lunes, 14 de diciembre de 2009

LOS MASONES, JESUS Y LA NAVIDAD

Durante la Navidad[1] se produce un fenómeno muy particular en nuestro sistema solar. Desde el 21 de diciembre, en el hemisferio norte, el sol alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a alargarse, progresivamente, en detrimento de sus noches.

A este fenómeno se lo llama solsticio de invierno «sol inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador celeste[2].

Precisamente se produce el solsticio de invierno, un acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas antiguas, representaba el auténtico nacimiento del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a despertar lentamente de su letargo y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad ha venerado.

En el solsticio de invierno todos los pueblos antiguos, adoradores del sol, celebraban el nacimiento del astro rey mediante grandes festejos caracterizados por la alegría general y el protagonismo de las hogueras, alrededor de las cuales se concentraban los lugareños con el fin de manifestar su alborozo y esperanza mediante ceremonias colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida de ciertas plantas mágicas como el muérdago. Los pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores al 24 y 25 de diciembre, así como en los seis posteriores que llevaban hasta el Año Nuevo, festejaban el retorno del Nuevo Sol y las fuerzas vegetativas de la Naturaleza. Las grandes hogueras, al margen de simbolizar el gran acontecimiento, tenían la función de excitar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido que encaraba su curso hacia la primavera inundando la tierra con su poder regenerador[3].

EL AVANCE DE LA IGLESIA CATOLICA

Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica por todo el continente europeo, los papas no siempre pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo tuvieron que obrar con astucia fingiendo tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban y transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la dejó el papa Gregorio I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas de los anglosajones, aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que sigue:

«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo, sino únicamente los ídolos que hay en los mismos; después de asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos están bien construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, de manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda a los lugares habituales según su vieja costumbre...»

En los pueblos germánicos y galos -pero especialmente entre los primeros, ya que fueron menos romanizados y su cristianización fue más tardía, lenta, dificultosa e incompleta-, estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las fuerzas ocultas de la Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media; en sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del siglo X, y tomando expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de paganismo la celebración de la Navidad actual hasta el punto de que los mitos solares ancestrales (conservados en su estructura interna aunque desvirtuados en su forma externa y en su significado) siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos navideños que se celebran en el mundo de hoy.

Desde hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la época de Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico por excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la supervivencia del hombre pagano[4], del renacimiento anual de la principal divinidad salvadora.

No es ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas -como Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dionisos/Baco, etc fuese situado durante el solsticio de invierno. Y es menos casual aún que el natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la que hasta finales del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus en el Imperio Romano.

LA NAVIDAD Y LOS DIOSES SOLARES

Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales solsticiales agrarios no desaparecieron sino que se adaptaron a las nuevas circunstancias y necesidades, por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el ámbito campesino y se convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como prosperidad y riqueza para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre todo en invierno, pues la actividad humana sufría en estos meses una bajada en su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía a navegar y las faenas agrícolas eran entonces menos intensas. El invierno es en consecuencia un periodo muy propicio para que las relaciones que se entablan con el mundo sobrenatural sean más estrechas, más íntimas»[5].

Entre las fiestas de los antiguos griegos y romanos que fueron precedentes de la Navidad cristiana debe destacarse, por su importancia social y trascendencia mítica y simbólica, las dedicadas a Dionisos y Saturno.

Dionisos, originado en la fusión de mitos egipcios y helenos, fue un dios del vino, de la vegetación y de la fecundidad, pero también de la muerte, ya que los difuntos y las potencias subterráneas -«infernales», de inferus, inferior, puesto que se creía que el mundo de los muertos estaba por debajo de la tierra- eran tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba multitudes e inspiraba ideales de rebeldía que se enfrentaban con el orden establecido, tanto el político (oponiéndose a la clase aristocrática dominante) como el divino (amenazando la supremacía de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el siglo IV a.C., en el calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba el 24 de diciembre y tenía 31 días.

En la antigua Atenas -y en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes-, el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades: las Dionisíacas de los campos, las Leneas, las Antesterias y las Grandes Dionisíacas. Las dos primeras se celebraban alrededor del solsticio invernal, con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y en medio de festejos caracterizados por la gran alegría general; las dos últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la resurrección de la naturaleza. Las Antesterias, en particular, celebraban el vino nuevo, de la última cosecha, conmemoraban la llegada de Dionisos a Atenas y su hierogamia y, en su tercera jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a los difuntos. El ciclo dionisíaco, como vemos, es el mismo que muchos siglos después adoptará el cristianismo al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la Pascua de Resurrección en primavera.

El Saturno romano -equivalente al griego Cronos- fue una antigua divinidad agrícola cuyo nombre está relacionado con satur (saciado, harto) y sator (sembrador, creador), siendo sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y plantador de vides (vitisator), un arte que enseñó a los hombres cuando, perseguido por su hijo Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia; bajo el apelativo de Stercutius presidía el abono de los campos.

Los festejos romanos en honor de Saturno, las Saturnalia, fueron en su origen fiestas campestres -sementivae feriae, consualia larentalia, paganalia-, pero adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras la derrota del ejército romano por el cartaginés Aníbal cerca del lago Trasimeno, preludio del desastre de la batalla Cannas (216 a.C.) que puso fin a la segunda guerra púnica y contribuyó a despertar el espíritu religioso de los romanos.

La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía lugar entre el 17 y el 23 del mes de diciembre. Después de la ceremonia religiosa había grandes festejos y banquetes, se abolía temporalmente las clases sociales y, en los ágapes, los señores servían a sus esclavos -que podían burlarse impunemente de los amos-, cesaba toda actividad pública -en tribunales, escuelas, comercios, operaciones militares, etc.- y no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el de la cocina, se imponía el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a sus mesas bien surtidas a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban juegos de azar..., en fin, los antiguos romanos hacían ya más o menos lo mismo que aún se hace actualmente para celebrar la Navidad cristiana.

Si nos remontamos mucho más atrás en la Historia, hasta la época en la que los hombres primitivos -que practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera solar como deidad- comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas antropomorfas, observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a identificar a su dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón, con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.

Caldeos, egipcios, cananeos, persas, sirios, fenicios, griegos, romanos, hindúes y la práctica totalidad de los pueblos con culturas desarrolladas, entre los cabe incluir los imperios, han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de la «Reina de los Cielos» y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.

En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven que cada año muere y resucita, encarnando en sí los ciclos de la vida en la Naturaleza. En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el mundo civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol en un dios hijo joven presenta ejemplos tan conocidos como los de Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna... o el propio Jesús-Cristo[6]

En el Egipto Antiguo[7] se creía que Isis, la virgen Reina de los Cielos, quedaba embarazada en el mes de marzo y daba a luz a su hijo Horus a finales de diciembre. El dios Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del mundo», el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta -sin amores- al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era el Christos y simbolizaba el Sol.

Durante el solsticio de invierno, la imagen de Horus, en forma de niño recién nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un recién nacido (a menudo recostado en un pesebre) con cabello dorado, que tenía un dedo en la boca y el disco solar sobre su cabeza. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis. El dios Osiris, dios de la vegetación y de los muertos, padre de Horus, también había nacido de una virgen en el solsticio hiemal.

Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad de tipo solar -tal como lo atestigua, entre otros, su cabeza de león- que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el persa, era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.

Muchos siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular, ya había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, siendo adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido, acabó siendo muerto, resucitó al tercer día...

Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como un Salvador o Libertador venido para remediar la tribulación de los humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).

Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado -y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho Isis con los trozos del cadáver de Osiris- para renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le había estado reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna -muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha- o como Jesús-Cristo -muerto en la cruz de madera y lanceado-, fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida.

Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la Naturaleza con sus ciclos estacionales anuales. Todos ellos habían nacido, según el mito, durante el solsticio de invierno, fecha en la iglesia llamada Católica sitúa el advenimiento de Jesús.

EL ADVENIMIENTO DEL “HIJO DE DIOS” UN 25 DE DICIEMBRE

En el siglo II de nuestra era, los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección y su misterio, ya que consideraban irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían absolutamente cuando pudo haber acontecido.

Durante el siglo siguiente, al comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 de mayo y algunas otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215) no quiso quedar al margen de la polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero el papa Fabian (236-250) decidió cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del nazareno.

A pesar de la disparidad de fechas apuntadas, todos coincidieron en pensar que el solsticio de invierno era la fecha menos probable si se atendía a lo dicho por Lucas en su evangelio: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz...» (Lc 2,8-14)[8]

Si los pastores dormían al raso cuidando de sus rebaños, para que el relato de Lucas fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de primavera -de ahí las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral e inicio de esta estación-, ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, imaginando el excesivo frío y las todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier posibilidad de pernoctar al raso con el ganado.

Forzando la escena relatada por Lucas hasta el límite de la sutileza, otras Iglesias cristianas ajenas a la católica -como la Iglesia armenia- fijaron la conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya que, según su deducción, aunque no es posible situar el relato de Lucas en la estación más fría y lluviosa del año en las tierras de Judea, sí puede ser creíble situando el nacimiento de Jesús un poco más tarde, en enero y en el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es muy probable la existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía haga frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero. Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X aún defendía esta fecha como la única verdadera.

Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro argumento todavía más peculiar para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo al vuelo la afirmación de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años» (Lc 3,23), dedujeron, de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús murió cuando tenía «exactamente» treinta años, contados estos desde el día de su concepción, y, dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de abril (¡¿?!), sólo tuvieron que añadir los nueve meses exactos de gestación para llegar hasta el tan celebrado 6 de enero.

Dejando al margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que la fecha del 6 u 8 de enero -la primera que la cristiandad celebró- tenía mucho sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba con toda pompa el festival de Core «la Doncella» -identificada con la diosa Isis- y el nacimiento de su nuevo Aion, que era una personificación sincrética de Osiris.

San Epifanio, refiriéndose al festival de Core, escribió en Penarion 51: «la víspera de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo las imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta y se sacaba una imagen de madera, que tenía el signo de una cruz y una estrella de oro marcada en las manos, rodillas y cabeza. Se llevaba en procesión, y luego se devolvía a la cripta; se decía que esto se hacía porque la Doncella había alumbrado al Aion.»

Entrado ya el siglo IV, cuando ya se había concluido lo substancial del proceso de trasvase de mitos desde los dioses solares jóvenes precristianos hacia la figura de Jesús-Cristo[9], se decidió fijar una fecha concreta -y acorde a su nueva concepción mítica- para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se le había adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a su máximo competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue hacerle nacer el mismo día en que se celebraba el advenimiento de ese joven dios.

A más abundamiento, cabe recordar que la figura de Jesús no fue oficialmente declarada como consubstancial con Dios hasta el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el concilio de Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes que acatasen el entonces muy discutido y discutible dogma de que el Padre y el Hijo compartían la misma substancia divina

De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el pontificado de Liberio (352-366), se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que los romanos celebraban el Natalis Solis Invicti, el nacimiento del Sol Invencible -un culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían podido vencer o proscribir hasta entonces- y, claro está, la misma fecha en la que todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada del solsticio de invierno.

Según algunos autores, en la elección del 25 de diciembre -hecho que sitúan en el año 345, bajo el papa Julio I- tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo (del que sabemos que defendió esta fecha, frente a la del 6 de enero, en, al menos, escritos del año 375) y Gregorio Nacianceno -uno de los tres padres capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria clásica a finales del siglo IV-, pero lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en la datación del natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores del 25 de diciembre a posteriori.

En cualquier caso, San Agustín (354-430) sí debía tener muy claro el verdadero origen de la Navidad católica, sobrepuesta al Natalis Solis Invicti, cuando exhortó a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al Sol, sino al Creador del Sol».

Con la instauración de la Navidad también se recuperó en occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus feligreses hasta el siglo XII.

A pesar de haberse fijado ya como inmutable la fecha del 25 de diciembre -o quizá por esa misma razón-, las especulaciones en torno al natalicio de Jesús prosiguieron durante muchos siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a averiguar la verdad, le encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus (Dionisio el Pequeño) que, tras un curioso proceso de razonamiento concluyó que el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación de Roma, y que la Encarnación misma había tenido lugar el 25 de marzo y el nacimiento el 25 de diciembre, eso es después de una gestación matemáticamente exacta de nueve meses.

La peculiar datación de Dionisio el Pequeño también dejó en herencia otra fecha famosa, la de los 33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero hoy ya está bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando fue ejecutado

En el siglo XVI, un erudito como José Scaligero aún se ocupó del asunto y afirmó que Jesús había nacido a finales de septiembre o principios de octubre. Más prudente, el gran sabio y teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar todo lo escrito al respecto, concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto, callemos también nosotros»[10]. La fecha del 25 de diciembre, fijada a finales del siglo IV, ya era inamovible para el orbe católico (aunque no fuese aceptada por las Iglesias cristianas orientales que siguen celebrando el natalicio de Jesús en el 6 de enero).

LOS MASONES Y LA NAVIDAD

Los hijos de la Luz, como se conoce a los masones también festejan su navidad, pero ha diferencia de otros cultos, se festeja al Culto de la Naturaleza, celebradas en cuatro ocasiones: los dos equinoccios y en las dos etapas del solsticio, de verano e invierno, de acuerdo al hemisferio en que uno se encuentra.

Aunque el verano sea considerado generalmente como una estación alegre y el invierno como una triste, por el hecho de que el primero representa en cierto modo el triunfo de la luz y el segundo el de la oscuridad, los dos solsticios correspondientes tienen, sin embargo, un carácter exactamente contrario. Por paradójico que parezca, es muy fácil comprenderlo si se posee algún conocimiento sobre los datos tradicionales acerca del curso del ciclo anual. En efecto, lo que ha alcanzado su máximo no puede ya sino decrecer, y lo que ha llegado a su mínimo no puede sino comenzar a crecer[11]. Así, el solsticio de verano marca el comienzo de la mitad descendente del año, y el solsticio de invierno, el de su mitad ascendente. Desde el punto de vista de su significación cósmica, se comprenden mejor estas palabras de san Juan Bautista, cuyo nacimiento coincide con el solsticio estival (verano): “El (Jesús, nacido en el solsticio de invierno) conviene que crezca, y yo que disminuya”[12]. En realidad, el periodo “alegre”, es decir, benéfico y favorable, es la mitad ascendente del ciclo anual, y su periodo “triste”, es decir, maléfico o desfavorable, es su mitad descendente.

El solsticio de invierno, marca un momento en que el tiempo se detiene; el presente se manifiesta en un instante de eternidad. Es un tiempo de silencio, recogimiento interior y meditación. La semilla se pudre en el interior de la tierra esperando pacientemente a que llegue el tiempo apropiado para crecer y manifestarse.

Conocemos la experiencia de la cámara de reflexiones, de este duro camino interior hacia nuestro propio infierno, aislándonos hacia adentro, penetrando el centro mismo de las cosas para entender cual es la esencia de las cosas y cual su apariencia, así en lo más profundo de nuestra ser, en la noche más larga de nuestro viaje celeste, sólo nos queda una antorcha: nuestra razón resplandeciente, que apenas ilumina algunos restos óseos, que figuran otra realidad, la verdad brutal, privada del velo de las ilusiones, en el fondo del V.:I.:T.:R.:I.:O.:L.: alquímico “Visita Interiora Térrea Rectificando Invenies Occultum lapidem”.

Entonces en la noche más larga descubrimos la piedra filosofal, nuestra piedra cúbica francmasónica, sustento de las certezas que requiere el espíritu, roca firme, angular y cristalización salina de nuestro YO y de la construcción intelectual y moral que constituye la gran obra. Bástenos recordar de nuevo los misterios de Eleúsis y Ceres, en donde el recipiendario, el iniciado, era símbolo de la semilla en la tierra, que sufriendo la putrefacción da origen al nacimiento de la flor de oro y a su proceso de individuación nacido desde sus propios sueños arquetípicos.

QQ.:HH.: ya preparados para los cantos del gallo, que anuncian el fin de la noche y el triunfo de la luz sobre las tinieblas, se da cumplimiento al proceso, a la etapa ascendente de nuestro propio invierno interior.

Esto celebramos en nuestras fiestas solsticiales a pesar de que de la oscuridad nacemos una y otra vez en la circularidad interminable de los días, los múltiples nacimientos y muertes que hemos de tener en nuestras vidas, sin más armisticio que el eterno retorno al uno todo.

Las fiestas solsticiales son el momento simbólico en que los masones nos recogemos hacia el interior de nuestro microcosmo y advertimos nuevas verdades morales y nuevas realidades espirituales, que nos permiten continuar con la gran obra. Así también se produce en el macrocosmo el áureo proceso de los movimientos celestes de las esferas y de la armonía con que se regenera el universo, armonía que esta en consonancia con nuestros propios acordes interiores, que resuenan en nuestro YO con la mística melodía de las esferas.

A medianoche en punto, en lo más profundo de la oscuridad del solsticio invernal, Hiram muere, el Templo es destruido; pero esto no es sino el anuncio del nacimiento del Maestro y la renovación de los trabajos del Templo.

[1] Del latín nativitas, significa: Día en que se celebra, Diccionario de la Real Academia Española, p. 1430

[2] Es un círculo máximo perpendicular al eje del mundo. Es la proyección, sobre la esfera celeste, del Ecuador terrestre. Ver: www.zonagratuita.com/ZonaEsoterica/astrologia/nociones2.htmler

[3] Pepe Rodríguez, Mitos y Ritos de la Navidad. pp. 9-21

[4] pagus significa aldea y paganus aldeano o rústico

[5] Blázquez, J.M., Historia de las religiones antiguas. Oriente, Grecia y Roma, p. 311

[6] A propósito de la continuidad mítica de la figura de Jesús-Cristo en relación a los modelos anteriores de dioses solares jóvenes, puede consultarse el estudio publicado en Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: Ediciones B., pp. 113-151.

[7] Plutarco, Isis y Osiris, pp 65-98

[8] Biblia de Jerusalén, año 1994, p. 77

[9] Pepe Rodríguez, Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. pp. 137-151

[10] Bynaei, De Natali J.C., libro I, capítulo IV, pp. 403-414.

[11] Esta idea se encuentra expresada varias veces y en formas diversas en el Tao-te King. En la tradición extremo –oriental, atañe a las vicisitudes del yin y el yang.

[12] San Juan 3-30.

Gracias al Q.:H.: Christian G.S.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

La filosofía sutil Paracelso

Introducción de E. d’Hooghvorst

Aureolus Philippus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, alias Paracelso; este nombre algo rimbombante corresponde, sin duda, a la medida de aquel personaje único y genial que surgió en la Alemania renacentista de principios del siglo XVI. Médico y cirujano, alquymista, astrólogo, mago, exégeta y teólogo, Paracelso nació en Einsiedeln, en el cantón de Zúrich en el año 1493, según otros en 1494. Su padre, que era médico, proporcionó a su hijo una esmerada educación y le enseñó los primeros rudimentos de medicina y cirugía.



