lunes, 14 de diciembre de 2009

LOS MASONES, JESUS Y LA NAVIDAD

Durante la Navidad[1] se produce un fenómeno muy particular en nuestro sistema solar. Desde el 21 de diciembre, en el hemisferio norte, el sol alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a alargarse, progresivamente, en detrimento de sus noches.

A este fenómeno se lo llama solsticio de invierno «sol inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador celeste[2].

Precisamente se produce el solsticio de invierno, un acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas antiguas, representaba el auténtico nacimiento del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a despertar lentamente de su letargo y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad ha venerado.

En el solsticio de invierno todos los pueblos antiguos, adoradores del sol, celebraban el nacimiento del astro rey mediante grandes festejos caracterizados por la alegría general y el protagonismo de las hogueras, alrededor de las cuales se concentraban los lugareños con el fin de manifestar su alborozo y esperanza mediante ceremonias colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida de ciertas plantas mágicas como el muérdago. Los pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores al 24 y 25 de diciembre, así como en los seis posteriores que llevaban hasta el Año Nuevo, festejaban el retorno del Nuevo Sol y las fuerzas vegetativas de la Naturaleza. Las grandes hogueras, al margen de simbolizar el gran acontecimiento, tenían la función de excitar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido que encaraba su curso hacia la primavera inundando la tierra con su poder regenerador[3].

EL AVANCE DE LA IGLESIA CATOLICA

Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica por todo el continente europeo, los papas no siempre pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo tuvieron que obrar con astucia fingiendo tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban y transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la dejó el papa Gregorio I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas de los anglosajones, aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que sigue:

«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo, sino únicamente los ídolos que hay en los mismos; después de asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos están bien construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, de manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda a los lugares habituales según su vieja costumbre...»

En los pueblos germánicos y galos -pero especialmente entre los primeros, ya que fueron menos romanizados y su cristianización fue más tardía, lenta, dificultosa e incompleta-, estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las fuerzas ocultas de la Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media; en sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del siglo X, y tomando expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de paganismo la celebración de la Navidad actual hasta el punto de que los mitos solares ancestrales (conservados en su estructura interna aunque desvirtuados en su forma externa y en su significado) siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos navideños que se celebran en el mundo de hoy.

Desde hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la época de Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico por excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la supervivencia del hombre pagano[4], del renacimiento anual de la principal divinidad salvadora.

No es ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas -como Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dionisos/Baco, etc fuese situado durante el solsticio de invierno. Y es menos casual aún que el natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la que hasta finales del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus en el Imperio Romano.

LA NAVIDAD Y LOS DIOSES SOLARES

Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales solsticiales agrarios no desaparecieron sino que se adaptaron a las nuevas circunstancias y necesidades, por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el ámbito campesino y se convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como prosperidad y riqueza para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre todo en invierno, pues la actividad humana sufría en estos meses una bajada en su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía a navegar y las faenas agrícolas eran entonces menos intensas. El invierno es en consecuencia un periodo muy propicio para que las relaciones que se entablan con el mundo sobrenatural sean más estrechas, más íntimas»[5].

Entre las fiestas de los antiguos griegos y romanos que fueron precedentes de la Navidad cristiana debe destacarse, por su importancia social y trascendencia mítica y simbólica, las dedicadas a Dionisos y Saturno.

Dionisos, originado en la fusión de mitos egipcios y helenos, fue un dios del vino, de la vegetación y de la fecundidad, pero también de la muerte, ya que los difuntos y las potencias subterráneas -«infernales», de inferus, inferior, puesto que se creía que el mundo de los muertos estaba por debajo de la tierra- eran tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba multitudes e inspiraba ideales de rebeldía que se enfrentaban con el orden establecido, tanto el político (oponiéndose a la clase aristocrática dominante) como el divino (amenazando la supremacía de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el siglo IV a.C., en el calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba el 24 de diciembre y tenía 31 días.

En la antigua Atenas -y en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes-, el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades: las Dionisíacas de los campos, las Leneas, las Antesterias y las Grandes Dionisíacas. Las dos primeras se celebraban alrededor del solsticio invernal, con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y en medio de festejos caracterizados por la gran alegría general; las dos últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la resurrección de la naturaleza. Las Antesterias, en particular, celebraban el vino nuevo, de la última cosecha, conmemoraban la llegada de Dionisos a Atenas y su hierogamia y, en su tercera jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a los difuntos. El ciclo dionisíaco, como vemos, es el mismo que muchos siglos después adoptará el cristianismo al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la Pascua de Resurrección en primavera.

