos comenzó a realizarse, luego que los productos sintéticos de la química orgánica han demostrado la posibilidad de acelerar y a la vez de anular el tiempo, por la preparación en laboratorios e industrias de substancias que la Naturaleza habría producido en algunos millares de años. Es la «preparación sintética de la vida» aunque no sea más que bajo la forma de algunas modestas células protoplasmáticas la que ha sido, nosotros lo sabemos, el sueño supremo de la ciencia, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días.

Conquistando a la Naturaleza por las ciencias fisicoquímicas, el hombre puede llegar a ser su rival, sin ser el esclavo del tiempo, porque entonces la ciencia y la mano de obra harán su trabajo. Es con lo que él reconocía ser lo esencial de sí mismo, su inteligencia aplicada y su capacidad de trabajo, que el hombre moderno retoma sobre sí la función de la duración temporal, el rol del tiempo. Cierto, él ha sido condenado al trabajo desde el comienzo; pero en las sociedades tradicionales, el trabajo tenía una dimensión litúrgica y religiosa; mientras que ahora, en las sociedades industriales modernas, está enteramente secularizado. Por primera vez en su historia, el hombre ha asumido la tarea de «hacerlo mejor y más rápido» que la Naturaleza, sin tener a su disposición esa dimensión sagrada que volvía soportable el trabajo en otras sociedades.

Esta secularización radical del trabajo humano ha tenido consecuencias tales que se las puede comparar con las que implicaban la domesticación del fuego y el descubrimiento de la agricultura.

Pero esa es otra historia ...


Mircea Eliade


Extractado por Carmen Bustos de
Alquimia Asiática.- Editorial Paidós.
Cosmología y Alquimia Babilónica.- Editorial Paidós.

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