Paracelso fue un viajero infatigable. Recorrió toda Europa con vistas a instruirse y frecuentó numerosas universidades. Sus biógrafos han tenido dificultades para seguirle en todas sus peregrinaciones, que le condujeron hasta la isla de Rodas en el Mediterráneo oriental.

En el año 1506 acudió por primera vez a la universidad de Basilea como estudiante. También se benefició de las enseñanzas del famoso abad Tritemo en la abadía de Spanheim. Por otra parte, habría mucho que decir y que investigar sobre este misterioso y erudito abad (1462-1519), cabalista, alquymista e historiador, que podría estar en el origen del renacimiento de la alquymia en la Alemania del siglo XVI.

Pero Paracelso no se contentó con estudiar los libros y con estar en contacto con los grandes doctores de su tiempo. Tras haberse separado del abad Tritemo, se trasladó al Tirol donde adquirió un gran conocimiento de los metales, mientras permaneció en las minas de su amigo Sigismond Fugger, a cuyos obreros se dedicó a curar. Tras una larga ausencia, regresó a Alemania con una gran fama de médico y físico. Entre otras cosas debemos a Paracelso un tratamiento de la sífilis mediante el mercurio.

En 1527 se encontraba en Basilea, donde ejerció a la vez las funciones de médico de la ciudad y catedrático en la universidad. Como médico, llevó a cabo gran número de curaciones y rápidamente se hizo célebre. Sin embargo, estaba escrito que aquel personaje no debía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar y en paz. Su temperamento violento, su originalidad, su manera de hacer tambalear sin miramiento las ideas recibidas, no complacían a todo el mundo. Su enseñanza médica, opuesta a la moda del momento, le granjeó numerosos enemigos entre los demás médicos, celosos por otro lado del éxito de sus curaciones. Incluso perdió un pleito que interpuso contra un burgués de la ciudad, a quien había curado y que se negaba a pagarle sus honorarios. Finalmente tuvo que huir de la ciudad con toda celeridad, cual fugitivo, y recobró su vida itinerante.

Por último, el duque Ernesto de Baviera, administrador del obispado de Salzburgo, lo tomó bajo su protección y fue en esa ciudad donde se refugió. Allí murió, quizá asesinado, en el año 1541. Este perpetuo vagabundo no dejó prácticamente nada, apenas lo que un viajero puede llevar en su equipaje: algunos libros, entre ellos las obras de san Jerónimo [...]. Todavía hoy su monumento funerario puede visitarse en la iglesia de San Sebastián de Salzburgo. (1)

Paracelso fue contemporáneo de Lutero. Efectivamente, fue en el año 1517 cuando este último anunció públicamente sus famosas 95 tesis sobre la virtud de las indulgencias, en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg. Pero nuestro Teofrasto no parece haberse interesado mucho por las polémicas suscitadas por el protestantismo naciente; no daba la razón a ninguna de las dos partes, oponía entre sí a sus adversarios: «pésimos rebaños de sectarios [...]», escribía respecto a ambos.

Sin ninguna duda Paracelso fue un hombre del Renacimiento, y formó parte de aquel maravilloso movimiento de corazón y de espíritu que desde el siglo XIV vivificaba las mejores mentes europeas. Pero, ¡ay!, ¿cómo pudo ocurrir que aquella savia tan vigorosa y prometedora se agotara tan rápidamente por el racionalismo que todavía reseca hoy en día el espíritu de la raza blanca?

Quizá por esta razón nuestro Teofrasto ha sido tan poco estudiado y comentado en los siglos posteriores. Un florecimiento de los estudios paracelsianos se está perfilando actualmente en Alemania. Pero para el estudioso franco e hispanohablante, la imagen de este genio desconocido es la de un bello portal tras el cual ya no se encuentra nada. Efectivamente, para acercarse a su pensamiento se necesitaría buscar las antiguas ediciones latinas del siglo XVII, naturalmente imposibles de encontrar fuera de las grandes bibliotecas.

Ello no impide que Paracelso haya sido uno de los grandes maestros del hermetismo cristiano cuya fama se extendió en el siglo XVI por toda Europa. Pese a ello, no es un autor fácil, si bien inagotable. Su temperamento violento se expresa con un estilo muy metafórico, en ocasiones agresivo, a veces rozando incluso la grosería, lo que le suscitó numerosos enemigos. Su estilo, completamente original, no tiene nada que envidiar al de los hermetistas tradicionales, en ocasiones un poco impersonal. Paracelso es único en su género. Para expresar ciertas realidades incluso llegó a inventarse palabras nuevas cuyo contenido resulta a menudo difícil precisar. No obstante, bajo esas extravagancias encontramos fácilmente el pensamiento de los antiguos maestros, su enseñanza y su arte.

Hasta el momento no se ha hecho ninguna traducción relevante de sus obras al francés ni al castellano (2). A principios del siglo XX, el ocultista Grillot de Givry concibió el proyecto de este enorme trabajo. Así fue como las ediciones Chacornac publicaron en 1913 y 1914 los dos primeros volúmenes de sus obras médico-químicas, realizados a partir de una confrontación de las versiones alemanas y latinas. Pero dicho trabajo ambicioso, que hubiera sido tan útil, resultó interrumpido por la muerte del autor del Musée des sorciers.

La edición princeps en traducción latina, realizada por su discípulo Gérard Doorn, fue publicada en Basilea en 1577 bajo el título: AuroraThesaurusque Philosophorum Theophrasti Paracelsi [...].

Creemos ser útiles a los inquisidores de ciencia publicando aquí algunos extractos, inéditos en castellano, de este gran hermetista. Dichos textos han sido traducidos de la gran edición latina de Bitiskius, Operaomnia, ed. De Tournes, Ginebra, 1658, en 3 tomos.

En el segundo tomo de dicha edición encontramos una obra de Paracelso particularmente atractiva y de fácil acceso: La Filosofía Sutil o PhilosophiaSagax, en dos capítulos. El texto aparece impreso en dos columnas por página, y ocupa de la página 522 a la 644 de esta gran edición. El segundo capítulo del tomo II del que proceden los extractos que presentamos, lleva el siguiente título: Cómo ha de entenderse que el hombre está compuesto de un cuerpo mortal y de un cuerpo inmortal

Hemos distribuido estos textos en tres subtítulos a fin de facilitar su lectura:

1. El cuerpo de la resurrección: los hijos de María y el santo bautismo. Se trata de un comentario del tercer capítulo del Evangelio de Juan. El misterio de la Inmaculada Concepción de María.

2. La perla de la escritura: las dos enseñanzas.

3. ¿Quiénes son aquellos? Los adeptos y los famosos Rosa+Cruces con quienes Paracelso parece haberse encontrado.



La filosofía sutil
de
Paracelso

1. El cuerpo de la resurrección

[...] ¿En qué podría serle útil una perla a un puerco? El hombre que no se conoce es un cerdo. Por esta razón, Cristo dijo: «No arrojéis las perlas a los puercos, no sea que las pisoteen». (Mateo 7, 6) como si dijera: Vosotros, apóstoles, no prediquéis mi Evangelio a estos hombres que viven como puercos, pues lo pisotean.

Quería evitar que el hombre se convirtiera en cerdo. Efectivamente, nadie nace cerdo, es también lo que afirma Cristo: «Los niños son míos, dejad que vengan a mí». (Lucas 18, 6) Y en otro lugar afirma lo siguiente: «Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar». (Mateo 18, 6)

Es pues evidente que los hombres pueden convertirse en cerdos, y así convertidos no pueden recibir nada de él, puesto que han sido objeto de su maldición, cuando dijo: «No sea que se conviertan y sean salvados». (Marcos 4, 11 y 12) Así es el odio ardiente de Dios hacia quienes, despojándose de lo humano, se vuelven cerdos o lo que se les asemeja: zorros, víboras, dragones y basiliscos.

Para que el hombre se conozca con más exactitud, es pues preciso explicar más ampliamente lo que es.

Efectivamente, el espíritu que Dios ha unido con la carne, lo ha creado en alma una. Para su protección, le da calor y lo mantiene de distintas maneras, haciendo mucho por él, a fin de que el hombre, cuya vida es breve, pueda, en esta brevedad, regresar a Aquél del que procede, por supuesto en el día de la resurrección. Además, después de la muerte, el hombre ha de permanecer en la carne y la sangre y resucitar en el último día para entrar en el reino de Dios en tanto que hombre, con la carne y la sangre, y no en espíritu.

[...] Sin embargo [...] la carne y la sangre recibidas de Adán no entrarán en el reino de Dios. «Nada sube al cielo que no haya descendido del cielo». (Juan 3, 13) La carne adánica es terrestre: por tanto no entra en el cielo, sino que se convierte de nuevo en tierra, ya que es mortal y está sometida a la muerte. Nada de lo que es mortal alcanza el cielo. Por eso, tampoco la carne terrestre puede penetrar en el cielo, puesto que no es de ninguna utilidad y no conduce a nada. Lo que no sirve para nada no entra pues en el cielo, puesto que está lleno de horror, de crimen y de lujuria. No hay fuego que pueda purgarlo de sus heces y capacitarlo para asir el cielo. No da acceso al fuego ni a la glorificación, sino que ha de ser completamente separado del hombre, es decir del alma, lo que se consigue con la muerte que separa al hombre de la carne. La carne nacida de la semilla de Adán es totalmente mortal e inútil.

Pero el hombre sin ser carne y sangre, no puede entrar en el cielo como un hombre. Efectivamente, gracias a la carne y a la sangre, el hombre difiere de los ángeles, de lo contrario serían de la misma esencia.

En este sentido, el hombre posee más que los ángeles por estar provisto de carne y sangre: para él, el hijo de Dios nació, murió y fue clavado en la cruz, a fin de rescatarlo y capacitarlo para el reino celeste.

Cristo no ha sufrido ninguna de estas cosas por los ángeles que fueron rechazados del cielo, sino únicamente por los hombres. ¡Cuánto más ha amado Dios al hombre que a los mismos ángeles!

Como que Dios ha perseguido al hombre con tanto amor, y que la carne mortal lo ha, no obstante, excluido del reino de los cielos, por este motivo, Dios le ha dado otra carne y otra sangre, a fin de que en un mismo cuerpo sea carne y sangre. Esta carne está constituida por el Hijo, y es la criatura del Hijo la que penetra en el cielo, no la del padre en relación a la carne y la sangre. La carne mortal, como Adán y sus descendientes, viene del padre y regresa allí de donde ha sido sacada. Si Adán no hubiera pecado, su carne habría permanecido inmortal en el paraíso. Pero ahora, por su pecado, ha sido expuesta a la muerte. Por piedad ante esta condición, Cristo ha dado al hombre un cuerpo nuevo. La carne de Adán no le era de ninguna utilidad, puesto que era mortal. Es el espíritu el que vivifica, es decir que la carne viva procede del espíritu. En él no hay muerte, sino vida. Esta carne es pues la que el hombre necesita para ser un hombre nuevo; con esta carne y esta sangre, resucitará el último día y poseerá el reino de los cielos en unidad con Cristo.

Si la carne mortal ha de ser abandonada y sólo la carne vivificante (3) resucitará y entrará en el reino de los cielos, tenemos mucho que decir sobre esta nueva criatura o creación. Si debemos conocer completamente lo que somos, también debemos explicar la nueva generación, a fin de que sea completa y seriamente explorada la cuestión de saber quién es el hombre en todas las cosas, de qué proviene y qué es. Todo esto será claramente expuesto, a fin de que se comprenda bien quién es el hombre, qué es y qué puede llegar a ser.

Lo hemos dicho en el párrafo anterior: hay un espíritu de donde proviene y nace la carne viva. Hemos de explicar pues claramente esta carne y el cómo de su nacimiento, pues tenemos una carne y una sangre espirituales que proceden del espíritu que vivifica.

La carne de Adán no sirve para nada. (4) Es así desde el principio: el nuevo alumbramiento nace de la virgen y no de la mujer. Por consiguiente, esta virgen de quien ha salido la nueva generación, ha sido hija de Abraham según la promesa, y no de Adán, es decir, que ha nacido de Abraham sin semilla viril, en la virtud de la promesa, sin ninguna naturaleza mortal. (5)

Cristo nació de esta virgen que no es de Adán ni de su semilla, nació sólo de la carne de la virgen, y fue concebido por el Espíritu Santo encarnado por la carne santa, no según el orden de la carne mortal, sino según la nueva generación procedente del Espíritu Santo.

La carne de Adán ha de ser considerada como el vino contenido en un frasco: se retira de él, pues no nace del frasco. En este sentido, es cierto que lo que se encarna por el espíritu es del cielo y regresa al cielo. Lo que no se encarna por el espíritu no llega al cielo. Sólo Cristo nació de una virgen y fue hecho hombre sin la semilla viril de Adán; encarnado en la virgen fue hecho hombre por el Espíritu Santo. Asimismo, nosotros, hombres que aspiramos al reino de los cielos, debemos despojarnos de la carne mortal y de la sangre, debemos nacer por segunda vez de la virgen y de la fe; ciertamente, debemos ser encarnados por el Espíritu Santo. Así es como podremos entrar en el reino de los cielos.

El hombre debe pues ser carne y sangre para la eternidad. Por este motivo, la carne es doble: la adánica que no sirve para nada, y el Espíritu del Santo que hace la carne viva: efectivamente, éste se encarna de arriba y dicha encarnación es la causa de su retorno al cielo a través nuestro.

El bautismo ocupa, pues, el lugar de la virgen, por él encarnamos al Espíritu Santo, me refiero a aquel Espíritu Santo que apareció sobre Cristo cuando Juan Bautista lo bautizaba. Éste estará también presente para nosotros y nos encarnará en la generación en la que ya no existe la muerte, sino la vida. Si no nacemos en esta generación, seremos hijos, no de la vida, sino de la muerte.

Así pues, en esta carne recibida del espíritu, y no en la carne mortal, contemplaremos a Cristo, nuestro redentor. (6) Resucitaremos en la carne viva y penetraremos en el reino de Dios. Quien no ha sido bautizado, quien no ha sido encarnado por el Espíritu Santo, está expuesto a la condena. Por tanto, debemos ser bautizados, porque sin bautismo no tendremos la carne y la sangre eternas. Incluso un hijo de Dios, si creciera y alcanzara la edad justa y el espíritu que conviene a su edad, no poseería este cuerpo sin el bautismo.

El bautismo es pues la primera cosa necesaria, por lo que Cristo mismo dijo: «El que no naciera otra vez [...]» (Juan 3, 3). Esta sentencia nos recomienda imitar a Cristo; todo está incluido en estas palabras dichas por

Cristo, sobre el bautismo y lo demás. Es la conclusión de todas las enseñanzas sobre el bautismo.

Todo cristiano ha de empezar, pues, por el bautismo del que nace la carne cristiana, y esto a causa de la encarnación llevada a cabo en el bautismo por el Espíritu Santo que confiere el cuerpo de la resurrección. La fe repugna a los que no son de sangre cristiana; éstos deben, ante todo, ser conducidos a la fe y convertirse. Una vez que la fe ha sido concebida, deben seguidamente ser bautizados, pero no en esta fe que todavía permanece en exilio. (7)

Como ya se ha entendido, el hombre debe nacer por segunda vez de la virgen, por el agua y el espíritu, y no de la mujer. Efectivamente, el espíritu vivifica esta carne en la cual no hay muerte, ni siquiera posibilidad de muerte. En cuanto a esta carne en la que está la muerte, no es de ninguna utilidad, no confiere nada al hombre para la salvación eterna. Por este motivo, el hombre vuelve a nacer y recibe otra carne del espíritu que es eterno, y dicha carne circulará en el reino de Dios como lo hace sobre la tierra la carne mortal; la virtud de esta misma carne lo hará también distinto y más excelente que la progenie de Adán. De los hombres de esta especie nacen los astrónomos celestes con capacidad de hablar y discurrir sobre Dios.

El cuerpo mortal no sabe nada, sólo el cuerpo eterno sabe. Tiene el conocimiento de Dios, su señor; es teólogo, profeta, apóstol. En este cuerpo se encuentran los mártires, en él están los santos de Dios: vale decir que están en la nueva generación y no en la antigua. La nueva generación vivifica, en la antigua todos mueren [...].

2. La perla de la escritura

A fin de instruirte mejor, has de saber que la Escritura que nos transmite la sapiencia celeste no puede en modo alguno ser alcanzada por la razón natural; hay que comprenderla en espíritu, y ciertamente no en el espíritu en sí mismo, sino en el que se habría encarnado en la carne y la sangre. En otros términos, el cuerpo natural posee en sí la sapiencia natural, como el cuerpo espiritual posee en sí la sapiencia espiritual; es decir, que el cuerpo celeste posee en sí la sapiencia celeste.

Por eso, estas Escrituras no han de ser explicadas por la sapiencia natural ni por la inteligencia natural. Cada uno atribuye a su cuerpo particular su sapiencia y se aplica a ella de una manera fidedigna, sin que nadie sea animado por un espíritu de vértigo. Sin embargo, es cierto que la naturaleza no está sometida a la Escritura en sí, sino que ha nacido junto con la Escritura de la sapiencia celeste. No obstante no puede probarse que baste (para interpretarla) ni que uno pueda prescindir de la perla. Efectivamente, el cuerpo natural no tiene ningún derecho sobre la Escritura del Señor.

Sólo el cuerpo que ha vuelto a nacer por el Espíritu Santo es la perla dispuesta hacia el oro, como lo está el carbón respecto al sol. Observemos el siguiente ejemplo sacado de la Escritura: «Daréis de comer al que tiene hambre y haréis vestidos para quien está desnudo». (Mateo 25, 35 y 36)

La naturaleza nos recomienda también lo mismo: que pidamos a los demás que actúen con nosotros como nosotros actuamos con ellos. Dicha interpretación, no obstante, no es la perla del Evangelio. Pero si actuamos así con los que están privados de Dios, es como si lo hiciéramos no con los pobres, sino con Cristo nuestro redentor, a quien la naturaleza no conoce en su sabiduría. Por eso, el que da de comer y de vestir a Cristo, a su vez, le alimenta cien veces más, y ciertamente no sobre esta tierra, sino en su reino que la naturaleza no conoce. Y aunque la luz de la naturaleza no rechaza al Evangelio, sino que lo reconoce, puede decirse con toda verdad lo siguiente: No hay nada aquí que se parezca a la perla, y de este modo no puede encontrarse la perla.