El Saturno romano -equivalente al griego Cronos- fue una antigua divinidad agrícola cuyo nombre está relacionado con satur (saciado, harto) y sator (sembrador, creador), siendo sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y plantador de vides (vitisator), un arte que enseñó a los hombres cuando, perseguido por su hijo Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia; bajo el apelativo de Stercutius presidía el abono de los campos.

Los festejos romanos en honor de Saturno, las Saturnalia, fueron en su origen fiestas campestres -sementivae feriae, consualia larentalia, paganalia-, pero adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras la derrota del ejército romano por el cartaginés Aníbal cerca del lago Trasimeno, preludio del desastre de la batalla Cannas (216 a.C.) que puso fin a la segunda guerra púnica y contribuyó a despertar el espíritu religioso de los romanos.

La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía lugar entre el 17 y el 23 del mes de diciembre. Después de la ceremonia religiosa había grandes festejos y banquetes, se abolía temporalmente las clases sociales y, en los ágapes, los señores servían a sus esclavos -que podían burlarse impunemente de los amos-, cesaba toda actividad pública -en tribunales, escuelas, comercios, operaciones militares, etc.- y no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el de la cocina, se imponía el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a sus mesas bien surtidas a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban juegos de azar..., en fin, los antiguos romanos hacían ya más o menos lo mismo que aún se hace actualmente para celebrar la Navidad cristiana.

Si nos remontamos mucho más atrás en la Historia, hasta la época en la que los hombres primitivos -que practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera solar como deidad- comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas antropomorfas, observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a identificar a su dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón, con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.

Caldeos, egipcios, cananeos, persas, sirios, fenicios, griegos, romanos, hindúes y la práctica totalidad de los pueblos con culturas desarrolladas, entre los cabe incluir los imperios, han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de la «Reina de los Cielos» y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.

En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven que cada año muere y resucita, encarnando en sí los ciclos de la vida en la Naturaleza. En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el mundo civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol en un dios hijo joven presenta ejemplos tan conocidos como los de Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna... o el propio Jesús-Cristo[6]

En el Egipto Antiguo[7] se creía que Isis, la virgen Reina de los Cielos, quedaba embarazada en el mes de marzo y daba a luz a su hijo Horus a finales de diciembre. El dios Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del mundo», el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta -sin amores- al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era el Christos y simbolizaba el Sol.

Durante el solsticio de invierno, la imagen de Horus, en forma de niño recién nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un recién nacido (a menudo recostado en un pesebre) con cabello dorado, que tenía un dedo en la boca y el disco solar sobre su cabeza. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis. El dios Osiris, dios de la vegetación y de los muertos, padre de Horus, también había nacido de una virgen en el solsticio hiemal.

Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad de tipo solar -tal como lo atestigua, entre otros, su cabeza de león- que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el persa, era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.

Muchos siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular, ya había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, siendo adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido, acabó siendo muerto, resucitó al tercer día...

Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como un Salvador o Libertador venido para remediar la tribulación de los humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).

Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado -y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho Isis con los trozos del cadáver de Osiris- para renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le había estado reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna -muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha- o como Jesús-Cristo -muerto en la cruz de madera y lanceado-, fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida.

Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la Naturaleza con sus ciclos estacionales anuales. Todos ellos habían nacido, según el mito, durante el solsticio de invierno, fecha en la iglesia llamada Católica sitúa el advenimiento de Jesús.

EL ADVENIMIENTO DEL “HIJO DE DIOS” UN 25 DE DICIEMBRE

En el siglo II de nuestra era, los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección y su misterio, ya que consideraban irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían absolutamente cuando pudo haber acontecido.

Durante el siglo siguiente, al comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 de mayo y algunas otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215) no quiso quedar al margen de la polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero el papa Fabian (236-250) decidió cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del nazareno.

A pesar de la disparidad de fechas apuntadas, todos coincidieron en pensar que el solsticio de invierno era la fecha menos probable si se atendía a lo dicho por Lucas en su evangelio: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz...» (Lc 2,8-14)[8]

Si los pastores dormían al raso cuidando de sus rebaños, para que el relato de Lucas fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de primavera -de ahí las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral e inicio de esta estación-, ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, imaginando el excesivo frío y las todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier posibilidad de pernoctar al raso con el ganado.