Tanto más cuanto que la Escritura no se ocupa de las operaciones naturales, de modo que (la interpretación natural) se ve en ocasiones forzada a guardar un silencio total, por ejemplo, acerca de la natividad que se hace por una virgen, la generación nueva, etc. y de todas las cosas de las que la naturaleza no extrae ningún conocimiento a partir de su luz propia. Si señalo esto es para que el hombre aprenda esta diferencia: cuán distante está una sabiduría de la otra, y aunque cada una consiste en parte en su propio cuerpo, en su interpretación ninguna de ellas descubre la sabiduría de la otra. Hay pues en el hombre dos ciencias o sabidurías, a saber, la natural y la celeste.

3. ¿Quiénes son aquellos?

[...] Comemos [...] un solo maná, es el mejor y más deseable de los alimentos para quien lo encuentra. Por eso el cuerpo regenerado es alimentado y abrevado con una piedra que se funde en agua para cada uno, según la cantidad y la calidad que desea. (8) Vale decir: el alimento y la bebida, es quien nos ha rescatado y que se ha ofrecido a sí mismo, (9) como en el enigma que Sansón propuso a los filisteos: «Del que come salió el alimento, y del fuerte, la dulzura» [...]. (Jueces 14, 14)

Pero la iluminación suprema que procede de la escuela celeste es el conocimiento de la sabiduría más elevada, quiero decir, de la sabiduría divina, que nadie puede soportar, y ante la que tiemblan todas las criaturas incluso el infierno. San Pablo habla de esta sabiduría cuando clama: «¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!». (Romanos 11, 33) Es como si se dijera: ¿Quién puede pues escrutarla y explorarla en sus profundidades? ¡Jamás ninguna ha sido más sublime ni podría serlo nunca! Y se añade lo siguiente: por esta sabiduría somos rescatados de la muerte, de Satanás, de la carne agusanada, etc., por ella podemos volver a nacer en el reino de los cielos, después de haber sido liberados de las ataduras infernales.

¿Quién sería digno de conmemorar, como es debido, estas maravillas de Dios? ¿Hay en algún lugar un médico parecido? ¿Hay algo que pudiera escapar o permanecer oculto para el profeta semejante a él? ¿Quién, pues, superará a semejante doctor?

Hombres así irradian rayos llameantes: en sus operaciones son semejantes al fuego. Como nada se resiste al fuego que todo lo consume, nada se resiste a hombres como éstos. Lo volatilizan y consumen todo, tanto en el infierno como sobre la tierra. Las llaves del reino de los cielos están cerca de ellos. Junto a ellos están la remisión, la bendición. En ellos brilla la luz del mundo, de ellos proceden la vía y la verdad. Por ellos se generan los apóstoles y los santos. Todo esto se realiza en el cuerpo de la nueva generación y no en la adánica, que no sirve para nada.


Post-scriptum de E. d'Hooghvorst

No queremos terminar sin mencionar la excelente aportación dedicada a Paracelso y publicada en la colección «Cahiers de l’Hermétisme». (10)

Como ya hemos dicho, existe muy poca literatura sobre este príncipe del pensamiento, cuya enseñanza desgraciadamente se encuentra muy olvidada. No dudamos en calificar dicho estudio como un gran acontecimiento.

En un prólogo firmado por los directores de la revista, los señores Faivre y Tristan, se plantea la siguiente pregunta: ¿por qué Paracelso ha sido olvidado por los historiadores de la filosofía?

En un artículo, «Paracelso y la historia de la filosofía», el señor L. Braun intenta dar una respuesta. En particular escribe: «La ciencia moderna ha olvidado la naturaleza, pues está totalmente absorbida por la preocupación de determinar siempre mejor y con más precisión, con más matiz, lo que tiene delante como si fuera inerte. También nosotros, en la medida en que nuestro punto de vista no difiera del de la ciencia moderna.» Con mucho acierto, el autor añade: «Paracelso quiere atraer nuestra atención sobre el fundamento de lo que aparece. Y el fundamento de la ciencia no es ciencia, sino filosofía». Bien, pero con la condición de dar a este último término el sentido que le daban los antiguos: el de una sabiduría revelada. También es plantear y posiblemente resolver con ello el problema de la pérdida de interés por parte del pensamiento científico occidental respecto al hermetismo en su conjunto.

El señor Kurt Goldammer, especialista en escritos de Paracelso, nos proporciona también una biografía del gran hermetista y una apreciación de su obra.

Aparece luego un estudio sustancial, escrupuloso y muy documentado del señor P. Deghaye sobre «La Luz de Naturaleza en Paracelso». No obstante, hay que reconocer que el tema es difícil, pues a este respecto, cualquier estudio hecho desde fuera topa con las aparentes incoherencias de un Teofrasto poco preocupado por parecer lógico. Destacaremos una juiciosa reflexión del autor del artículo: «Toda la ciencia de la naturaleza puede resumirse en el Arte del fuego.» Excelente definición. ¿Acaso se ha logrado con ello desenredar completamente este ovillo?

Queremos hacer la misma observación respecto a un estudio muy erudito del señor Ernst W. Kämerer sobre «El cuerpo, el alma y el espíritu en Paracelso y en algunos otros autores del siglo XVII». (11) Dicho estudio ocupa gran parte del cuaderno, ya que supone 139 páginas. Constituye una aportación muy importante a la historia del pensamiento del gran hermetista, tan poco conocido por los francófonos. Las citas de Paracelso son innumerables, o casi. Su estudio es meticuloso y muy enriquecedor. Estaríamos tentados de reprocharle cierta falta de síntesis, pero ¿sería fundado tal reproche en una materia tan difícil, tratándose de un pensamiento a menudo oscuro para el lector?

Por último, nos alegramos de encontrar en dicho cuaderno la firma del profesor B. Gorceix, que traduce y presenta el prólogo de toda LaFilosofía Sutil del Gran y del Pequeño Mundo. No podría faltar en este cuaderno un texto del propio Paracelso, y nadie está mejor cualificado para traducirlo. (12)

El mismo autor nos ofrece a continuación el artículo «Paracelso y Filosofía de la Naturaleza en el siglo XVI en Alemania». Se trata del análisis de un pequeño y rarísimo tratado atribuido a Paracelso, el De Secretis creationis de 1575. Es un comentario de los primeros capítulos del Génesis; un texto sumamente valioso, como todas las exégesis de la Escritura legadas por la tradición hermética. En él, se examina la noción de filosofía de la naturaleza. El autor añade que en dicho tratado de 1575 «quedan ya firmemente expuestos los fundamentos de la meditación de Jacob Böhme». Esto merece más explicaciones: meditar no es experimentar. Por este motivo, el zapatero de Görlitz nos parece muy alejado de Paracelso; era más teósofo que hermetista. El profesor Gorceix añade que el pensamiento de Paracelso ha influenciado también toda la filosofía alemana de la naturaleza e incluso el período romántico. Sea lo que fuere, este estudio nos ha puesto la miel en la boca. ¡Rápido, esperamos una traducción francesa del De Secretis creationis! Allí también se examina la noción de primera materia y hay toda una cosmología sacada del Génesis, una física, pero, como dice muy acertadamente el autor, una física sagrada que tiene por objeto el cuerpo mismo de Dios.

El cuaderno se cierra con una bibliografía de la señora Rosemarie Dilg-Frank, mayormente de obras alemanas, un instrumento de trabajo indispensable. El tema es el siguiente: «Paracelso, Filosofía de la Naturaleza y de la Religión: Bibliografía 1960-1980».

¿Podría hacerse en un cuaderno de 280 páginas un estudio completo de Paracelso? Por supuesto que no. Se pretende estudiarlo partiendo del aspecto más abordable de su personalidad: el teólogo y el exegeta. Los temas de la naturaleza y de la luz también están constantemente presentes. Esto proporciona una visión profunda y muy novedosa, aunque parcial. La figura del alquymista está apenas esbozada; cuando se habla de ella, es como de paso y comentando otras cosas. No hay ninguna alusión a la filosofía de los metales en Paracelso. Tanto la figura del médico como la del mago brillan por su ausencia.

Este autor, como todos los hermetistas, requiere lectores vivificados por el mismo espíritu, vale decir en camino de esta regeneración espiritual y corporal, de la que están hechos estos libros; o por lo menos, lectores animados por el gran deseo de alcanzarla. Por eso, este género de escritos no puede ser asimilado por la ciencia de este mundo.

Felicitamos no obstante la iniciativa tomada por los Cahiers de l’Hermétisme y deseamos al profesor Gorceix, a sus alumnos y amigos, que prosigan con una tarea tan acertadamente emprendida, para nuestro mayor provecho.

Traducción al castellano: J. Lohest-Hooghvorst


NOTAS

1. Véase K. Goldammer, «La vie et la personnalité de Paracelse», en Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1980.

2. Para más detalles, véase J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», en Alchimie, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1978.
3. Véase I Corintios 15, 45.
4. Véase Juan 5, 63.
5. Alusión a la Inmaculada Concepción.
6. Véase Job 19, 26.

7. [...] non ea vel dum exulante [...].
8. Véase Éxodo 17, 2 a 6, etc., y I Corintios 10.
9. Véase Juan 6, 56.

10. Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, op. cit.
11. Es el tema de la Filosofía Sutil.

12. Véase la bibliografía de sus obras en J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», cit. Hay que añadir una publicación más reciente: Alchimie, textes alchimiques allemands du XVI e siècle traducidos y presentados por B. Gorceix, ed. Fayard, París, 1980.

viernes, 13 de noviembre de 2009

MOVING TAROT / The fool

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MOVING TAROT/ The Emperor

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TAROT (1)

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LE TAROT (SUITE)

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jueves, 12 de noviembre de 2009

La proporción divina el numero phi (1)

La proporción divina el numero phi (2)

La proporción divina el numero phi (3)

La proporción divina el numero phi (4)

La proporción divina el numero phi (5)

Fractals to Music

Masonería, Video con Imágenes

martes, 10 de noviembre de 2009

Carl G. Jung: El secreto de la flor de oro (1929)

INTRODUCCIÓN


1 . Por qué le es difícil al europeo comprender el Este.

En tanto soy un hombre que siente por entero a la manera occidental, no puedo sino experimentar en lo más profundo la foraneidad de este texto chino. Cierto, algunos conocimientos de las religiones y filosofías orientales ayudan a mi intelecto e intuición a comprender esas cosas de alguna forma, de modo que también logro concebir las paradojas de las concepciones religiosas primitivas "etnológicamente" o "según la historia comparativa de las religiones". Ésta es la modalidad occidental: velar el propio corazón bajo la capa de la llamada comprensión científica, por una parte porque la misèrable vanité des savants teme, y al mismo tiempo rechaza, los signos de la simpatía viviente, y por otra porque una aprehensión, que involucrara los sentimientos, del espíritu foráneo podría configurar una vivencia a ser tomada en serio. La llamada objetividad científica debía reservar este texto a la perspicacia filológica de los sinólogos, y guardarlo celosamente de toda otra interpretación. Pero Richard Wilhelm echó una ojeada más profunda en la vitalidad misteriosa y subterránea del saber chino, como para que pudiera dejar desaparecer en la gaveta de una ciencia especializada tal perla de la más alta y penetrante visión. Me es un especial honor y alegría el que su elección de un comentarista psicológico haya recaído justo en mí.


Sin embargo, este trozo escogido de conocimiento, que se halla por encima de toda especialidad, corre por cierto peligro de caer en otra gaveta especializada. Quien quisiera, empero, disminuir los méritos de la ciencia occidental, aserraría la rama sobre la que se asienta el espíritu europeo. La ciencia no es, en verdad, un instrumento perfecto, sino un instrumento inestimable y superior, que sólo produce el mal cuando pretende ser un fin en sí mismo. La ciencia debe servir, y yerra cuando usurpa un trono. Debe, incluso, servir a todas las demás ciencias, pues cada una tiene necesidad, precisamente a causa de su insuficiencia, del apoyo de las otras. La ciencia es la herramienta del espíritu occidental, y puede abrirse con ella más puertas que con las manos desnudas. Forma parte de nuestra comprensión, y oscurece la penetración sólo cuando toma la concepción que ella permite por el total de la concepción. Es, sin embargo, justamente el Este el que nos enseña una concepción distinta, más amplia, más profunda y más elevada, o sea la concepción mediante el vivir. A esta última realmente sólo se la conoce todavía pálidamente como un sentimiento desnudo, casi fantasmal, del modo de expresión religiosa, a consecuencia de lo cual se coloca también entre comillas, con placer, el "saber" oriental y se lo exila al oscuro campo de las creencias y supersticiones. Con eso, empero, queda totalmente mal entendida la "objetividad" oriental. No consiste en presentimientos sentimentales, místicamente excedidos, rayanos en lo enfermizo, de habitantes de un mundo aparte y de desequilibrados, sino de penetrantes concepciones prácticas de la flor de la inteligencia china, a la que no tenemos ningún motivo para subestimar. Esa afirmación podría quizás parecer muy audaz y por lo tanto provocar algunos meneos de cabeza, lo que es perdonable por la extraordinaria falta de conocimiento de la materia. Además, su foraneidad salta a la vista de tal manera que es enteramente concebible nuestra confusión acerca de cuándo y dónde el mundo del pensamiento chino pudiera ser unido al nuestro.


El error común (por ejemplo el teosófico) del hombre de Occidente, consisten en que, como el estudiante en Fausto, mal aconsejado por el diablo vuelve con desprecio la espalda a la ciencia y, percibiendo superficialmente el éxtasis del Este, emprende prácticas yogas al pie de la letra e imita deplorablemente. Así abandona su único suelo seguro, el espíritu occidental, y se pierde entre un vapor de palabras y conceptos que jamás se hubieran originado en cerebros europeos y sobre los que jamás pueden injertarse con provecho.


Un antiguo adepto dijo: "Pero si el hombre erróneo usa el medio correcto, el medio correcto actúa erróneamente." Ese proverbio de la sabiduría china, por desgracia tan sólo demasiado cierto, está en abrupto contraste con nuestra creencia en el método "correcto", independientemente del hombre que lo emplea. En verdad, todo depende, en esas cosas, del hombre, y poco o nada del método. El método es ciertamente sólo el camino y la dirección que uno toma, mediante lo cual el cómo de su obrar es la fiel expresión de su ser. Si esto no es así, el método no es más que una afectación, algo artificialmente aprendido como un agregado, sin raíces ni savia, sirviendo al objetivo ilegal del autoencubrimiento, un medio de ilusionarse sobre sí mismo y escapar a la ley quizás implacable del propio ser. Menos que nada tiene esto que ver con la firme raigambre y fidelidad a sí mismo del pensar chino; por el contrario, es renuncia al propio ser, traición de sí mismo a dioses foráneos e impuros, una maniobra cobarde para usurpar superioridad anímica: todo aquello que, en lo profundo, está en contra del sentido del "método" chino. Pues sus penetrantes concepciones se han originado en el vivir más pleno, más auténtico y más fiel, en esa vida cultural china inmemorial, coherentemente crecida, de manera lógica e insoluble, de los instintos más hondos, vida que es para nosotros, de una vez por todas, distante e inimitable.


La imitación occidental es trágica, por ser un malentendido no psicológico, tan estéril como las modernas escapadas a Nuevo Méjico, las beatíficas islas de los Mares del Sud y el África Central, donde se juega en serio a ser "primitivo", a fin de que el hombre de la cultura occidental escape en secreto a sus amenazantes tareas, a su Hic Rhodus hic salta. No se trata de imitar, y hasta de evangelizar, inorgánicamente lo foráneo, sino de reconstruir la cultura occidental, que padece de mil males. Y ello debe hacerse en el lugar adecuado; y a ello ha de llevarse al hombre europeo con su trivialidad occidental, con sus problemas matrimoniales, sus neurosis, sus ilusorias ideas sociales y políticas, y con su completa desorientación en lo que respecta al modo de considerar el mundo.


Confiésese mejor que, en el fondo, no se comprende lo recóndito y esotérico de un texto como éste, y aun que no se lo quiere comprender. ¿Ha de sospecharse en fin que ese enfoque anímico, que posibilita dirigir la vista de tal modo hacia adentro, puede ser sólo desligado así del mundo porque aquellos hombres colmaron de tal manera las exigencias instintivas de su naturaleza que poco o nada les impide percibir la esencia invisible del mundo? ¿Ha de ser quizás condición de tal mirar la liberación de esos apetitos y ambiciones y pasiones que nos detienen en lo visible, y ha de resultar esta liberación precisamente de una satisfacción plena de sentido de las exigencias instintivas, y no de su represión prematura y nacida de la angustia? ¿Quedará quizás libre la mirada para lo espiritual cuando la ley de la tierra sea observada? Quien esté al tanto de la historia de la moral china, y además haya estudiado cuidadosamente el I Ging, ese libro de sabiduría que penetra desde hace miles de años todo el pensar chino, por cierto que no desechará sin más esas dudas. Sabrá, también, que las opiniones de nuestro texto no son, en el sentido chino, nada inaudito sino sencillamente consecuencias psicológicas inevitables.


Para nuestra característica cultura del espíritu cristiano lo positivo y digno del esfuerzo de la búsqueda fue, durante la mayor parte del tiempo, simplemente el espíritu, y la pasión del espíritu. Sólo cuando, en el ocaso de la Edad Media, es decir, durante el curso del siglo XIX, el espíritu comenzó a degenerar en intelecto, surgió una reacción contra el insoportable predominio del intelectualismo, que cometió en primer lugar la falta, por ciento perdonable, de confundir intelecto con espíritu y acusar a éste de los delitos de aquél (Klages). El intelecto es, efectivamente, nocivo para el alma cuando se permite la osadía de querer entrar en posesión de la herencia del espíritu, para lo que no está capacitado bajo ningún aspecto, ya que el espíritu es algo más alto que el intelecto puesto que no sólo abarca a éste sino también a los estados efectivos. Es una dirección y un principio de vida que aspira a alturas luminosas, sobrehumanas. Le está, empero, opuesto lo femenino, oscuro, terrenal (Yin), con su emocionalidad e instintividad extendiéndose hacia abajo, hacia las profundidades del tiempo y las raíces de la continuidad corporal. Sin duda esos conceptos son puramente intuitivos, pero de ellos no cabe prescindir cuando se intenta concebir la esencia del alma humana. La China no pudo abstenerse de ellos, pues no se ha alejado tanto, como lo demuestra la historia de su filosofía, de los hechos centrales del alma como para haberlos perdido en la exageración y sobreestimación unilateral de una única función psíquica. Por lo tanto, nunca dejó de reconocer la paradoja y la polaridad de lo viviente. Los opuestos siempre se equilibran -un signo de alta cultura; mientras que la unilateralidad, aunque presta siempre impulso, es por ello un signo de barbarie. No puedo considerar la reacción que surge en Occidente contra el intelecto, a favor de Eros o a favor de la intuición, de otra manera que como un signo de progreso cultural, una ampliación de la conciencia por encima y más allá de los confines demasiado angostos de un intelecto tiránico.