Forzando la escena relatada por Lucas hasta el límite de la sutileza, otras Iglesias cristianas ajenas a la católica -como la Iglesia armenia- fijaron la conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya que, según su deducción, aunque no es posible situar el relato de Lucas en la estación más fría y lluviosa del año en las tierras de Judea, sí puede ser creíble situando el nacimiento de Jesús un poco más tarde, en enero y en el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es muy probable la existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía haga frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero. Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X aún defendía esta fecha como la única verdadera.

Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro argumento todavía más peculiar para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo al vuelo la afirmación de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años» (Lc 3,23), dedujeron, de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús murió cuando tenía «exactamente» treinta años, contados estos desde el día de su concepción, y, dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de abril (¡¿?!), sólo tuvieron que añadir los nueve meses exactos de gestación para llegar hasta el tan celebrado 6 de enero.

Dejando al margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que la fecha del 6 u 8 de enero -la primera que la cristiandad celebró- tenía mucho sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba con toda pompa el festival de Core «la Doncella» -identificada con la diosa Isis- y el nacimiento de su nuevo Aion, que era una personificación sincrética de Osiris.

San Epifanio, refiriéndose al festival de Core, escribió en Penarion 51: «la víspera de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo las imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta y se sacaba una imagen de madera, que tenía el signo de una cruz y una estrella de oro marcada en las manos, rodillas y cabeza. Se llevaba en procesión, y luego se devolvía a la cripta; se decía que esto se hacía porque la Doncella había alumbrado al Aion.»

Entrado ya el siglo IV, cuando ya se había concluido lo substancial del proceso de trasvase de mitos desde los dioses solares jóvenes precristianos hacia la figura de Jesús-Cristo[9], se decidió fijar una fecha concreta -y acorde a su nueva concepción mítica- para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se le había adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a su máximo competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue hacerle nacer el mismo día en que se celebraba el advenimiento de ese joven dios.

A más abundamiento, cabe recordar que la figura de Jesús no fue oficialmente declarada como consubstancial con Dios hasta el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el concilio de Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes que acatasen el entonces muy discutido y discutible dogma de que el Padre y el Hijo compartían la misma substancia divina

De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el pontificado de Liberio (352-366), se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que los romanos celebraban el Natalis Solis Invicti, el nacimiento del Sol Invencible -un culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían podido vencer o proscribir hasta entonces- y, claro está, la misma fecha en la que todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada del solsticio de invierno.

Según algunos autores, en la elección del 25 de diciembre -hecho que sitúan en el año 345, bajo el papa Julio I- tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo (del que sabemos que defendió esta fecha, frente a la del 6 de enero, en, al menos, escritos del año 375) y Gregorio Nacianceno -uno de los tres padres capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria clásica a finales del siglo IV-, pero lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en la datación del natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores del 25 de diciembre a posteriori.

En cualquier caso, San Agustín (354-430) sí debía tener muy claro el verdadero origen de la Navidad católica, sobrepuesta al Natalis Solis Invicti, cuando exhortó a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al Sol, sino al Creador del Sol».

Con la instauración de la Navidad también se recuperó en occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus feligreses hasta el siglo XII.

A pesar de haberse fijado ya como inmutable la fecha del 25 de diciembre -o quizá por esa misma razón-, las especulaciones en torno al natalicio de Jesús prosiguieron durante muchos siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a averiguar la verdad, le encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus (Dionisio el Pequeño) que, tras un curioso proceso de razonamiento concluyó que el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación de Roma, y que la Encarnación misma había tenido lugar el 25 de marzo y el nacimiento el 25 de diciembre, eso es después de una gestación matemáticamente exacta de nueve meses.

La peculiar datación de Dionisio el Pequeño también dejó en herencia otra fecha famosa, la de los 33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero hoy ya está bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando fue ejecutado

En el siglo XVI, un erudito como José Scaligero aún se ocupó del asunto y afirmó que Jesús había nacido a finales de septiembre o principios de octubre. Más prudente, el gran sabio y teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar todo lo escrito al respecto, concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto, callemos también nosotros»[10]. La fecha del 25 de diciembre, fijada a finales del siglo IV, ya era inamovible para el orbe católico (aunque no fuese aceptada por las Iglesias cristianas orientales que siguen celebrando el natalicio de Jesús en el 6 de enero).

LOS MASONES Y LA NAVIDAD

Los hijos de la Luz, como se conoce a los masones también festejan su navidad, pero ha diferencia de otros cultos, se festeja al Culto de la Naturaleza, celebradas en cuatro ocasiones: los dos equinoccios y en las dos etapas del solsticio, de verano e invierno, de acuerdo al hemisferio en que uno se encuentra.

Aunque el verano sea considerado generalmente como una estación alegre y el invierno como una triste, por el hecho de que el primero representa en cierto modo el triunfo de la luz y el segundo el de la oscuridad, los dos solsticios correspondientes tienen, sin embargo, un carácter exactamente contrario. Por paradójico que parezca, es muy fácil comprenderlo si se posee algún conocimiento sobre los datos tradicionales acerca del curso del ciclo anual. En efecto, lo que ha alcanzado su máximo no puede ya sino decrecer, y lo que ha llegado a su mínimo no puede sino comenzar a crecer[11]. Así, el solsticio de verano marca el comienzo de la mitad descendente del año, y el solsticio de invierno, el de su mitad ascendente. Desde el punto de vista de su significación cósmica, se comprenden mejor estas palabras de san Juan Bautista, cuyo nacimiento coincide con el solsticio estival (verano): “El (Jesús, nacido en el solsticio de invierno) conviene que crezca, y yo que disminuya”[12]. En realidad, el periodo “alegre”, es decir, benéfico y favorable, es la mitad ascendente del ciclo anual, y su periodo “triste”, es decir, maléfico o desfavorable, es su mitad descendente.

El solsticio de invierno, marca un momento en que el tiempo se detiene; el presente se manifiesta en un instante de eternidad. Es un tiempo de silencio, recogimiento interior y meditación. La semilla se pudre en el interior de la tierra esperando pacientemente a que llegue el tiempo apropiado para crecer y manifestarse.

Conocemos la experiencia de la cámara de reflexiones, de este duro camino interior hacia nuestro propio infierno, aislándonos hacia adentro, penetrando el centro mismo de las cosas para entender cual es la esencia de las cosas y cual su apariencia, así en lo más profundo de nuestra ser, en la noche más larga de nuestro viaje celeste, sólo nos queda una antorcha: nuestra razón resplandeciente, que apenas ilumina algunos restos óseos, que figuran otra realidad, la verdad brutal, privada del velo de las ilusiones, en el fondo del V.:I.:T.:R.:I.:O.:L.: alquímico “Visita Interiora Térrea Rectificando Invenies Occultum lapidem”.

Entonces en la noche más larga descubrimos la piedra filosofal, nuestra piedra cúbica francmasónica, sustento de las certezas que requiere el espíritu, roca firme, angular y cristalización salina de nuestro YO y de la construcción intelectual y moral que constituye la gran obra. Bástenos recordar de nuevo los misterios de Eleúsis y Ceres, en donde el recipiendario, el iniciado, era símbolo de la semilla en la tierra, que sufriendo la putrefacción da origen al nacimiento de la flor de oro y a su proceso de individuación nacido desde sus propios sueños arquetípicos.

QQ.:HH.: ya preparados para los cantos del gallo, que anuncian el fin de la noche y el triunfo de la luz sobre las tinieblas, se da cumplimiento al proceso, a la etapa ascendente de nuestro propio invierno interior.

Esto celebramos en nuestras fiestas solsticiales a pesar de que de la oscuridad nacemos una y otra vez en la circularidad interminable de los días, los múltiples nacimientos y muertes que hemos de tener en nuestras vidas, sin más armisticio que el eterno retorno al uno todo.

Las fiestas solsticiales son el momento simbólico en que los masones nos recogemos hacia el interior de nuestro microcosmo y advertimos nuevas verdades morales y nuevas realidades espirituales, que nos permiten continuar con la gran obra. Así también se produce en el macrocosmo el áureo proceso de los movimientos celestes de las esferas y de la armonía con que se regenera el universo, armonía que esta en consonancia con nuestros propios acordes interiores, que resuenan en nuestro YO con la mística melodía de las esferas.

A medianoche en punto, en lo más profundo de la oscuridad del solsticio invernal, Hiram muere, el Templo es destruido; pero esto no es sino el anuncio del nacimiento del Maestro y la renovación de los trabajos del Templo.