En modo alguno quiero subestimar la enorme diferenciación del intelecto occidental; medido por él, puede designarse al intelecto oriental como infantil. (¡Esto naturalmente nada tiene que ver con la inteligencia!) Si lográramos elevar a la misma dignidad concedida al intelecto a otra, e incluso a una tercera función anímica, tendría el Occidente toda justificación para esperar dejar muy atrás al Este. Por eso es tan deplorable que el europeo se abandone e imite al Este, cuando tendría tantas posibilidades si permaneciese siendo él mismo y desarrollase a partir de su modalidad y de su esencia lo que, partiendo de las suyas, diera a luz el Este en el curso de milenios.


En general, y visto desde la posición incurablemente externa del intelecto, ha de parecer como si lo que el Este valora tan extremadamente no fuera para nosotros nada apetecible. Por cierto que el mero intelecto no puede comprender de inmediato qué importancia práctica podrían tener para nosotros las ideas orientales, por cuyo motivo sólo sabe clasificarlas como curiosidades filosóficas y etnológicas. La incomprensión va tan lejos que los mismos sinólogos eruditos no entienden la aplicación práctica del I Ging y, por ende, han considerado este libro como una colección de abstrusos ensalmos mágicos.


2 . La psicología moderna ofrece una posibilidad de comprensión.

He adquirido una experiencia práctica que me ha revelado un acceso totalmente nuevo e inesperado a la sabiduría oriental. Para ello, entiéndase bien, no he partido de un conocimiento más o menos insuficiente de la filosofía china. Por el contrario, cuando comencé mi carrera como psiquiatra y psicoterapeuta práctico, la desconocía por completo, y sólo mis ulteriores experiencias médicas me indicaron que, por medio de mi técnica, había sido conducido inconscientemente por ese camino secreto del cual, desde hace miles de años, se han ocupado los mejores espíritus del Este. Bien se podría tomar eso por imaginación subjetiva -y es por ello que hasta ahora vacilé en publicar cualquier cosa al respecto- pero Wilhelm, el excelente conocedor del alma de China, me ha confirmado francamente la coincidencia, infundiéndome así el coraje de escribir sobre un texto chino que, según toda su sustancia, pertenece a la misteriosa oscuridad del espíritu oriental. Sin embargo, su contenido es al mismo tiempo -y eso es lo extraordinariamente importante- un viviente paralelo de lo que ocurre durante el desarrollo anímico de mis pacientes, ninguno de los cuales es chino.


A fin de cerrar ese hecho extraño a la comprensión del lector, debe ser mencionado que, así como el cuerpo humano muestra una anatomía general por encima y más allá de todas las diferencias raciales, también la psique posee un sustrato general que trasciende todas las diferencias de cultura y conciencia, al que he designado como lo inconsciente colectivo. Esta psique inconsciente, común a toda la humanidad, no consiste meramente en contenidos capaces de llegar a la conciencia, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones idénticas. El hecho de lo inconsciente colectivo es sencillamente la expresión psíquica de la identidad, que trasciende todas las diferencias raciales, de la estructura del cerebro. Sobre tal base se explica la analogía, y hasta la identidad, de los temas míticos y de los símbolos, y la posibilidad de la comprensión humana en general. Las diversas líneas del desarrollo anímico parten de una cepa básica común, cuyas raíces se extienden al pasado. Se halla aquí, también, el paralelismo anímico con los animales.


Se trata -tomado de manera puramente psicológica- de comunes instintos de representación (imaginación) y de acción. Todo representar y actuar conscientes se han desarrollado de esos prototipos inconscientes, y se hallan ligados a ellos especialmente cuando la conciencia no ha alcanzado todavía ningún grado muy alto de lucidez, es decir cuando, en todas sus funciones, depende más de las pulsiones instintivas que de la voluntad consciente, del afecto que del juicio racional. Ese estado garantiza una salud primitiva anímica, que se convierte en inadaptabilidad tan pronto sobrevienen circunstancias que exijan un mayor esfuerzo moral. Los instintos sólo le son suficientes a una naturaleza que permanece idéntica a sí misma en integridad y magnitud. El individuo que depende más de lo inconsciente que de la elección consciente se inclina, en consecuencia, a un conservadurismo psíquico manifiesto. Tal es la razón de que los primitivos no cambien en miles de años y sientan pavor ante todo lo foráneo e inusitado. Ello podría llevarlos a la inadaptabilidad y por lo tanto al máximo de los peligros anímicos, o sea, a una especie de neurosis. La conciencia más elevada y más amplia, que sólo surge de la asimilación de lo foráneo, se inclina a la autonomía, a la rebelión contra los viejos dioses, que no son otra cosa que las poderosas imagenes primordiales inconscientes que hasta entonces mantuvieron en dependencia a la conciencia. Cuanto más vigorosa e independiente se hace la conciencia, y por ende la voluntad consciente, tanto más es empujado lo inconsciente hacia el trasfondo y tanto más fácilmente surge la posibilidad de que la formación consciente se emancipe del prototipo inconsciente y, ganando así en libertad, haga saltar las cadenas de la mera instintividad y arribe por último a un estado de falta de instinto o de oposición al instinto. Esa conciencia desarraigada, que no puede más referirse a la autoridad de las imágenes primordiales, es por cierto de una libertad prometeica, pero también de una Hybris sin dios. Planea sobre las cosas, hasta sobre los hombres, pero ahí está el peligro de que se dé vuelta, no para cada uno individualmente sino colectivamente para los más débiles de tal sociedad, quienes van a ser entonces, igualmente de manera prometeica, encadenados al Cáucaso por lo inconsciente. El chino sabio diría, con las palabras del I Ging, que cuando Yang ha alcanzado su máxima fuerza va a nacer en su interior el oscuro poder de Yin, pues al mediodía comienza la noche y Yang se rompe y cambia en Yin.


El médico está en posición de ver tal peripecia en traducción literal a lo viviente. Por ejemplo: un exitoso hombre de negocios, dedicado a ellos exclusivamente, que alcanzaba todo lo que quería sin cuidarse de la muerte ni del diablo, y en la cima de su éxito se retira de su actividad, en el tiempo más breve cae en una neurosis que lo transforma en una vieja llorona, lo encadena al lecho y, con ello, por decirlo así, lo destruye finalmente. Todo está ahí, hasta la mudanza de lo masculino en lo femenino. Un paralelo exacto de eso lo encontramos en la leyenda de Nabucodonosor, en el libro de Daniel y, en general, en la demencia de los Césares. Casos similares de desmedida extensión unilateral del punto de vista consciente y la correspondiente reacción Yin de lo inconsciente, constituyen un considerable elemento de la práctica de los especialistas en nerviosas en nuestro tiempo de sobrevaloración de la voluntad consciente. ("¡Donde hay una voluntad, también hay un camino!") Entiéndase bien: no quiero yo despreciar en nada el alto valor moral del querer consciente. Conciencia y voluntad pueden sin menoscabo quedar conservadas como las más altas conquistas culturales de la humanidad. Pero, ¿de qué sirve una moralidad que destruye a los hombres? Poner de acuerdo al querer y al poder me parece ser más que moralidad. Moral a tout prix -¿un signo de la barbarie? La más de las veces me parece mejor la sabiduría. Quizás sean los anteojos del médico, a través de los cuales mira las cosas de otra manera. Por cierto, tiene él que reparar los daños que siguen por la estela del exagerado logro cultural.


Sea como se quiera, es un hecho de todos modos el que la necesaria unilateralidad aleja tanto a la conciencia de las imágenes primordiales, que se sigue el colapso. Y ya mucho antes de la catástrofe se anuncian los signos del error, como falta de instintos, como nerviosidad, como desorientación, como enredo en situaciones y problemas imposibles, etc. El examen médico revela en primer lugar un inconsciente que se halla en plena rebelión contra los valores conscientes y, por ende, imposible de ser asimilado por la conciencia, y lo inverso está fuera de la cuestión. Se está ante un conflicto aparentemente sin cura, con el que ninguna razón humana puede vérselas de otra forma que con soluciones equívocas o componendas sospechosas. Quien desdeña tanto una cosa como otra se halla ante la pregunta de dónde está pues la unidad, necesariamente tan exigida, de la personalidad, y puesto ante la necesidad de buscarla. Y aquí comienza ahora aquel camino que fuera en el Oriente recorrido desde tiempos inmemoriales, evidentemente como resultado del hecho de que el chino nunca estuvo en posición de apartar tanto uno de otro los opuestos de la naturaleza humana como para que se perdieran recíprocamente de vista, hasta la inconsciencia. Debe ser omnipresencia de su conciencia al hecho de que el Sic et Non permanecieran juntos en su vecindad original, como corresponde al primitivo estado espiritual. Aun así, no podía menos que sentir la colisión de los opuestos y, en consecuencia, investigar aquel camino por el que podría llegar a ser lo que los hindúes llaman nirvandva, es decir, libre de opuestos.


De ese camino se trata en nuestro texto, de ese mismo camino se trata también entre mis pacientes. No cabría, por cierto, mayor error que hacer emprender directamente al occidental las prácticas del yoga chino, pues de ese modo seguiría siendo cuestión de su voluntad y de su conciencia, y así simplemente la conciencia se fortificaría de nuevo frente a lo inconsciente, e incluso se alcanzaría el efecto que se debería evitar. Con ello no se haría otra cosa que incrementar la neurosis. No es posible acentuar demasiado el hecho de que no somos orientales, y que por lo tanto en estas cosas partimos de una base totalmente distinta. Asimismo sería equivocado suponer que ése sea el camino para cada neurótico, o para cada fase de la problemática neurótica. Sólo se trata, por de pronto, de aquellos casos en que la conciencia alcanza un grado anormal y, en consecuencia, está apartada, de modo inapropiado de lo inconsciente. Tal estado de conciencia es la conditio sine qua non. Nada sería más erróneo que querer emprender ese camino con los neuróticos cuya enfermedad obedece a un predominio indebido de lo inconsciente. Precisamente también por la misma razón, apenas tiene algún sentido ese camino de desarrollo antes de la mitad de la vida (normalmente entre treinta y cinco y cuarenta años), y hasta puede ser sobremanera nocivo.


Como se indicó ya, lo que me determinó esencialmente a tomar un nuevo camino fue la circunstancia de que me parecía insoluble el problema fundamental del paciente, cuando no se quería violar un lado u otro de su ser. Trabajé constantemente con la convicción temperamental de que no hay, en el fondo, ningún problema insoluble. Y la experiencia me ha dado la razón hasta ahora, pues a menudo vi cómo un hombre sobrepasaba simplemente un problema que hacía zozobrar a otro por completo. Ese "sobrepasar", como lo llamé previamente, se mostró, bajo una experiencia más amplia, como un aumento del nivel de la conciencia. Algún interés más alto y más amplio entró en la perspectiva y, debido a tal ensanchamiento del horizonte, el problema insoluble perdió su urgencia. No fue resuelto lógicamente en sí mismo, sino que palideció frente a una dirección nueva y más fuerte de la vida. No fue reprimido y hecho inconsciente, sino que meramente apareció bajo otra luz y así fue distinto. Lo que en un nivel más profundo había dado motivo para los conflictos más turbulentos y a una pánica tempestad de afectos, parecía ahora, contemplado desde el nivel más elevado de la personalidad, como un temporal de valle visto desde la cima de una alta montaña. Con ello la tormenta no es privada de su realidad, pero no se está más en ella sino encima. Pero puesto que, desde el punto de vista anímico, somos al tiempo valle y montaña, parece ilusión improbable el sentirse más allá de lo humano. Por cierto se experimenta el afecto, por cierto se es conmovido y atormentado, pero simultáneamente existe de manera perceptible un estado de conciencia trascendente, un estado de conciencia que impide que sea idéntico con el afecto, un estado de conciencia que toma como objeto al afecto, que puede decir: yo sé que sufro. Lo que nuestro texto dice de la pereza, a saber: "La pereza de la que se es consciente y la pereza de la que no se es consciente están apartadas por mil millas de distancia", vale también de la manera más plena para el afecto.


Lo que ocurría a ese respecto aquí y allá, a saber, que uno se sobrepasaba a sí mismo partiendo de oscuras posibilidades, me llevó a violentísima experiencia. Yo había aprendido a reconocer, en el ínterin, que los problemas más grandes y más importantes de la vida son, en el fondo, todos insolubles; deben serlo, pues expresan la polaridad necesaria que es inmanente a todo sistema autorregulativo. Jamás pueden llegar a ser resueltos, sino solamente sobrepasados. Me pregunté, por lo tanto, si esa posibilidad de sobrepasar, o sea de ulterior desarrollo anímico, no era en general lo dado normalmente, y, en consecuencia, lo enfermizo fuera quedar fijado a, o en, un conflicto. Todo hombre debiera realmente poseer, al menos como germen, ese nivel superior, y poder desarrollar esa posibilidad bajo circunstancias favorables. Cuando contemplé la senda de desarrollo de aquellos que, silenciosamente, como de modo inconsciente, se sobrepasan a sí mismos, vi que sus destinos tenían algo en común: lo nuevo se les aproximaba desde fuera o desde dentro surgiendo del oscuro campo de las posibilidades, lo aceptaban y, con ello, crecían en altura. Me pareció ser típico que uno lo tomara de fuera y otro lo tomara de dentro o, más bien, que creciese en uno desde fuera y en otro desde dentro. Jamás fue lo nuevo, sin embargo, una cosa solamente de fuera o solamente de dentro. Si venía de fuera, se hacía intimísima vivencia. Si venía de dentro, se hacía suceso externo. Nunca fue tampoco producido a propósito y por quererlo conscientemente, sino que más bien arribó fluyendo en el correr del tiempo.


Es para mí tan grande la tentación de hacer de todo una meta y un método, que premeditadamente, para no prejuzgar nada, me expreso de modo muy abstracto, pues lo nuevo no ha de ser eso o aquello; de lo contrario se hace de ello una receta, que se puede multiplicar "maquinalmente" y sería de nuevo el "medio correcto" en manos del "hombre erróneo". Me ha hecho la más profunda impresión de que lo nuevo que el destino guarda, rara vez, o nunca, corresponda a la expectativa consciente y, lo que es aun más notable, contradiga igualmente a los instintos arraigados, tal como los conocemos, y sea sin embargo una expresión extraordinariamente precisa de la personalidad total, una expresión que no se podría en absoluto imaginar más completa.


Y ¿qué hicieron esos hombres para obtener el progreso redentor? Hasta donde puedo yo ver, no hicieron nada (Wu Wei) sino que dejaron suceder, como lo señala el Maestro Lü Dsu, pues la Luz circula según su propia ley si uno no abandona su habitual vocación. El dejar ocurrir, el hacer en el no-hacer, el "dejarse" de Meister Eckhart, me sirvieron de llave con la que logré abrir la puerta del Camino: Debe poderse dejar suceder psíquicamente. Esto es para nosotros un verdadero arte, del que nada comprende la multitud de la gente por cuanto su conciencia interfiere permanentemente, ayudando, corrigiendo y negando, y, de cualquier manera, no dejando en paz al mero existir del proceso psíquico. La tarea sería pues bastante simple. (¡Si tan sólo la simplicidad no fuera lo más difícil de todo!) Consiste sola y únicamente en que, en primer lugar y por una vez, sea observado objetivamente un fragmento de fantasía en su desarrollo. Nada sería más simple que esto, pero ya acá comienzan las dificultades. Aparentemente no se tiene ningún fragmento de fantasía -o bien- pero es demasiado tonto -hay miles de buenas razones en contra. No se puede uno concentrar en él -es aburrido- qué habría de salir de él -no es sino- etc. La conciencia formula fecundas objeciones; de hecho se muestra como ávida de extinguir la actividad espontánea de la fantasía, a pesar de que exista la intención superior, y hasta la firme determinación, de dejar hacer al proceso psíquico sin inmiscuirse. A veces se da un formal espasmo de conciencia.


Si se logra vencer la dificultad del comienzo, de inmediato surge, sin embargo, la crítica, e intenta interpretar, clasificar, hacer estético o desvalorizar el trozo de fantasía. La tentación de colaborar es casi invencible. Después de una acabada observación fiel, se puede aflojar tranquilamente las riendas a la impaciencia de la conciencia, e incluso se lo debe hacer pues de lo contrario surgen resistencias obstructivas. Pero en cada observación debe de nuevo hacerse a un lado la actividad de la conciencia. Los resultados de esos esfuerzos son al principio, en la mayoría de los casos, poco alentadores. Por la mayor parte se trata de típicas tramas de fantasía que no permiten reconocer distintamente ningún "de dónde" o "hacia dónde". También son individualmente diversos los caminos de la obtención de las fantasías. Muchos tienen la mayor facilidad para escribirlas, otros las visualizan, y aun otros las dibujan o pintan, con o si visualización: En el espasmo de conciencia de alto grado, a menudo sólo pueden fantasear las manos; modelan o dibujan formas que con frecuencia son totalmente extrañas a la conciencia. Estos ejercicios deben ser continuados hasta que desaparece el espasmo de conciencia, hasta que, en otras palabras, se pueda dejar acontecer, lo que es el objetivo más inmediato del ejercicio. Es creada así una actitud nueva, que acepta también lo irracional e inconcebible, simplemente porque es lo que está aconteciendo. Tal actitud sería veneno para quien de una manera u otra está ya abrumado por lo que sencillamente acontece; es, empero, del más alto valor para quien ha elegido de manera constante, por medio de un juicio exclusivamente consciente, entre lo que acontece sólo aquello que conviene a su conciencia y, por lo tanto, ha derivado paulatinamente de la corriente de la vida a un remanso lateral.


Aquí se separan ahora aparentemente los caminos para los tipos arriba mencionados. Ambos han aprendido a aceptar lo que viene a ellos. (Como enseña el Maestro Lü Dsu: "Cuando las ocupaciones vienen a nosotros, se las debe aceptar; cuando las cosas vienen a nosotros, se las debe discernir hasta el fondo".) Uno aceptará ahora principalmente lo que le viene de fuera, y otro lo que le viene de dentro. Y, como lo quiere la ley de la vida, uno tomará de fuera lo que previamente jamás hubiera aceptado de fuera, y otro de dentro lo que hasta entonces había constantemente excluído.


Esta reversión del ser importa un agrandamiento, elevación y enriquecimiento de la personalidad, cuando los valores anteriores, en tanto no son meras ilusiones, son firmemente mantenidos durante la reversión. Si no se mantienen, cae el hombre al otro lado, y pasa de la aptitud a la inaptitud, de la adaptación a la inadaptabilidad, del sentido a lo insensato, y aun hasta de la razón a la perturbación espiritual. El Camino no está libre de peligros. Todo lo bueno es costoso, y el desarrollo de la personalidad pertenece a las cosas más caras. Se trata de decirse sí a sí mismo -proponerse a sí mismo como la más seria de las tareas y permanecer continuamente consciente de lo que se hace y mantenerlo en todos sus aspectos dudosos siempre ante los ojos-, una tarea, en verdad, que llega a la médula.