[1] Del latín nativitas, significa: Día en que se celebra, Diccionario de la Real Academia Española, p. 1430

[2] Es un círculo máximo perpendicular al eje del mundo. Es la proyección, sobre la esfera celeste, del Ecuador terrestre. Ver: www.zonagratuita.com/ZonaEsoterica/astrologia/nociones2.htmler

[3] Pepe Rodríguez, Mitos y Ritos de la Navidad. pp. 9-21

[4] pagus significa aldea y paganus aldeano o rústico

[5] Blázquez, J.M., Historia de las religiones antiguas. Oriente, Grecia y Roma, p. 311

[6] A propósito de la continuidad mítica de la figura de Jesús-Cristo en relación a los modelos anteriores de dioses solares jóvenes, puede consultarse el estudio publicado en Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: Ediciones B., pp. 113-151.

[7] Plutarco, Isis y Osiris, pp 65-98

[8] Biblia de Jerusalén, año 1994, p. 77

[9] Pepe Rodríguez, Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. pp. 137-151

[10] Bynaei, De Natali J.C., libro I, capítulo IV, pp. 403-414.

[11] Esta idea se encuentra expresada varias veces y en formas diversas en el Tao-te King. En la tradición extremo –oriental, atañe a las vicisitudes del yin y el yang.

[12] San Juan 3-30.

Gracias al Q.:H.: Christian G.S.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

La filosofía sutil Paracelso

Introducción de E. d’Hooghvorst

Aureolus Philippus Teophrastus Bombastus von Hohenheim, alias Paracelso; este nombre algo rimbombante corresponde, sin duda, a la medida de aquel personaje único y genial que surgió en la Alemania renacentista de principios del siglo XVI. Médico y cirujano, alquymista, astrólogo, mago, exégeta y teólogo, Paracelso nació en Einsiedeln, en el cantón de Zúrich en el año 1493, según otros en 1494. Su padre, que era médico, proporcionó a su hijo una esmerada educación y le enseñó los primeros rudimentos de medicina y cirugía.



Paracelso fue un viajero infatigable. Recorrió toda Europa con vistas a instruirse y frecuentó numerosas universidades. Sus biógrafos han tenido dificultades para seguirle en todas sus peregrinaciones, que le condujeron hasta la isla de Rodas en el Mediterráneo oriental.

En el año 1506 acudió por primera vez a la universidad de Basilea como estudiante. También se benefició de las enseñanzas del famoso abad Tritemo en la abadía de Spanheim. Por otra parte, habría mucho que decir y que investigar sobre este misterioso y erudito abad (1462-1519), cabalista, alquymista e historiador, que podría estar en el origen del renacimiento de la alquymia en la Alemania del siglo XVI.

Pero Paracelso no se contentó con estudiar los libros y con estar en contacto con los grandes doctores de su tiempo. Tras haberse separado del abad Tritemo, se trasladó al Tirol donde adquirió un gran conocimiento de los metales, mientras permaneció en las minas de su amigo Sigismond Fugger, a cuyos obreros se dedicó a curar. Tras una larga ausencia, regresó a Alemania con una gran fama de médico y físico. Entre otras cosas debemos a Paracelso un tratamiento de la sífilis mediante el mercurio.

En 1527 se encontraba en Basilea, donde ejerció a la vez las funciones de médico de la ciudad y catedrático en la universidad. Como médico, llevó a cabo gran número de curaciones y rápidamente se hizo célebre. Sin embargo, estaba escrito que aquel personaje no debía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar y en paz. Su temperamento violento, su originalidad, su manera de hacer tambalear sin miramiento las ideas recibidas, no complacían a todo el mundo. Su enseñanza médica, opuesta a la moda del momento, le granjeó numerosos enemigos entre los demás médicos, celosos por otro lado del éxito de sus curaciones. Incluso perdió un pleito que interpuso contra un burgués de la ciudad, a quien había curado y que se negaba a pagarle sus honorarios. Finalmente tuvo que huir de la ciudad con toda celeridad, cual fugitivo, y recobró su vida itinerante.

Por último, el duque Ernesto de Baviera, administrador del obispado de Salzburgo, lo tomó bajo su protección y fue en esa ciudad donde se refugió. Allí murió, quizá asesinado, en el año 1541. Este perpetuo vagabundo no dejó prácticamente nada, apenas lo que un viajero puede llevar en su equipaje: algunos libros, entre ellos las obras de san Jerónimo [...]. Todavía hoy su monumento funerario puede visitarse en la iglesia de San Sebastián de Salzburgo. (1)

Paracelso fue contemporáneo de Lutero. Efectivamente, fue en el año 1517 cuando este último anunció públicamente sus famosas 95 tesis sobre la virtud de las indulgencias, en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg. Pero nuestro Teofrasto no parece haberse interesado mucho por las polémicas suscitadas por el protestantismo naciente; no daba la razón a ninguna de las dos partes, oponía entre sí a sus adversarios: «pésimos rebaños de sectarios [...]», escribía respecto a ambos.

Sin ninguna duda Paracelso fue un hombre del Renacimiento, y formó parte de aquel maravilloso movimiento de corazón y de espíritu que desde el siglo XIV vivificaba las mejores mentes europeas. Pero, ¡ay!, ¿cómo pudo ocurrir que aquella savia tan vigorosa y prometedora se agotara tan rápidamente por el racionalismo que todavía reseca hoy en día el espíritu de la raza blanca?

Quizá por esta razón nuestro Teofrasto ha sido tan poco estudiado y comentado en los siglos posteriores. Un florecimiento de los estudios paracelsianos se está perfilando actualmente en Alemania. Pero para el estudioso franco e hispanohablante, la imagen de este genio desconocido es la de un bello portal tras el cual ya no se encuentra nada. Efectivamente, para acercarse a su pensamiento se necesitaría buscar las antiguas ediciones latinas del siglo XVII, naturalmente imposibles de encontrar fuera de las grandes bibliotecas.

Ello no impide que Paracelso haya sido uno de los grandes maestros del hermetismo cristiano cuya fama se extendió en el siglo XVI por toda Europa. Pese a ello, no es un autor fácil, si bien inagotable. Su temperamento violento se expresa con un estilo muy metafórico, en ocasiones agresivo, a veces rozando incluso la grosería, lo que le suscitó numerosos enemigos. Su estilo, completamente original, no tiene nada que envidiar al de los hermetistas tradicionales, en ocasiones un poco impersonal. Paracelso es único en su género. Para expresar ciertas realidades incluso llegó a inventarse palabras nuevas cuyo contenido resulta a menudo difícil precisar. No obstante, bajo esas extravagancias encontramos fácilmente el pensamiento de los antiguos maestros, su enseñanza y su arte.

Hasta el momento no se ha hecho ninguna traducción relevante de sus obras al francés ni al castellano (2). A principios del siglo XX, el ocultista Grillot de Givry concibió el proyecto de este enorme trabajo. Así fue como las ediciones Chacornac publicaron en 1913 y 1914 los dos primeros volúmenes de sus obras médico-químicas, realizados a partir de una confrontación de las versiones alemanas y latinas. Pero dicho trabajo ambicioso, que hubiera sido tan útil, resultó interrumpido por la muerte del autor del Musée des sorciers.

La edición princeps en traducción latina, realizada por su discípulo Gérard Doorn, fue publicada en Basilea en 1577 bajo el título: AuroraThesaurusque Philosophorum Theophrasti Paracelsi [...].

Creemos ser útiles a los inquisidores de ciencia publicando aquí algunos extractos, inéditos en castellano, de este gran hermetista. Dichos textos han sido traducidos de la gran edición latina de Bitiskius, Operaomnia, ed. De Tournes, Ginebra, 1658, en 3 tomos.

En el segundo tomo de dicha edición encontramos una obra de Paracelso particularmente atractiva y de fácil acceso: La Filosofía Sutil o PhilosophiaSagax, en dos capítulos. El texto aparece impreso en dos columnas por página, y ocupa de la página 522 a la 644 de esta gran edición. El segundo capítulo del tomo II del que proceden los extractos que presentamos, lleva el siguiente título: Cómo ha de entenderse que el hombre está compuesto de un cuerpo mortal y de un cuerpo inmortal

Hemos distribuido estos textos en tres subtítulos a fin de facilitar su lectura:

1. El cuerpo de la resurrección: los hijos de María y el santo bautismo. Se trata de un comentario del tercer capítulo del Evangelio de Juan. El misterio de la Inmaculada Concepción de María.

2. La perla de la escritura: las dos enseñanzas.

3. ¿Quiénes son aquellos? Los adeptos y los famosos Rosa+Cruces con quienes Paracelso parece haberse encontrado.