El chino puede remitirse a la autoridad de su entera cultura. Si emprende el largo Camino, hace lo que es reconocidamente mejor de lo que en suma puede hacer. Pero el occidental, suponiendo que quiera realmente tomar ese camino, tiene a toda autoridad en su contra, en los campos intelectual, moral y religioso. Por eso es tan infinitamente más fácil imitar el Camino chino y dejar burlado al europeo dudoso o, menos fácil, buscar de nuevo el camino de retorno al medievalismo europeo de la iglesia cristiana y erigir otra vez el muro europeo que ha de separar a los verdaderos hombres cristianos de los pobres paganos y curiosidades etnográficas que habitan en su torno. Llega aquí a abrupto fin el coqueteo estético o intelectual con vida y destino. El paso a la conciencia superior conduce fuera de todos los respaldos y seguridades. El hombre debe dársele por completo, pues sólo mediante su integridad puede avanzar, y sólo su integridad puede serle garantía de que su Camino no se tornará absurda aventura.


Reciba uno su destino de fuera o de dentro, las vivencias y sucesos del Camino permanecen los mismos. Por lo tanto, no necesito decir nada de los variados sucesos externos e internos, cuya diversidad sin fin de ninguna manera podría yo agotar. Tampoco sería importante en relación con nuestro texto a comentar. En cambio, hay mucho que decir de los estados anímicos que acompañan el desarrollo ulterior. Tales estados anímicos son expresados simbólicamente en nuestro texto, y por cierto en símbolos que desde hace muchos años me son bien conocidos a través de mi práctica.

LOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES


1 . T a o.
La enorme dificultad que presenta la traducción de este texto y otros similares (1) consiste en que el autor chino parte siempre de lo central, es decir, de lo que designaríamos como cima, meta o penetración más profunda y última; algo, en consecuencia, de tal manera pretencioso, que un hombre con intelecto crítico tendría la sensación de hablar con arrogancia ridícula o pura insensatez si se animara a pronunciar un discurso intelectual sobre las experiencias anímicas más sutiles de los más grandes espíritus del Este. Así, nuestro texto comienza: "Lo que es por sí mismo se llama Tao". Y el Hui Ming King empieza con las palabras: "La esencia y la vida son el más fino secreto de Tao". Es característico del espíritu occidental que no posea absolutamente ningún concepto para Tao. El signo chino para Tao está compuesto del signo para "cabeza" y del signo para "ir". Wilhelm traduce Tao por "sentido", otros por "camino", por "providencia" y hasta, como jesuitas, por "Dios". Esto muestra la dificultad.


"Cabeza" podría indicar la conciencia (2), "ir", el "dejar camino atrás". Según esto la idea sería: "ir consciente" o "camino consciente". Concuerda con ello que se emplee como sinónimo de Tao a la "Luz del Cielo" que, como "Corazón del Cielo", "mora entre los ojos". Esencia y vida están contenidas en la Luz del Cielo y son, según Liu Hua Yang, los secretos más importante de Tao. Ahora bien, la "Luz" es el equivalente simbólico de la conciencia, y la naturaleza de la conciencia es expresada por analogía con la luz. El Hui Ming King es introducido por los versos:
"Si quieres consumar sin efluxiones el cuerpo diamantino, debes calentar expresamente la raíz de la conciencia. (3) Debes iluminar la tierra beatífica, constantemente próxima, y ahí dejar siempre residir oculto tu verdadero yo".


Estos versos contienen una especie de instrucción alquímica, un método o un camino para la generación del "cuerpo diamantino" que es también dado a entender en nuestro texto. A ese fin se tiene necesidad de un "calentamiento", o sea una elevación de la conciencia, para que sea "iluminada" la morada de la esencia espiritual. Sin embargo, no sólo la conciencia, sino también la vida, debe ser elevada. La unión de ambas produce "vida consciente". Según el Hui Ming King los antiguos sabios sabían cómo suprimir la separación entre conciencia y vida, pues cultivaban a las dos. De esta manera se "hace fundir la Schêli (el cuerpo inmortal) y así se "consuma el gran Tao".


Cuando concebimos a Tao como método o como camino consciente, que ha de unir lo separado, puede que hayamos llegado bien cerca del tenor psicológico del concepto. De todas maneras no se puede entender, como separación de conciencia y vida, sino lo que más arriba llamé desviación o desarraigo de la conciencia. Se trata también sin duda, en cuanto a la cuestión de conciencializar los opuestos, de la "reversión", de una nueva unificación con las leyes de la vida inconscientes, y el objeto de esa unificación es el logro de vida consciente; expresado a la manera china: producción de Tao.


2. El movimiento circular y el centro.
La unión de los opuestos (4) sobre un nivel más elevado no es, como ya se destacó, ningún asunto racional, y tampoco cosa del querer, sino un proceso de desarrollo psíquico que se expresa en símbolos. Históricamente fue siempre representado por símbolos y aún hoy se manifiesta en el desarrollo individual de la personalidad a través de figuras simbólicas. Ese hecho resultó, para mí, de las siguientes experiencias: las fantasías espontáneas, de las que tratamos más arriba, se ahondan y concentran paulatinamente en imágenes abstractas que aparentemente representan "principios", verdaderos archai gnósticos. Cuando las fantasías son principalmente expresadas como pensamientos, entran en escena formulaciones intuitivas de leyes o principios oscuramente presentidos, que de inmediato son dramatizados o personificados. (De esto habremos de tratar todavía más abajo.) Si las fantasías son dibujadas, surgen símbolos que pertenecen principalmente al tipo llamado mandala. Mandala quiere decir círculo, en especial círculo mágico.

No sólo están los mandalas expandidos por todo el Oriente, sino que también entre nosotros se hallan abundantemente atestiguados durante la Edad Media. Los cristianos especialmente han de ser situados a principios de la Edad Media, en su mayor parte con Cristo en el centro y los cuatro evangelistas, o sus símbolos, en los puntos cardinales. Esta concepción debe ser muy antigua, puesto que también es representado así por los egipcios Horus con sus cuatro hijos (5). (Horus con sus cuatro hijos tiene, como se sabe, relaciones muy próximas con Cristo y los cuatro evangelistas.) Más tarde encontramos un evidente mandala, altamente interesante, en el libro de Jakob Boehme sobre el alma. Es enteramente visible allí que se trata de un sistema psicocósmico con una fuerte trama cristiana. Lo llama él "el ojo filosófico" (6) o "el espejo de la sabiduría", con lo que se da a entender manifiestamente una summa del saber secreto. En su mayor parte, los mandalas tienen forma de flor, cruz o rueda, con una clara propensión al cuatro, que recuerda la tetraktys pitagórica, el número básico. Se hallan también tales mandalas, como diseños en arena para usos rituales, entre los indios pueblos (7).


El Este posee naturalmente los más bellos mandalas, en especial el budismo tibetano. En estos mandalas están representados los símbolos de nuestro texto. He encontrado asimismo dibujos mandálicos entre enfermos mentales, y por cierto entre gente que, con seguridad, no tiene la menor idea de las vinculaciones aquí mencionadas (8).


Entre mis pacientes he observado algunos casos de señoras que no dibujaban los mandalas, sino que los bailaban. Para eso existe en la India el término mandala nritya = danza mandala. Las figuras de la danza expresan idéntico significado que los dibujos. Los pacientes mismos poco pueden declarar acerca del sentido de los símbolos mandálicos. Solamente son fascinados por ellos y de alguna manera los hallan, con respecto al estado anímico subjetivo, plenos de expresión y efecto.


Nuestro texto promete "revelar el secreto de la Flor de Oro del gran Uno". La Flor de Oro es la Luz, y la Luz del Cielo es Tao. La Flor de Oro es un símbolo mandálico con el que me he encontrado a menudo entre mis pacientes. Es dibujada ya en vista general, en consecuencia como un ornamento geométrico regular, ya también en vista particular como flor que crece de una planta. La planta es, a menudo, una imagen en colores luminosos ígneos, que crece de una oscuridad subyacente, y lleva encima la Flor de Luz (un símbolo similar al árbol de Navidad). En tal dibujo se expresa simultáneamente el origen de la Flor de Oro, pues según el Hui Ming King se halla ahí la "vesícula germinal", que no es otra cosa que el "Castillo Amarillo", la "terraza de la vitalidad", el "campo de una pulgada de la casa de un pie", la "sala purpúrea de la ciudad de jade", el "oscuro desfiladero", el "espacio del Cielo anterior", el "castillo del dragón sobre el fondo del mar". También es llamada "la zona limítrofe de las montañas de nieve", el "desfiladero primordial", el "reino del supremo goce", la "tierra sin límites" y el "altar donde son producidos conciencia y vida". "Cuando un muriente no conoce este lugar germinal", dice el Hui Ming King, "no encontrará la unidad de conciencia y vida en mil nacimientos y diez mil eras del mundo".


El principio, en el que todavía todo es uno, y que por ende aparece como la más alta meta, yace sobre el fondo del mar, en la oscuridad de lo inconsciente. En la vesícula germinal conciencia y vida (o "esencia" y "vida" = sing - ming) son todavía "una unidad" (9), "inseparablemente mezcladas como la simiente del fuego en el horno de refinar". "Dentro de la vesícula germinal está el fuego del soberano". "En la vesícula germinal han comenzado su trabajo todos los sabios". Adviértanse las analogías relativas al fuego. Conozco una serie de dibujos mandálicos europeos donde algo así como una simiente vegetal, rodeada por envolturas, nada en agua penetrando en ella el fuego desde las profundidades, lo que genera crecimiento y causa de tal modo el nacimiento de una gran flor de oro, que crece de la vesícula germinal.


Esa simbólica se refiere a una especie de proceso alquímico de refinación y ennoblecimiento; lo oscuro da nacimiento a la luz, del "plomo de la región del agua" crece el oro noble, lo inconsciente se hace consciente bajo la forma de un proceso de vida o crecimiento. -Una analogía completa de esto es el yoga Kundalini de la India (10) . Resulta de tal manera la reunión de conciencia y vida.


Cuando mis pacientes esbozan tales imágenes, ello no ocurre naturalmente por sugestión, pues tales imágenes fueron hechas antes de que me fuera conocido su significado o su relación con las prácticas del Este, que entonces ignoraba yo por completo. Nacían en forma enteramente espontánea, y de dos fuentes. Una fuente es lo inconsciente, que engendra tales fantasías espontáneamente; la otra fuente es la vida, que vivida con la devoción más plena da un presentimiento del sí mismo, de la esencia individual. La percepción de la última fuente se expresa en el dibujo; la primera fuente obliga a un darse a la vida. Pues, totalmente en concordancia con la concepción oriental, el símbolo mandálico no sólo es expresión sino que también tiene efecto. Reacciona sobre su autor. Antiquísimos efectos mágicos se asocian con ese símbolo, pues desciende originalmente del "círculo protector", del "circulo encantado", cuya magia se ha conservado en innumerables usos populares (11). La imagen tiene el objeto manifiesto de trazar un sulcus primigenius, un surco mágico alrededor del centro, el templum o el temenos (recinto sacro) de la personalidad más íntima para impedir la "efluxión" o rechazar apotropéyicamente la distracción por lo externo. Las prácticas mágicas no son otra cosa que proyecciones del acontecer anímico, que hallan aquí su reaplicación sobre el alma, obrando como una especie de encantamiento de la propia personalidad; es decir, un retrotraer, sostenido y facilitado por medio del proceder gráfico, de la atención o, mejor dicho, de la participación, a un recinto sacro interno que es origen y meta del alma, y que contiene esa unidad de vida y conciencia primero tenida, perdida luego y que ha de encontrarse nuevamente. La unidad de ambas es Tao, cuyo símbolo sería la luz blanca central -de manera similar al Bardo Tödol (12).

Esa luz reside en la "pulgada cuadrada" o en la "cara", es decir, entre los ojos. Es la manifestación del "punto creativo", una intensidad inextensa, pensada en conjunto con el espacio de la "pulgada cuadrada", con el símbolo de lo extenso. Ambos juntos es Tao. Esencia o conciencia (sing) tienen símbolos lumínicos, son por lo tanto intensidad. En consecuencia, vida (ming) coincidiría con extensión. La primera tiene carácter Yang y la segunda Ying. En la más completa analogía con la idea fundamental china, el mandala arriba citado, de una joven sonámbula de quince años y medio a quien traté hace más de treinta años, muestra en el centro una inextensa "fuente de fuerza vital", que en su emanación se topa de manera inmediata con un principio opuesto, espacial.


El "cercamiento", o circunambulatio, se expresa en nuestro texto por la idea del "curso circular". El curso circular no es meramente movimiento circular, sino que tiene por un lado el significado de un aislamiento del recinto sacro, y por el otro el de fijar y concentrar; la rueda solar comienza a correr, es decir, el sol es vivificado y comienza su carrera; en otras palabras, Tao comienza a actuar y a asumir la conducción.


El hacer se trueca en no-hacer, esto es, todo lo periférico es subordinado al comando de lo central; por lo tanto se dice: "Movimiento es otro nombre para dominación." Psicológicamente, ese curso circular sería un "dar vueltas en círculo en torno a sí mismo", con lo cual evidentemente quedan implicados todos los aspectos de la personalidad. 'Los polos de lo luminoso y de lo oscuro son puestos en movimiento circular", o sea, surge una alternancia de día y noche.


"Alterna la lucidez del Paraíso
Con la noche profunda, plena de terrores." (GOETHE)


Según eso, el movimiento circular tiene también el significado moral de la vivificación de todas las fuerzas lúcidas y oscuras de la naturaleza humana y, con ello, de todos los opuestos psicológicos de cualquier índole que sean. Lo cual no significa otra cosa que el autoconocimiento a través de la autoincubación (índico: tapas). Una presentación primitiva semejante del ser perfecto es el hombre platónico, redondo por todos lados, en el que también los sexos están unificados.


Uno de los paralelos más hermosos de lo que aquí dicho es la descripción que de su vivencia central ha esbozado Edward Maitland, el colaborador de Anna Kingsford (13). Sigo sus propias palabras tanto como es posible. Él había descubierto que, al reflexionar sobre una idea, se hacían visibles, por decirlo así, ideas afines en largas series, aparentemente hacia atrás hasta su misma fuente, que para él era el espíritu divino. Por medio de la concentración sobre esas series hizo la tentativa de llegar hasta su origen. "No tenía yo ningún conocimiento y ninguna esperanza, cuando me decidí a esa tentativa. Simplemente experimentaba con esta facultad . . . mientras estaba sentado al lado de mi mesa de escribir, para anotar los sucesos en su serie, y resolví mantener firmemente mi conciencia externa y periférica sin importar cuán lejos pudiera yo ir en mi conciencia interna y central. Pues yo no sabía si podría volver a la primera una vez que la dejara libre, o si podría rememorar los sucesos. Finalmente lo logré, por cierto con gran fatiga puesto que la tensión ocasionada por el esfuerzo de mantener ambos extremos de conciencia simultáneamente era muy grande. Al comienzo sentí como si subiera una larga escalera desde la periferia al centro de un sistema, que al mismo tiempo era el mío propio, el solar y el cósmico. Los tres sistemas eran diferentes, y sin embargo idénticos . . . Por fin, con una última fatiga . . . logré concentrar los rayos de mi conciencia sobre el ansiado punto focal. Y, en el mismo instante, se alzó ante mí, como si una repentina inflamación hubiera refundido en una unidad todos los rayos, una prodigiosa luz blanca, inefablemente radiante, cuya fuerza era tan grande que casi me repelió . . . Si bien sentí que no me era necesario investigar más esta luz, resolví sin embargo asegurarme aún otra vez, intentando penetrar este brillo, que casi me cegaba, para ver qué contenía. Lo logré con gran fatiga . . . Era la dualidad del Hijo . . . lo oculto hecho evidente, lo indefinido definido, lo inindividuado individuado, Dios como Señor, que prueba mediante su dualidad que Dios es tanto sustancia como fuerza, amor como voluntad, femenino como masculino, madre como padre." Halló que Dios es dos en uno, como el hombre. Observó además algo que también destaca nuestro texto, es decir, la "suspensión de la respiración". Dice que la respiración común ha cesado, y una especie de respiración interna la ha sustituido, "como si otra persona, diferente de mi organismo físico, hubiera respirado en él". Considera que ese ser es la entelequia de Aristóteles, y el "Cristo interno" del apóstol Pablo, "la individualidad espiritual y sustancial engendrada dentro de la personalidad física y fenoménica, y representando por lo tanto el renacimiento del hombre en un plano trascendental".


Esa genuina vivencia contiene todos los símbolos esenciales de nuestro texto. El fenómeno mismo, es decir, la visión de la luz, es una vivencia común a muchos místicos que indudablemente es del más alto significado, pues en todos los lugares y todas las épocas se muestra como lo incondicionado, que reúne en sí la mayor fuerza y el sentido más alto. Hildegard von Bingen, personalidad significativa aun cuando no se tenga en cuenta su mística, se expresa sobre su visión central de manera muy similar: "Desde mi niñez", dice, "veo siempre una luz en mi alma, pero no con los ojos externos y tampoco con los pensamientos de mi corazón; tampoco toman parte en ella los cinco sentidos exteriores . . . La luz que percibo no es de especie local, sino que es mucho más lúcida que la nube que lleva el sol. No puedo distinguir en la misma ninguna altura, anchura o longitud . . . Lo que veo o aprendo en tal visión me queda largo tiempo en la memoria. Veo, oigo y sé al mismo tiempo; y aprendo lo que sé como si fuera en un instante . . . No puedo discernir absolutamente ninguna forma en esta luz, que para mí se llama la Luz viviente . . . Mientras gozo de la contemplación de la luz desaparece de mi memoria toda tristeza y dolor. . . " Yo mismo conozco algunas pocas personas que saben de esa vivencia por propia experiencia. En la medida en que fue posible decidir algo sobre semejante fenómeno, parece tratarse de un estado agudo de conciencia tan intensiva como abstracta, de una conciencia "desligada" (comparar más abajo) que, como Hildegard justamente indica, hace que se conciencialicen campos del acontecer anímico que de otra manera están cubiertos por lo oscuro. El hecho de que, en conexión con eso, desaparezcan a menudo las sensaciones corporales generales, muestra que a éstas les es sustraída su energía específica, la cual probablemente es empleada para reforzar la lucidez de la conciencia.


Por regla, el fenómeno es espontáneo; viene y va según su propio impulso. Su efecto es asombroso, por cuanto casi siempre produce una solución de las complicaciones anímicas y, con ello, un desligamiento de la personalidad interna respecto de enredos emocionales e ideológicos; de ese modo crea una unidad del ser que comúnmente se experimenta como "liberación".