La filosofía sutil
de
Paracelso

1. El cuerpo de la resurrección

[...] ¿En qué podría serle útil una perla a un puerco? El hombre que no se conoce es un cerdo. Por esta razón, Cristo dijo: «No arrojéis las perlas a los puercos, no sea que las pisoteen». (Mateo 7, 6) como si dijera: Vosotros, apóstoles, no prediquéis mi Evangelio a estos hombres que viven como puercos, pues lo pisotean.

Quería evitar que el hombre se convirtiera en cerdo. Efectivamente, nadie nace cerdo, es también lo que afirma Cristo: «Los niños son míos, dejad que vengan a mí». (Lucas 18, 6) Y en otro lugar afirma lo siguiente: «Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar». (Mateo 18, 6)

Es pues evidente que los hombres pueden convertirse en cerdos, y así convertidos no pueden recibir nada de él, puesto que han sido objeto de su maldición, cuando dijo: «No sea que se conviertan y sean salvados». (Marcos 4, 11 y 12) Así es el odio ardiente de Dios hacia quienes, despojándose de lo humano, se vuelven cerdos o lo que se les asemeja: zorros, víboras, dragones y basiliscos.

Para que el hombre se conozca con más exactitud, es pues preciso explicar más ampliamente lo que es.

Efectivamente, el espíritu que Dios ha unido con la carne, lo ha creado en alma una. Para su protección, le da calor y lo mantiene de distintas maneras, haciendo mucho por él, a fin de que el hombre, cuya vida es breve, pueda, en esta brevedad, regresar a Aquél del que procede, por supuesto en el día de la resurrección. Además, después de la muerte, el hombre ha de permanecer en la carne y la sangre y resucitar en el último día para entrar en el reino de Dios en tanto que hombre, con la carne y la sangre, y no en espíritu.

[...] Sin embargo [...] la carne y la sangre recibidas de Adán no entrarán en el reino de Dios. «Nada sube al cielo que no haya descendido del cielo». (Juan 3, 13) La carne adánica es terrestre: por tanto no entra en el cielo, sino que se convierte de nuevo en tierra, ya que es mortal y está sometida a la muerte. Nada de lo que es mortal alcanza el cielo. Por eso, tampoco la carne terrestre puede penetrar en el cielo, puesto que no es de ninguna utilidad y no conduce a nada. Lo que no sirve para nada no entra pues en el cielo, puesto que está lleno de horror, de crimen y de lujuria. No hay fuego que pueda purgarlo de sus heces y capacitarlo para asir el cielo. No da acceso al fuego ni a la glorificación, sino que ha de ser completamente separado del hombre, es decir del alma, lo que se consigue con la muerte que separa al hombre de la carne. La carne nacida de la semilla de Adán es totalmente mortal e inútil.

Pero el hombre sin ser carne y sangre, no puede entrar en el cielo como un hombre. Efectivamente, gracias a la carne y a la sangre, el hombre difiere de los ángeles, de lo contrario serían de la misma esencia.

En este sentido, el hombre posee más que los ángeles por estar provisto de carne y sangre: para él, el hijo de Dios nació, murió y fue clavado en la cruz, a fin de rescatarlo y capacitarlo para el reino celeste.

Cristo no ha sufrido ninguna de estas cosas por los ángeles que fueron rechazados del cielo, sino únicamente por los hombres. ¡Cuánto más ha amado Dios al hombre que a los mismos ángeles!

Como que Dios ha perseguido al hombre con tanto amor, y que la carne mortal lo ha, no obstante, excluido del reino de los cielos, por este motivo, Dios le ha dado otra carne y otra sangre, a fin de que en un mismo cuerpo sea carne y sangre. Esta carne está constituida por el Hijo, y es la criatura del Hijo la que penetra en el cielo, no la del padre en relación a la carne y la sangre. La carne mortal, como Adán y sus descendientes, viene del padre y regresa allí de donde ha sido sacada. Si Adán no hubiera pecado, su carne habría permanecido inmortal en el paraíso. Pero ahora, por su pecado, ha sido expuesta a la muerte. Por piedad ante esta condición, Cristo ha dado al hombre un cuerpo nuevo. La carne de Adán no le era de ninguna utilidad, puesto que era mortal. Es el espíritu el que vivifica, es decir que la carne viva procede del espíritu. En él no hay muerte, sino vida. Esta carne es pues la que el hombre necesita para ser un hombre nuevo; con esta carne y esta sangre, resucitará el último día y poseerá el reino de los cielos en unidad con Cristo.