La voluntad consciente no puede alcanzar tal unidad simbólica, pues la conciencia es, en este caso, parte. El opositor es lo inconsciente colectivo, que no entiende ningún lenguaje de la conciencia. Por lo tanto, se tiene necesidad de símbolos "mágicamente" efectivos, que contengan aquellos analogismos primitivos que hablan a lo inconsciente. Sólo mediante el símbolo puede lo inconsciente ser alcanzado y expresado, por cuyo motivo jamás podrá la individuación abstenerse de símbolos. El símbolo es por un lado la expresión primitiva de lo inconsciente y, por el otro, una idea que corresponde al más alto presentimiento que le sea dado a la conciencia.


El más antiguo de los dibujos mandálicos que conozco es una llamada "rueda solar" paleolítica, que fue descubierta poco ha en Rhodesia. Está basada, de igual manera, en el número cuatro. Cosas que llegan tan hacia atrás en la historia de la humanidad tocan, naturalmente, las capas más profundas de lo inconsciente, y posibilitan asirlas donde el lenguaje consciente se muestra como totalmente impotente. Tales cosas no pueden ser creadas por el pensamiento, sino que deben crecer de nuevo hacia arriba desde la oscura profundidad del olvido, para expresar los presentimientos supremos de la conciencia y la intuición más alta del espíritu y, así, fundir en uno la unicidad de la conciencia actual con el primitivo pasado de la vida.

LOS FENÓMENOS DEL CAMINO


1 . La disolución de la conciencia.
El encuentro de la conciencia individual, delimitada estrechamente, pero por lo mismo intensivamente clara, con la enorme extensión de lo inconsciente colectivo, es un peligro, pues lo inconsciente tiene definido efecto disolvente sobre la conciencia. Ese efecto pertenece incluso, según la exposición del Hui Ming King, a los fenómenos particulares de la práctica del yoga chino. Se dice ahí: "Cada pensamiento parcial adquiere configuración, y se hace visible en color y forma. La fuerza total del alma revela sus rastros" (14). La ilustración incluída en este libro muestra a un sabio sumido en contemplación, la cabeza flameando con fuego y, saliendo de éste, cinco figuras humanas que, a su vez, se escinden de nuevo en veinticinco más pequeñas. Si se lo estableciera como estado, sería ése un proceso esquizofrénico. Por eso dice la instrucción: "Las figuras formadas por medio del fuego del espíritu son sólo colores y formas vacíos. La Luz de la esencia refleja hacia lo original, lo verdadero."


Se comprende por lo tanto por qué se recae sobre la figura defensiva del "círculo protector". Ése ha de impedir la "efluxión", y defender la unidad de la conciencia contra la voladura por obra de lo inconsciente. Además, la concepción china intenta eliminar por debilitamiento el efecto disolvente de lo inconsciente en cuanto designa las "figuras del pensamiento" o "pensamientos parciales" como "colores y formas vacíos" y, con ello, los despotencializa en la medida de lo factible. Este pensamiento pasa por todo el budismo (especialmente el Mahayana) y se eleva, en las enseñanzas a los muertos del Bardo Todol (Libro de los muertos tibetanos), hasta la explicación de que también los dioses, favorables y desfavorables, son ilusiones que deben todavía ser vencidas. No pertenece por cierto a la competencia del psicólogo establecer la verdad o falsedad metafísica de ese pensamiento. Él debe contentarse con establecer, donde sea posible, qué es lo psíquicamente efectivo. Y no le preocupa el que la figura en consideración sea o no una ilusión trascendental. Sobre ello decide la fe y no la ciencia. De cualquier manera, nos movemos aquí en un campo que por largo tiempo pareció estar fuera del alcance de las ciencias y, por ese motivo, fue valorado in toto como ilusión. Tal suposición, empero, de ningún modo puede justificarse, pues la sustancialidad de estas cosas no es ningún problema científico ya que, en todo caso, yace más allá de la facultad de percepción y juicio humanos, y por lo tanto también más allá de toda posibilidad de prueba. No se trata, pues, para el psicólogo, de la sustancia de esos complejos, sino solamente de la experiencia psíquica. Sin duda son contenidos psíquicos experimentales, de autonomía igualmente incontestable, pues son sistemas psíquicos parciales que, o entran en escena de modo espontáneo en estados extáticos y, circunstancialmente, suscitan violentas impresiones y efectos, o se fijan en perturbaciones mentales bajo la forma de ideas delirantes y alucinaciones y con ello destruyen la unidad de la personalidad. El psiquiatra está de hecho inclinado a creer en toxinas y similares, y a explicar a partir de ellas la esquizofrenia (escisión de la mente en la psicosis), dejando de lado los contenidos psíquicos. En cambio, en las perturbaciones psicógenas (histeria, neurosis obsesivas, etc.), donde sencillamente no cabe hablar de efectos de toxinas y degeneraciones de células, tienen lugar, como por ejemplo en los estados sonambúlicos, similares escisiones espontáneas de complejos, que Freud por cierto quería explicar a partir de la represión inconsciente de la sexualidad. Tal explicación, empero, en modo alguno vale para todos los casos, pues también pueden desarrollarse espontáneamente de lo inconsciente contenidos que la conciencia no puede asimilar. En casos de la última índole falla la hipótesis de la represión. Además, en la vida cotidiana puede observarse la autonomía, en los efectos que, contra nuestra voluntad y nuestras tentativas de represión más esforzadas, empujan obstinadamente e, inundando al yo, lo ponen bajo su voluntad. No es de admirarse, por lo tanto, que el primitivo vea en eso una posesión, o la migración de un alma, pues también nuestro lenguaje lo hace todavía: "No sé qué le ha entrado hoy"; "está llevado por el diablo"; "lo tiene de nuevo"; "se pone fuera de sí"; "se comporta como un poseso". Hasta la práctica legal reconoce una disminución parcial de la responsabilidad durante el estado pasional. Los contenidos anímicos autónomos nos son, en consecuencia, una experiencia por entero corriente. Tales contenidos tienen sobre la conciencia un efecto explosivo.


Pero hay aún, fuera de los afectos comunes, de todos conocidos, estados afectivos más sutiles y complejos, que ya no pueden ser designados como meros afectos. Más bien son complicados sistemas anímicos parciales que, cuanto más complicados son, tanto más carácter de personalidad tienen. Son también, precisamente, constituyentes de la personalidad psíquica y, en consecuencia, deben tener carácter de personalidad. Tales sistemas parciales se hallan sobre todo en las enfermedades mentales, en las decisiones psicógenas de la personalidad (personalidad doble) y muy comúnmente en los fenómenos mediúmnicos. Puede hallárselos asimismo en los fenómenos religiosos. Por lo tanto, muchos de los que antes eran dioses han pasado de ser personas a ser ideas personificadas y, finalmente, a ideas abstractas, pues los contenidos inconscientes vivificados aparecen siempre primero como proyectados hacia fuera y, en el transcurso del desarrollo espiritual, son paulatinamente asimilados, vía proyección espacial, por la conciencia y reformados en ideas conscientes, que pierden entonces su carácter originalmente autónomo y personal. Como se sabe, algunos de los antiguos dioses han llegado, vía astrología, a ser meras cualidades (marcial, jovial, saturnino, erótico, lógico, lunático, etc.).


Las instrucciones del Bardo Todol, en especial, permiten discernir cuán grande es para la conciencia el peligro de ser disuelta por estas figuras. El muerto es enseñado una y otra vez a no tomar tales figuras por verdaderas, y a no confundir su turbio fulgor con la pura blanca luz del Dharmakaya ("el divino cuerpo de la verdad"), es decir, a no proyectar en figuras concretizadas la Luz una de la más alta conciencia y, de ese modo, disolverse en una multiplicidad de sistemas parciales autónomos. Si no hubiera en ello ningún peligro, y no fueran los sistemas parciales tendencias amenazadoramente autónomas y divergentes, no habría pues necesidad de esas apremiantes instrucciones que, para el ánimo más simple, politeísticamente orientado del hombre del Este significa casi tanto como, por ejemplo, para el hombre cristiano una instrucción de no dejarse cegar por la ilusión de un Dios personal, de una Trinidad, de innumerables ángeles y santos.


Si las tendencias a la escisión no fueran cualidades inherentes a la psique humana, absolutamente nunca se hubieran escindido los sistemas parciales; en otras palabras, jamás hubieran existido dioses o espíritus. Por eso, a causa del culto exclusivo de la conciencia, nuestros tiempos son en tan alto grado impíos y profanos. Nuestra verdadera religión es un monoteísmo de la conciencia, una posesión por la conciencia, con una fanática negación de la existencia de sistemas parciales autónomos. Nos diferenciamos empero de las enseñanzas del yoga budista porque negamos hasta la calidad de experimentable de los sistemas parciales. En eso hay un gran peligro psíquico, pues entonces los sistemas parciales se comportan como cualquier contenido reprimido: producen compulsivamente actitudes falsas, puesto que lo reprimido asoma de nuevo en la conciencia bajo la forma inapropiada. Este hecho, que salta a la vista en cada caso de neurosis, vale también para los fenómenos psíquicos colectivos. Nuestro tiempo incurre a ese respecto en un error fatal: cree, en efecto, poder criticar intelectualmente los hechos religiosos. Se opina, como por ejemplo Laplace, que Dios es una hipótesis que se puede someter a un tratamiento intelectual, a una afirmación o negación. Olvidase así plenamente que el motivo por el que la humanidad cree en el daimon, en absoluto tiene que ver con cualquier cosa externa, sino que reposa simplemente sobre la percepción cándida del violento efecto interno de los sistemas parciales autónomos. Ese efecto no se disuelve porque se critique intelectualmente su nombre, o se lo señale como falso. El efecto existe constantemente de manera colectiva, los sistemas autónomos actúan sin cesar, pues la estructura fundamental de lo inconsciente no es conmovida por las indecisiones de una conciencia transitoria. Si se niega los sistemas parciales, imaginando que se los anula mediante la crítica del nombre, no se puede entonces comprender más su efecto, que sigue existiendo a pesar de eso, ni tampoco asimilarlos más a la conciencia. Pasan entonces a ser un inexplicable factor de perturbación, el que finalmente se supone en algún lugar externo. Sobreviene con eso una proyección de los sistemas parciales y, al mismo tiempo, se crea una situación peligrosa, pues los efectos perturbadores se atribuyen ahora a una mala voluntad exterior que, desde luego, no puede hallarse en parte alguna salvo en lo del vecino de . Eso lleva a delirios colectivos, instigaciones de guerra y revoluciones; en una palabra, a destructivas psicosis de masas.


La locura es una posesión por un contenido inconsciente que, como tal, no es asimilado a la conciencia. Y porque la conciencia niega la existencia de tales contenidos, tampoco los puede asimilar. Expresado de manera religiosa: no se tiene ya ningún temor de Dios, y se da a entender que todo sea librado a la medida humana. Esta Hybris, o sea, estrechez de conciencia, es siempre el camino más corto al asilo de alienados. Recomiendo la excelente exposición de este problema en Christina Alberta's Father de H. G. Wells, y en Den Ürdigkeiten eines Nervenkranken de Schreber.


Más bien debe conmover simpáticamente al europeo ilustrado el que en el Hui Ming King se diga: "Las figuras formadas por medio del fuego del espíritu son sólo colores y formas vacíos." Eso suena por entero a europeo y parece casar excelentemente con nuestra razón; en verdad, opinamos que debemos sentirnos halagados de haber alcanzado ya esas alturas de la claridad, pues parece uno haber dejado tras sí hace tiempo tales fantasmas de dioses. Pero lo que hemos superado son sólo los fantasmas de las palabras, no los hechos psíquicos que fueran responsables del nacimiento de los dioses. Estamos todavía exactamente tan poseídos por nuestros contenidos anímicos autónomos como si éstos fueran dioses. Ahora se los llama fobias, obsesiones, etc.; brevemente, síntomas neuróticos. Los dioses han pasado a ser enfermedades, y Zeus no rige más el Olimpo, sino el plexus solaris y ocasiona curiosidades para la consulta médica, o perturba el cerebro de políticos y periodistas quienes, involuntariamente, desencadenan epidemias psíquicas.
Por lo tanto, es mejor para el hombre occidental que no sepa al pronto demasiado acerca de la secreta penetración de los sabios orientales, pues sería "el medio correcto en manos del hombre erróneo". En lugar de hacerse ratificar una vez más que el daimon es ilusión, el occidental debiera de experimentar nuevamente la realidad de esa ilusión. Debiera de aprender a reconocer de nuevo esas potencias psíquicas, y no esperar hasta que sus humores, nerviosidades o ideas delirantes le aclaren, de la manera más dolorosa, que no es el único señor en su casa. Las tendencias de escisión son personalidades psíquicas efectivas de realidad relativa. Son reales cuando no se las reconoce como reales y son por lo tanto proyectadas; relativamente reales cuando están en vinculación con la conciencia (expresado de manera religiosa: cuando existe un culto); irreales, empero, en la medida que la conciencia comienza a separarse de sus contenidos.

Pero lo último es el caso tan sólo cuando la vida ha sido vivida tan exhaustivamente y con tal devoción que no existe ya ninguna obligación vital absoluta y, por ende, ninguna exigencia que no pueda ser sacrificada sin reflexión, se halle ya en el camino de la superioridad interna sobre el mundo. De nada sirve mentirse a ese respecto. Donde todavía se está detenido, aún se está poseso. Y si se está poseso, aún existe algo más fuerte, que lo posee a uno. ("En verdad os digo que de ahí no saldrás hasta no haber pagado el último céntimo".) No es del todo indiferente que se designe algo como una "manía" o como un "dios". Estar al servicio de una manía es reprobable e indigno; en cambio, servir a un dios es, a causa de la sumisión a algo más alto invisible y espiritual, significativamente más pleno de sentido y, al par, más rico en perspectivas, puesto que la personificación ocasiona ya la realidad relativa de los sistemas parciales autónomos y, con ello, la posibilidad de la asimilación y de la "irrealización" de las potencias de la vida. Donde no se reconoce al dios, se origina manía egoísta, y de la manía la enfermedad.


La doctrina yoga sienta el reconocimiento de los dioses como algo evidente de por sí. Su enseñanza secreta está por lo tanto destinada sólo a aquellos cuya luz de la conciencia se dispone a separarse de las potencias de la vida a fin de entrar en la unidad última, indivisa, en el "centro de lo vacío", donde "reside el dios del vacío y vitalidad extremos", como dice nuestro texto. "Escuchar tal enseñanza es difícil de alcanzar en miles de eones." Es evidente que no se puede alzar el velo de Maya mediante la mera decisión de la razón, sino que se requiere la preparación más cabal y penosa, que consiste en que se pague con justeza todas las deudas con la vida. Pues en tanto se vea uno detenido de alguna manera por causa de cupiditas, el velo no es alzado, y no es alcanzada la altura de la conciencia libre de contenidos y sin ilusión, y ningún artificio o engaño puede producirla mágicamente. Es un ideal que sólo en la muerte puede cumplirse cabalmente. Hasta entonces hay figuras reales, y relativamente reales, de lo inconsciente.


2 . Animus y anima.
A las figuras de lo inconsciente pertenecen, según nuestro texto, no sólo los dioses, sino también animus y anima. La palabra hun es traducida por Wilhelm como animus y, en efecto, el concepto animus calza excelentemente a hun, cuyo carácter está compuesto por el signo para "nubes" y el signo para "demonio". En consecuencia, hun significa demonio de nubes, un "alma-hálito" superior, perteneciente al principio Yang y por eso masculina. Después de la muerte hun asciende y pasa a schen, al espíritu o dios "que se extiende y manifiesta". El anima, llamada po, escrita con el signo para "blanco" y él signo para "demonio", por ende "fantasma blanco", es el alma corporal inferior, ctónica, perteneciente al principio Yin y, por lo tanto, femenina. Después de la muerte se hunde y pasa a gui, demonio, explicado a menudo como "lo que retorna" (scil., a la tierra), el alma en pena, el espectro. El hecho de que tanto el animus como el anima se separen después de la muerte y vayan independientemente por sus caminos demuestra que, para la conciencia china, son factores psíquicos distinguibles, que tienen también un efecto claramente diferente, y a pesar de que originalmente sean uno en la "esencia una, efectiva y verdadera", son dos en la mansión de lo creativo. El animus está en el Corazón celestial, durante el día mora en los ojos (es decir, en la conciencia); por la noche sueña desde el hígado. Es aquello "que hemos recibido del gran vacío, lo que es de una figura con el origen". El anima es, en cambio, "la fuerza de lo pesado y turbio", fijada al corazón corporal, carnal. "Deseos carnales y excitaciones coléricas" son sus efectos. "Quien al despertar hállase sombrío y deprimido está encadenado por el anima."


Hace ya muchos años, antes de que Wilhelm me hubiera facilitado el conocimiento de este texto, usaba yo el concepto anima de una manera enteramente análoga a la definición china (15), aparte naturalmente de todo puesto metafísico. Para el psicólogo el anima no es un ser trascendental, sino completamente experimentable, como lo muestra también con claridad la definición china: los estados afectivos son experiencias inmediatas. Pero ¿por qué se habla entonces de anima y no simplemente de humores? La razón para ello es la siguiente: los afectos tienen carácter autónomo, debido a lo cual la mayoría de los hombres les está sometida. Los afectos son, empero, contenidos delimitables de la conciencia, partes de la personalidad. Como partes de la personalidad tienen carácter de personalidad; pueden por tanto ser fácilmente personificados -y los son aún hoy en día, como los ejemplos anteriores han mostrado. La personificación no es invención ociosa, por cuanto el individuo afectivamente excitado no muestra ningún carácter indiferente, sino uno completamente determinado, que es distinto del común. Se muestra, mediante la investigación cuidadosa, que en el hombre el carácter afectivo tiene rasgos femeninos. De ese hecho psicológico proviene la enseñanza china del alma po, así como mi concepción del anima. Una introspección más profunda, o la experiencia extática, revela la existencia de una figura femenina en lo inconsciente, y de ahí la denominación femenina anima, psique, alma. También puede definirse el anima como imago o arquetipo, o sedimento de todas las experiencias del hombre con la mujer. Por eso también la imagen del anima es por regla proyectada sobre la mujer. Como se sabe, la poesía ha descrito y cantado a menudo el anima (16).La relación que el anima tiene con el espectro, según la concepción china, es interesante para el parapsicólogo por cuanto los "controles" son muy frecuentemente del sexo opuesto.


Por mucho que deba aprobar la traducción que hace Wilhelm de hun por animus, ciertas razones me eran importantes para escoger para el espíritu del hombre, para su claridad de conciencia y racionalidad, no la expresión animus, de otra manera excelentemente adecuada, sino la expresión logos. Justamente son ahorradas al filósofo chino ciertas dificultades que agravan la tarea del psicólogo occidental. La filosofía china es, como toda antigua actividad espiritual, un exclusivo elemento constituyente del mundo de los hombres. Sus conceptos nunca son tomados psicológicamente y, por ende, nunca investigados respecto a la medida en que se adapten también a la psique femenina. El psicólogo no puede, empero, pasar por alto la existencia de la mujer y de su psicología particular. Por eso prefiero yo traducir hun, en el hombre, por logos. Wilhelm usa logos para el concepto chino sing, que puede también traducirse como "esencia" o " conciencia creativa". Hun pasa, después de la muerte, a schen, el espíritu, que filosóficamente se halla próximo a sing. Puesto que los conceptos chinos no son, en nuestro sentido, modos de ver lógicos, sino intuitivos, sus significados pueden reconocerse sólo a partir de su uso y de la constitución de los caracteres de la escritura, o precisamente de relaciones tales como la de hun a schen. Así, hun sería la luz de la conciencia y la racionalidad en el hombre, procediendo originalmente del Logos spermatikos de sing y retornando después de la muerte, mediante schen, otra vez a Tao. La expresión logos podría ser especialmente apropiada en esta aplicación, ya que entraña el concepto de una esencia universal, pues la claridad de conciencia y la racionalidad del hombre no es algo individualmente separado, sino un universal; tampoco es algo personal, sino en el sentido más profundo, suprapersonal en la más estrecha oposición a anima, que es un demonio personal y se exterioriza en humores cabalmente personales (¡por tal causa, animosidad!).


Considerando esos hechos psicológicos he reservado la expresión animus exclusivamente para la feminidad, porque mulier non habet animam, sed animum. La psicología femenina muestra, en efecto, un contraste con el anima del hombre, que no es, primariamente, de naturaleza afectiva, sino una esencia cuasi-intelectual que se caracteriza con la palabra "prejuicio" de manera cabalmente justa. No es el "espíritu", sino la naturaleza emocional del alma lo que corresponde a la naturaleza consciente de la mujer. El espíritu es el "alma", o mejor dicho, el animus de la mujer. Y así como el anima del hombre consiste en primer lugar en afinidades inferiores afectivas, el animus de la mujer consiste en juicios inferiores o, mejor dicho, opiniones. (Para cualquier ampliación remito al lector a mi obra antes citada. Sólo puedo mencionar aquí lo general.) El animus de la mujer consiste en un gran número de opiniones preconcebidas y por lo tanto es mucho menos personificable por medio de una figura que, más bien, por medio de un grupo o multitud. -Un buen ejemplo parapsicológico al caso es el grupo llamado "Imperator", en Mrs. Piper (17) . El animus en un nivel más bajo, es un logos inferior, una caricatura del diferenciado espíritu del hombre, como es una caricatura el anima, en un nivel más bajo, del eros femenino. Y así como hun a sing, que Wilhelm traduce por logos, corresponde el eros de la mujer a ming, que se traduce por destino, fatum, fatalidad, y es interpretado por Wilhelm como eros. Eros es el entrelazamiento, logos el discernimiento separador, la luz clarificadora. Eros es afinidad; logos, discriminación y desapego. Por lo tanto, en el animus de la mujer el logos inferior se exterioriza como complemento falto de afinidad y, también, por lo tanto, como prejuicio inaccesible, o como una opinión que, de manera irritante, nada tiene que ver con la naturaleza del objeto.


Me ha sido reprochado a menudo que personificara yo anima y animus de manera similar a como lo hiciera la mitología. Tal reproche, empero, sólo sería justificado si se probara de que concreté, también mitológicamente, esos conceptos para el uso psicológico. De una vez por todas debo explicar que la personificación no ha sido inventada por mí, sino que es inherente a la esencia de los correspondientes fenómenos. Sería acientífico pasar por alto el hecho de que el anima es un sistema parcial psíquico y, por lo tanto, personal. Ninguno de quienes me hicieron ese reproche vacilará un segundo en decir: "he soñado con el Sr. X", si bien, tomado con exactitud ha soñado sólo con una representación del Sr. X. El anima no es sino una representación de la naturaleza personal del sistema autónomo en cuestión. Lo que ese sistema es en un sentido trascendental, es decir, más allá de los límites de la experiencia, no lo podemos saber.


También he definido en general al anima como una personificación de lo inconsciente, y en consecuencia la he concebido como un puente a lo inconsciente, como la función de relación con lo inconsciente. Ahora bien, con eso se vincula en forma interesante la afirmación, de nuestro texto, de que la conciencia (es decir, la conciencia personal) procede del anima. Dado que el espíritu occidental se halla por entero en el punto de vista de la conciencia, debe definir al anima de la manera que precisamente he hecho. Inversamente, empero, el oriental, que se halla en el punto de vista de lo inconsciente, ¡considerará la conciencia como un efecto del anima! Sin duda la conciencia deriva originalmente de lo inconsciente. Trátase de algo que por lo común olvidamos, y por lo tanto siempre hacemos tentativas de identificar la psique en general con la conciencia o, al menos, de exponer lo inconsciente como un derivado o un efecto de la conciencia (como, por ejemplo, en la doctrina de la represión, de Freud). No obstante es esencial, partiendo de las razones arriba citadas, que nada sea sustraído de la realidad de lo inconsciente y que las figuras de lo inconsciente sean comprendidas como magnitudes efectivas. Quien haya concebido lo que se significa con realidad psíquica, no temerá recaer con ello en la primitiva demonología. Si, en efecto, no se adjudica a las figuras de lo inconsciente la dignidad de magnitudes espontáneamente efectivas, se cae en una creencia unilateral en la conciencia, que a la postre conduce a un estado de tensión. Deben entonces ocurrir catástrofes, porque a pesar de toda la conciencia se han pasado por alto las oscuras potencias psíquicas. No somos nosotros quienes las personificamos; desde el origen son de naturaleza personal. Sólo cuando eso es cabalmente reconocido podemos pensar en despersonalizarlas, o sea, como expresa nuestro texto: "someter al anima".


Surge aquí otra vez, y por cierto de manera peligrosa, bajo la forma de una aparente concordancia, una violenta diferencia entre el budismo y nuestra posición espiritual occidental. La doctrina yoga repudia todos los contenidos fantásticos. Nosotros también, pero el oriental lo hace sobre una base totalmente distinta de la nuestra. Reinan allá concepciones y enseñanzas que expresan de la manera más abundante la fantasía creadora. Allí debe uno defenderse contra el exceso de fantasía. Nosotros, en cambio, consideramos la fantasía como ensoñación mísera y subjetiva. Las figuras de lo inconsciente no aparecen, naturalmente, abstractas y despojadas de todo accesorio; por el contrario, están engastadas y entrelazadas en un tejido de fantasías de inaudito abigarramiento y confusa plenitud. El Este puede repudiar esas fantasías, dado que hace mucho tiempo ya ha sacado y condensado su extracto en las profundas enseñanzas de su sabiduría. Nosotros, empero, no hemos todavía experimentado una vez esas fantasías, ni con mayor razón, tomado de ellas la quintaesencia. Aquí tenemos aún que recuperar un sector entero del vivenciar experimental, y sólo cuando hayamos encontrado el contenido sensato en lo aparentemente sin sentido podremos separar lo sin valor de lo valioso. Y podemos estar seguros de que el extracto que saquemos de nuestras vivencias será distinto del que nos ofrece hoy el Este. El Este llegó al conocimiento de las cosas internas con un desconocimiento infantil del mundo. Nosotros, en cambio, exploraremos la psique y su profundidad apoyados por un saber enormemente dilatado de la historia y las ciencias naturales. Al presente el saber externo es, por sobre todo, la mayor traba para la introspección, pero la necesidad anímica vencerá todos los obstáculos. ¡Pues estamos ya construyendo una psicología, es decir, una ciencia que nos dé la clave para cosas cuyo acceso halló el Este sólo mediante estados anímicos de excepción!

EL DESLIGAMIENTO DE LA CONCIENCIA RESPECTO DEL OBJETO

Mediante el comprender nos liberamos de la dominación por lo inconsciente. Éste es, en el fondo, también el objetivo de las instrucciones de nuestro texto. El discípulo es enseñado cómo debe concentrarse sobre la Luz del recinto más interno y, con ello, soltarse de todos los encadenamientos externos e internos. Su voluntad de vida es dirigida al estado de conciencia sin contenido que, no obstante, deja existir todos los contenidos. El Hui Ming King dice sobre el desligamiento:


"Un resplandor de Luz circunda el mundo del espíritu,
Se olvida uno a otro, quieto y puro, por completo potente y vacío.
Lo vacío es traslucido por el fulgor del Corazón del Cielo.
El agua de mar es lisa y refleja en su superficie la luna.
Las nubes se atenúan en el espacio azul.
Las montañas lucen claras.
La conciencia se disuelve en el contemplar.
E1 disco de la luna reposa solitario."

Esa característica de la consumación describe un estado anímico que quizás pueda designarse del mejor modo como una separación de la conciencia respecto del mundo y un retraimiento de la misma a un punto por decir así extramundano. De tal modo, la conciencia está vacía y no-vacía. Ya no está más preocupada por las imágenes de las cosas, sencillamente las contiene. La anterior plenitud del mundo, inmediata y oprimente, por cierto nada ha perdido de su abundancia y su belleza, pero no domina más a la conciencia. Ha cesado la pretensión mágica de las cosas, pues se ha desenredado el primitivo entrelazamiento de la conciencia con el mundo. Lo inconsciente ya no es proyectado, por cuyo motivo es anulada la participation mystique original con las cosas. En consecuencia, la conciencia ya no está colmada de intenciones compulsivas, sino que pasa a contemplar, como muy bien dice el texto chino.


¿Cómo se llega a producir este efecto? (De hecho presuponemos que el autor chino no sea, en primer lugar, un mentiroso; en segundo, que tenga un sano sentido; y en tercero, que se trate de un hombre extraordinariamente penetrante.) A fin de comprenderlo o explicarlo se precisan, para nuestro entendimiento, ciertos rodeos. No se lo hace con el sentir externo; pues nada sería más infantil que querer hacer estético tal estado anímico. Se trata aquí de un efecto que conozco muy bien a partir de mi práctica médica; es el efecto terapéutico par excellence, por el que me ocupo con mis discípulos y pacientes: la disolución de la participation mystique. Lévy-Bruhl(18) con visión genial, ha expuesto como signo distintivo de la mentalidad primitiva lo que llamó Participation mystique. Lo que designó no es otra cosa que el resto, indeterminadamente grande, de indiferenciación entre sujeto y objeto, que en los primitivos posee todavía dimensiones tales que no puede dejar de sorprender a los hombres de conciencia europea. Mientras no sea consciente la distinción entre sujeto y objeto, reina la identidad inconsciente. Entonces lo inconsciente es proyectado sobre el objeto, y el objeto introyectado en el sujeto, es decir, psicologizado. Animales y plantas se conducen entonces como hombres, los hombres son simultáneamente animales, y todo está animado con espectros y dioses. El hombre de cultura se cree, claro está, inmensamente elevado por encima de esas cosas. Pero a menudo se halla, durante su vida entera, identificado con los padres, identificado con sus afectos y prejuicios, y afirma del otro, impúdicamente, lo que no quiere ver en sí mismo. Precisamente tiene todavía también un resto de inconsciencia inicial, es decir, de indiferenciación de sujeto y objeto. En virtud de esa inconsciencia es afectado mágicamente por incontables hombres, cosas y circunstancias, o sea, incondicionalmente influido; está colmado casi tanto de contenidos perturbadores como el primitivo, y por consiguiente emplea igual cantidad de magia apotropéyica. Pero sus prácticas mágicas no las realiza más con bolsitas medicinales, amuletos y sacrificios animales, sino con remedios para los nervios, neurosis, "ilustración", cultos de la voluntad, etc.


Ahora bien, si se logra reconocer lo inconsciente como magnitud co-condicionante al par de la conciencia, y vivir de manera que las exigencias conscientes e inconscientes ( o sea instintivas) sean en lo posible tomadas en consideración, el centro de gravedad de la personalidad no es más el yo, que es un mero centro de conciencia, sino un punto, por así decir, virtual entre lo consciente y lo inconsciente, al que cabe designar como sí-mismo. Si se logra tal trasposición, el resultado es la anulación de la participation mystique y de ello nace una personalidad que, por decirlo así, sufre sólo en los pisos inferiores pero está en los superiores singularmente alejada del acontecer penoso o gozoso.


La producción y nacimiento de esa personalidad es lo que nuestro texto tiene por objetivo cuando habla del "fruto santo", del "cuerpo diamantino" o, de alguna otra manera, acerca de un cuerpo imputrescible. Tales expresiones son psicológicamente simbólicas de una actitud invulnerable al conflicto emocional incondicionado y con ello a la conmoción violenta; en otras palabras, simbolizan una conciencia desligada del mundo. Tengo razones para creer que ésta sea realmente una preparación natural para la muerte, que se instituye después de la mitad de la vida. Para el alma la muerte es tan importante como el nacimiento y, como éste, un elemento integrante de la vida. No se tiene el derecho de preguntar al psicólogo lo que acontece finalmente con la conciencia desligada. Sea cual fuere la posición teórica que adoptara, sobrepasaría sin esperanza los límites de su competencia científica. Sólo puedo indicar que lo que nuestro texto afirma con respecto a la intemporalidad de la conciencia separada está en concordancia con el pensar religioso de todos los tiempos y con la abrumadora mayoría de la humanidad y que, por lo tanto, quien no pensara así estaría fuera del orden humano y sufriría en consecuencia de un equilibrio psíquico perturbado. Por tal motivo me tomo como médico todo trabajo para apoyar, en la medida de mis fuerzas, la convicción en la inmortalidad, especialmente entre mis pacientes de edad a quienes tales preguntas llegan con amenazadora proximidad. La muerte, en efecto, vista psicológicamente de manera correcta, no es un término sino una meta, por lo tanto comienza la vida para la muerte tan pronto como se sobrepasa la altura del mediodía.


La filosofía del yoga chino se erige sobre el hecho de esa preparación instintiva para la muerte como meta y, en analogía con la meta de la primera mitad de la vida, o sea, la generación y propagación, el medio de perpetuar la vida física, pone como objetivo de la existencia espiritual la generación y nacimiento simbólicos de un "cuerpo-hálito" psíquico (subtle body), que asegura la continuidad de la conciencia desligada. Es el nacimiento del hombre neumático, conocido desde la antigüedad por el europeo, quien busca empero alcanzarlo con símbolos y procedimientos mágicos completamente diferentes, con fe y conducta cristianas. También aquí nos hallamos otra vez sobre una base totalmente distinta a la del Este. De nuevo suena por cierto nuestro texto como si no estuviese distante de la moral ascético-cristiana. Nada sería sin embargo más errado que aceptar que se trata de lo mismo. Tras nuestro texto se halla la cultura milenaria, que se ha construído orgánicamente sobre los instintos primitivos y por consiguiente no conoce nada en absoluto de aquella moral brutal, que nos es apropiada a los bárbaros germanos recientemente civilizados. Falta ahí en consecuencia el impulso de la violenta represión de instintos, que exalta y envenena histéricamente nuestra espiritualidad. Quien vive sus instintos puede también separarse de ellos, y eso de manera tan natural como los ha vivido. Nada sería más ajeno a nuestro texto que el heroico vencerse a sí mismo, a lo cual empero vendría a parar infaliblemente entre nosotros si observásemos literalmente las instrucciones chinas.


No tenemos el derecho de olvidar nuestras premisas históricas: sólo hace algo más de mil años hemos caído de los más crudos comienzos del politeísmo en una religión oriental altamente desarrollada, que llevó al espíritu imaginativo del semisalvaje a una altura que no correspondía al grado de su desarrollo espiritual. Para mantener de alguna manera esa altura por fuerza había que reprimir ampliamente la esfera de los instintos. Por eso la práctica religiosa y la moral adoptaron un carácter manifiestamente brutal, casi maligno. Naturalmente, lo reprimido no se desarrolla, sino que sigue vegetando, en primitiva barbarie, en lo inconsciente. Por cierto quisiéramos, pero de hecho no somos en absoluto capaces, escalar las alturas de una religión filosófica. Lo mejor que podemos hacer, con tal objeto, es crecer hasta ella. Aún no están curadas las heridas de Amfortas y el desgarramiento fáustico del hombre germánico. Su inconsciente está todavía cargado de esos contenidos, que en primer lugar deben hacerse conscientes antes de que pueda uno librarse de ellos. Hace poco, recibí una carta de una antigua paciente, que describe con palabras sencillas pero justas la trasposición necesaria: "De lo malo me ha venido mucho bueno. El mantenerme calma, no reprimir, estar atenta, y al mismo tiempo aceptar la realidad -las cosas como son, y no como yo las querría- me ha procurado un raro discernimiento, y también fuerzas pocos comunes, que antes ni siquiera hubiera podido imaginar. Pensaba yo siempre que, si se aceptan las cosas, la abruman a una de alguna manera; ahora bien, esto no es de ningún modo así, y sólo al aceptarlas puede adoptarse una posición hacia ellas. [¡Anulación de la participación mystique!] De modo que jugaré ahora al juego del vivir, aceptando lo que cada vez me traen el día y la vida, bueno y malo, sol y sombra, que constantemente cambian, y así acepto también mi propia naturaleza con su positivo y negativo, y todo se hará más viviente. ¡Qué tonta era! ¡Cómo he querido forzar todo según mi cabeza!"


Únicamente sobre la base de una actitud tal, que no renuncia a ninguno de los valores adquiridos durante el desarrollo cristiano sino que, por lo contrario, acepta, también con amor y longanimidad cristianos lo más humilde en la propia naturaleza, se hará posible un nivel superior de conciencia y cultura. Esa actitud es religiosa, en su más legítimo sentido, y por lo tanto terapéutica, pues todas las religiones son terapias para los sufrimientos y perturbaciones del alma. El desarrollo del intelecto y voluntad occidentales nos ha otorgado la capacidad casi diabólica de imitar, aparentemente con éxito, esa actitud, a pesar de las protestas de lo inconsciente. Pero es siempre cuestión de tiempo que se abra paso de alguna manera la posición contraria, con un contraste tanto más crudo. Con el cómodo imitar invariablemente se crea una situación insegura, que a cada momento puede ser derribada por lo inconsciente. Surge una base segura sólo cuando las premisas instintivas de lo inconsciente son tomadas en igual consideración que el punto de vista de la conciencia. Pero no nos engañemos: esa necesidad se halla en oposición violenta con el culto cristiano-occidental de la conciencia, y en especial el protestante. A pesar, sin embargo, de que parezca lo nuevo ser constantemente enemigo de lo antiguo, un más profundo deseo de comprender no puede menos que descubrir que, sin la aplicación más seria de los valores cristianos conquistados, tampoco puede en absoluto llegar lo nuevo a establecerse.

LA CONSUMACIÓN


El creciente conocimiento del Este espiritual sólo puede significar una expresión simbólica del hecho de que comenzamos a entrar en contacto con lo todavía foráneo en nosotros. Renegar de nuestras propias premisas históricas sería puro disparate, y el mejor camino hacia un nuevo desarraigo. Sólo manteniéndonos firmes sobre nuestra propia tierra podemos asimilar el espíritu del Este. Gu De dice: "La gente del mundo perdió las raíces y se tomó a las copas", para caracterizar a los que no saben dónde están los verdaderos orígenes de las fuerzas secretas. El espíritu del Este ha nacido de la tierra amarilla; nuestro espíritu puede y debe nacer sólo de nuestra tierra. Por eso, me aproximo a estos problemas de una manera que se ha criticado a menudo como "psicologismo". Si con ello fuera dado a entender "psicología", estaría yo halagado, porque es mi intención real apartar sin merced la pretensión metafísica de todas las enseñanzas secretas, ya que tales secretos objetivos de poderío de las palabras concuerdan mal con el hecho de nuestra profunda ignorancia, que habría que tener la discreción de confesar. Quiero, con la intención más plena, traer a la luz del comprender psicológico ciertas cosas de sonido metafísico, y hacer lo que me sea posible para impedir al público creer en oscuras palabras de poder. Quien sea un cristiano convencido, crea, pues tal es su deber asumido. Quien no lo es, ha perdido por su propia culpa la gracia de la fe. (Quizás fue desde su nacimiento maldito para no poder creer, sino meramente saber.) De ahí que tampoco deba creer en otra cosa. Comprender metafísicamente, es imposible; sólo puede hacérselo psicológicamente. En consecuencia, desnudo a las cosas de sus aspectos metafísicos para hacerlas objeto de la psicología. Así puedo al menos extraer de ellas algo comprensible y apropiármelo; y además aprendo de tal modo condiciones y procesos psicológicos que antes estaban velados en símbolos y sustraídos a mi inteligencia. Así alcanzo también la posibilidad de recorrer un camino similar y hacer una similar experiencia y, si hubiera todavía al final tras de ello algo metafísico irrepresentable, tendría la mejor ocasión de manifestarlo. Mi admiración de los grandes filósofos orientales es tan indubitable, como irreverente mi posición hacia su metafísica (19). En efecto, sospecho que son psicólogos simbólicos, a los que no se le podría hacer mayor injusticia que tomarlos literalmente. Si en verdad fuera metafísica lo que ellos dan a entender, querer comprenderlos sería inútil. Si, empero, es psicología, podemos comprenderlos, y obtendremos grandísimo provecho pues entonces lo llamado metafísico se torna experimentable. Si acepto que un dios sea absoluto, y más allá de toda experiencia humana, ese dios me deja frío. No obro sobre él, y tampoco él sobre mí. Si, en cambio, sé que un dios es una poderosa actividad de mi alma, debo entonces ocuparme de él pues puede hacerse hasta desagradablemente importante, incluso en la práctica, cosa que suena enormemente trivial como todo lo que aparece en la esfera de la realidad. La injuriosa palabra "psicologismo" toca sólo a los tontos que opinan que tienen su alma en el bolsillo. En verdad hay de ésos más que suficientes, puesto que la desvalorización de las cosas místicas es un prejuicio típicamente occidental, pese a todas las grandes frases que se suelen hacer sobre el "alma". Cuando uso el concepto "complejo anímico autónomo", está ya también entre mi público presto el prejuicio: "nada más que un complejo anímico". ¿De dónde se está tan seguro de que el alma sea "nada más qué"? Es como si no se supiera absolutamente nada, o se olvidara siempre de nuevo que todo lo que se nos hace consciente es imagen, e imagen es alma. La misma gente que opina que Dios es despreciado si se le comprende como lo movido y lo motor del alma, justamente como "complejo autónomo", puede ser visitada por invencibles afectos y estados neuróticos donde fallan de manera deplorable sus voluntades y su entera sabiduría de la vida. ¿Ha testimoniado con ello acaso el alma su impotencia? ¿Debe reprocharse también a Meister Eckhart de "psicologismo" cuando dice: "Dios debe nacer continuamente en el alma"? De psicologismo, según mi opinión, se tiene el derecho de reprochar sólo a un intelecto que niega la naturaleza genuina del complejo autónomo y lo quiere explicar racionalmente como consecuencia de hechos conocidos, esto es, como impropio. Ese juicio es exactamente tan arrogante como la afirmación "metafísica" que, por encima y lejos de los límites del hombre, intenta confiar a una deidad no experimentable la producción de nuestros estados anímicos. El psicologismo es simplemente la contraparte de la actitud usurpadora de la metafísica, y exactamente tan infantil como la última. Me parece, entonces, que es esencialmente más razonable conceder al alma la misma validez que al mundo experimentable, y admitir que la primera tiene tanta "realidad" como el último. Para mí, en efecto, el alma es un mundo en el que está contenido el yo. Quizás haya también peces que crean contener en sí al mar. Pero para considerar desde un punto de vista psicológico lo metafísico, debemos antes eliminar en nosotros esa generalizada ilusión.


Una afirmación metafísica de esa índole es la idea del "cuerpo diamantino", del cuerpo-hálito imputrescible, que nace en la Flor de Oro, o en el espacio de la pulgada cuadrada (20). Este cuerpo es el símbolo de un notable hecho psicológico que, justamente porque es objetivo, aparece primero proyectado en formas proporcionadas por las experiencias de la vida biológica, esto es, como fruto, embrión, niño, cuerpo viviente, etc. Se puede expresar este hecho, de la manera más simple con las palabras: no vivo yo, me vive. La ilusión de superioridad de la conciencia, cree: yo vivo. Si esa ilusión se desplomara a causa del reconocimiento de lo inconsciente, lo inconsciente aparece como algo objetivo en el que está engastado el yo. Acaso la actitud frente a lo inconsciente sea análoga al sentimiento del hombre primitivo a quien un hijo garantiza la continuidad vital; un sentimiento muy peculiar, que puede hasta adoptar formas grotescas, como en el caso del viejo negro que, indignado por su hijo indócil, exclamó: "Ahí está, con mi cuerpo, y ni me obedece".


Se trata de una modificación del sentimiento interno, similar a la que experimenta un padre a quien le nace un hijo; una modificación que nos es también conocida a través de la confesión del apóstol Pablo: "Pues ahora no vivo, sino Cristo vive en mí". El símbolo "Cristo" es, como "Hijo del Hombre", una análoga experiencia psíquica de una esencia espiritual superior en figura humana, que nace invisiblemente en el individuo, un cuerpo neumático que nos servirá de alojamiento futuro, al que se puede poner como un vestido ("que os habéis puesto a Cristo"). Naturalmente, es siempre cosa dudosa expresar en lenguaje conceptual, intelectual, sentimientos sutiles que son por cierto infinitamente importantes para la vida y el bienestar del individuo. En cierto sentido es el sentimiento del "ser sustituido", pero en verdad sin la adición del "ser destituído". Es como si la conducción de los asuntos de la vida fuera pasada a un lugar central invisible. La metáfora de Nietzsche, "libre en la absoluta necesidad más amorosa" no habría de estar totalmente fuera de lugar aquí. El lenguaje religioso es rico en expresiones plásticas que describen ese sentimiento de la libre dependencia, de la calma y de la devoción.


En esta notable experiencia percibo un fenómeno resultante del desligamiento de la conciencia, en virtud del cual el "yo vivo" subjetivo pasa a un objetivo "me vive". Tal estado es experimentado como más elevado que el anterior, como si en realidad fuera una especie de liberarse de la compulsión e imposible responsabilidad que son la consecuencia inevitable de la participation mystique. Este sentimiento de liberación, que colmó plenamente a Pablo, es la conciencia de la filiación divina, que redime del hechizo de la sangre. Es también un sentimiento de reconciliación con lo que acontece en general, por cuya razón la mirada del Consumado, en el Hui Ming King, retorna a la belleza de la naturaleza.


En el símbolo paulino de Cristo se tocan la experiencia religiosa más alta de Occidente y Oriente. Cristo, el héroe cargado de dolores, y la Flor de Oro, que se abre en la sala purpúrea de la ciudad de jade: ¡qué oposición, qué diferencia inimaginable, qué abismo histórico! Un problema apropiado para obra maestra de un psicólogo del futuro.


Junto a los grandes problemas religiosos del presente hay uno pequeñísimo: el del progreso del espíritu religioso. Si de ello se hablara, debería destacarse la diferencia que existe entre Este y Oeste en punto a la manera de tratar a la "joya", es decir, el símbolo central. El Occidente acentúa la encarnación, y hasta la persona y la historicidad del Cristo; el Oriente dice, en cambio: "Sin nacimiento, sin desaparición, sin pasado, sin futuro" (21). Correspondiendo a su concepción, se subordina el cristiano a la superior persona divina, en expectativa de su gracia; el hombre oriental sabe en cambio que la redención reposa sobre la obra que uno hace sobre sí mismo. Del individuo crece Tao íntegro. La imitatio Christi a la larga tendrá la desventaja de que veneremos a un hombre como modelo divino que encarna el más alto sentido y, por pura imitación, olvidemos realizar el propio más alto sentido. En efecto, no es del todo incómodo renunciar al propio sentido. Si Jesús lo hubiese hecho, habría llegado a ser un carpintero honorable y no un rebelde religioso a quien hoy, naturalmente, le ocurriría lo mismo que entonces. La imitación fácilmente puede también comprenderse con mayor profundidad, esto es, como obligación de realizar la mejor convicción, que es siempre también la expresión más plena del temperamento individual, con tal coraje y tal sacrificio final como lo ha hecho Jesús. Por fortuna, no todos tiene la misión de ser un maestro de la humanidad -o un gran rebelde. En consecuencia, cada uno puede a la postre realizarse a su manera. Esta gran honestidad podría quizás llegar a ser un ideal. Dado que las grandes novedades comienzan siempre en el rincón más improbable, el hecho de que hoy el hombre no se avergüenza de su desnudez tanto como antes pudiera significar, por ejemplo, que está empezando a reconocerse tal como es. De ello se seguirán todavía ulteriores reconocimientos de cosas que antes eran tabú riguroso, pues la realidad de la tierra no quedará velada eternamente como las virgines velandae de Tertuliano. La autorrevelación moral sólo significa un paso más en la misma dirección, y ya está uno en la realidad, como es, y como se confiesa a sí mismo que es. Si lo hace sin sentido, es un tanto caótico; pero si comprende el sentido de lo que hace, puede ser un hombre superior que, a pesar del sufrimiento, realiza el símbolo de Cristo. Se ve a menudo, en efecto, que tabúes puramente concretos o ritos mágicos en una etapa primitiva de una religión, llegan a ser, en la próxima, un asunto anímico o símbolos puramente espirituales. En el curso del desarrollo, la ley externa puede devenir convicción interna. Así, fácilmente podría acontecerle al hombre protestante que la persona de Jesús, existente externamente en el espacio histórico, pudiese llegar a ser el hombre superior en él mismo. Con ello se alcanzaría a la manera europea ese estado psicológico que, en la concepción oriental, corresponde al del Iluminado.


Todo eso es una etapa en el proceso de desarrollo de una más alta conciencia humana, que se halla en camino hacia metas desconocidas, y no metafísica en el sentido vulgar. Ante todo y en tal medida, es sólo "psicología", pero también en la medida en que es experimentable, comprensible y -gracias a Dios- real, es una realidad con la que algo se puede hacer, una realidad con posibilidades y por lo tanto viviente.


El que yo me ciña a lo psíquicamente experimentable y rechace lo metafísico, no implica, como comprenderá todo el que posea penetración, gesto alguno de escepticismo o agnosticismo enconados contra la fe o la confianza en poderes superiores, sino que significa más o menos lo mismo que daba a entender Kant cuando llamó a la cosa en sí un "concepto limítrofe únicamente negativo". Debería evitarse toda afirmación sobre lo trascendental, pues sólo es, siempre, una ridícula presunción del espíritu humano, inconsciente de sus limitaciones. Por eso, cuando se califica a Dios o a Tao como una conmoción o un estado del alma, con ello sólo se afirma algo sobre lo cognoscible y no sobre lo incognoscible. De lo último nada puede decirse.

EPÍLOGO


El objetivo de mi comentario es el intento de echar un puente de inteligencia anímica, interna, entre Occidente y Oriente. La base de todo entendimiento real es el hombre y, por eso, tuve que hablar de cosas humanas. Quiera eso disculpar que me haya yo ocupado de lo general y no de lo especialmente técnico. Las instrucciones técnicas son valiosas para quienes saben qué es un aparato fotográfico o un motor a gasolina; no tienen sin embargo sentido para quien no tenga noción alguna de tales aparatos. En tal situación, empero, se halla el hombre occidental, para quien escribo. Por eso me pareció que ante todo importaba destacar la concordancia entre los estados psíquicos y la simbólica, pues mediante esas analogías se abre un acceso a los aposentos interiores del espíritu oriental, un acceso que exige el sacrificio de nuestra singularidad y no nos amenaza con el desarraigo. Pero tampoco es un telescopio o microscopio intelectuales que permita una perspectiva que, en el fondo, no nos concierna porque no nos conmueve. Es más bien la atmósfera, común a todos los hombres de cultura, del sufrir, buscar y esforzarse, es el experimento enorme, impuesto a la humanidad por la naturaleza del llegar a ser consciente, lo que une como misión común a las culturas más separadas. La conciencia occidental no es sin más ni más, bajo ninguna circunstancia, la ciencia. Más bien es una magnitud históricamente condicionada y geográficamente limitada, que representa sólo a una parte de la humanidad. El ensanchamiento de nuestra conciencia no debe marchar a costa de otras clases de conciencia sino que debe tener lugar mediante el desarrollo de aquellos elementos de nuestra psique que sean análogos a las cualidades de la psique foránea, así como el Oriente tampoco puede abstenerse de nuestra técnica, ciencia e industria. La invasión europea del Este fue un acto de violencia en gran estilo. Nos ha dejado -noblesse oblige- la obligación de comprender el espíritu del Este. Ello nos es quizás más necesario de lo que presentimos actualmente.


NOTAS
1 Comparar Lui Hua Yang: Hui Ming King. Das Buch von Bewusstsein und Leben. Chinesische Blätter, Vol. 1, parte 3, editado por R. Wilhelm. (volver)


2 La cabeza es asimismo la "sede de la Luz del Cielo”. (volver)


3 "Esencia " y "conciencia " son usadas en el Hui Ming King de manera promiscua. (volver)


4 Comparar a este fin mis exposiciones en Psychologische Typen (Tipos Psicológicos), cap. V. (volver)


5 Comparar Wallis Budge, The Gods of the Egyptians. (volver)


6 Comparar la presentación china de la Luz del Cielo entre ambos ojos. (volver)


7 Matthews, The Mountain Chant. V Annual Report of the Bureau of Ethnology, 1883-1884, y Stevenson, Ceremonial of Hasjelti Dailjis. VIII Annual Report of the Bureau of Ethnology, 1886-1887. (volver)


8 He presentado en Collected Papers on Analytical Psychology el mandala de una sonámbula. (volver)

9 Hui Ming King. (volver)


10 Avalon, The Serpent Power. (volver)

11 Remito a la excelente colección de Knuchel, Die Umwandlung in Kult, Magie und Rechtsgebrauch, 1919. (volver)

12 Evans-Wentz, The Tibetan Book of the Dead, 1927. (volver)

13 Agradezco esa indicación a mi estimada colaboradora, la Dra. Beatrice Hinkle, de Nueva York. El título dice: Edward Maitland, Anna Kingsford, her Life, Letters, Diary and Word. Londres, Redway, 1896. (volver)

14 A eso pertenece también las reminiscencias de encarnaciones previas, que emergen en la contemplación. (volver)


15 Remito a la amplia exposición en mi obra Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten (La dialéctica entre el Yo y el Inconsciente). Reichl. Darmstadt. (volver)

16 Psychologische Typen (Tipos Psicoógicos), cap. V. (volver)

17 Compárese Hyslop, Science and a Future Life. (volver)

18 Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures. (volver)

19 Los filósofos chinos están tan sólo agradecidos por tal posición -en contraste con los dogmáticos occidentales- pues son también señores de sus dioses (R. W.) (volver)


20 Nuestro texto deja en verdad abierta en cierto grado la cuestión de si, con la "continuación de la vida", se da a entender una continuación después de la muerte o una prolongación de la existencia física. Expresiones como "Elixir de Vida", y semejantes, son capciosamente oscuras. En agregados posteriores hasta llegará a ser evidente que las instrucciones del yoga son comprendidas también en sentido puramente físico. Esta mezcla, sorprendente para nosotros, de cosas físicas y espirituales nada tiene de perturbador para un espíritu más primitivo, dado que para él, a la larga, tampoco la vida y la muerte significan la misma oposición absoluta que para nosotros. (A ese respecto, junto al material etnológico, son especialmente interesantes las "comunicaciones" de los rescue circles ingleses, con sus ideas extremadamente arcaicas). La misma oscuridad en relación al "llegar a no morir" se halla, como es sabido, en el cristianismo primitivo, en donde reposa sobre presuposiciones del todo similares, a saber, sobre la idea de un cuerpo-hálito que sería el portador de la vida esencial. (La teoría parapsicológica de Geley sería la última reencarnación de esa antiquísima idea.) Pero como encontramos en nuestro texto también pasajes que previenen contra el uso supersticioso -contra la superstición de la fabricación del oro, por ejemplo-, tenemos el derecho de insistir tranquilamente sobre el sentido espiritual de las instrucciones, sin entrar por eso en contradicción con el sentido del texto. De cualquier manera, el cuerpo físico tiene un papel cada vez más accesorio en los estados propuestos por las instrucciones, dado que será sustituído por el "cuerpo-hálito" (¡de aquí la importancia de la respiración en las prácticas del yoga en general!). El "cuerpo-hálito" no es "espiritual" en nuestro sentido. Es característico del occidental que, con fines de conocimiento, haya separado lo físico de lo espiritual desgarrándolos. En el alma, empero, esos opuestos se hallan juntos, y se trata de un hecho que la psicología debe reconocer. Lo "psíquico" es físico y espiritual. Las ideas de nuestro texto se mueven todas en ese mundo intermedio, que nos parece poco claro y confuso porque el concepto de una realidad psíquica no nos es todavía corriente, aun cuando expresa la verdadera esfera de la vida. Sin el alma el espíritu está muerto como la materia, porque ambos son abstracciones artificiales, mientras que, según la manera de ver primitiva, el espíritu es un cuerpo volátil y la materia no carece de alma.