Si la carne mortal ha de ser abandonada y sólo la carne vivificante (3) resucitará y entrará en el reino de los cielos, tenemos mucho que decir sobre esta nueva criatura o creación. Si debemos conocer completamente lo que somos, también debemos explicar la nueva generación, a fin de que sea completa y seriamente explorada la cuestión de saber quién es el hombre en todas las cosas, de qué proviene y qué es. Todo esto será claramente expuesto, a fin de que se comprenda bien quién es el hombre, qué es y qué puede llegar a ser.

Lo hemos dicho en el párrafo anterior: hay un espíritu de donde proviene y nace la carne viva. Hemos de explicar pues claramente esta carne y el cómo de su nacimiento, pues tenemos una carne y una sangre espirituales que proceden del espíritu que vivifica.

La carne de Adán no sirve para nada. (4) Es así desde el principio: el nuevo alumbramiento nace de la virgen y no de la mujer. Por consiguiente, esta virgen de quien ha salido la nueva generación, ha sido hija de Abraham según la promesa, y no de Adán, es decir, que ha nacido de Abraham sin semilla viril, en la virtud de la promesa, sin ninguna naturaleza mortal. (5)

Cristo nació de esta virgen que no es de Adán ni de su semilla, nació sólo de la carne de la virgen, y fue concebido por el Espíritu Santo encarnado por la carne santa, no según el orden de la carne mortal, sino según la nueva generación procedente del Espíritu Santo.

La carne de Adán ha de ser considerada como el vino contenido en un frasco: se retira de él, pues no nace del frasco. En este sentido, es cierto que lo que se encarna por el espíritu es del cielo y regresa al cielo. Lo que no se encarna por el espíritu no llega al cielo. Sólo Cristo nació de una virgen y fue hecho hombre sin la semilla viril de Adán; encarnado en la virgen fue hecho hombre por el Espíritu Santo. Asimismo, nosotros, hombres que aspiramos al reino de los cielos, debemos despojarnos de la carne mortal y de la sangre, debemos nacer por segunda vez de la virgen y de la fe; ciertamente, debemos ser encarnados por el Espíritu Santo. Así es como podremos entrar en el reino de los cielos.

El hombre debe pues ser carne y sangre para la eternidad. Por este motivo, la carne es doble: la adánica que no sirve para nada, y el Espíritu del Santo que hace la carne viva: efectivamente, éste se encarna de arriba y dicha encarnación es la causa de su retorno al cielo a través nuestro.

El bautismo ocupa, pues, el lugar de la virgen, por él encarnamos al Espíritu Santo, me refiero a aquel Espíritu Santo que apareció sobre Cristo cuando Juan Bautista lo bautizaba. Éste estará también presente para nosotros y nos encarnará en la generación en la que ya no existe la muerte, sino la vida. Si no nacemos en esta generación, seremos hijos, no de la vida, sino de la muerte.

Así pues, en esta carne recibida del espíritu, y no en la carne mortal, contemplaremos a Cristo, nuestro redentor. (6) Resucitaremos en la carne viva y penetraremos en el reino de Dios. Quien no ha sido bautizado, quien no ha sido encarnado por el Espíritu Santo, está expuesto a la condena. Por tanto, debemos ser bautizados, porque sin bautismo no tendremos la carne y la sangre eternas. Incluso un hijo de Dios, si creciera y alcanzara la edad justa y el espíritu que conviene a su edad, no poseería este cuerpo sin el bautismo.

El bautismo es pues la primera cosa necesaria, por lo que Cristo mismo dijo: «El que no naciera otra vez [...]» (Juan 3, 3). Esta sentencia nos recomienda imitar a Cristo; todo está incluido en estas palabras dichas por

Cristo, sobre el bautismo y lo demás. Es la conclusión de todas las enseñanzas sobre el bautismo.

Todo cristiano ha de empezar, pues, por el bautismo del que nace la carne cristiana, y esto a causa de la encarnación llevada a cabo en el bautismo por el Espíritu Santo que confiere el cuerpo de la resurrección. La fe repugna a los que no son de sangre cristiana; éstos deben, ante todo, ser conducidos a la fe y convertirse. Una vez que la fe ha sido concebida, deben seguidamente ser bautizados, pero no en esta fe que todavía permanece en exilio. (7)

Como ya se ha entendido, el hombre debe nacer por segunda vez de la virgen, por el agua y el espíritu, y no de la mujer. Efectivamente, el espíritu vivifica esta carne en la cual no hay muerte, ni siquiera posibilidad de muerte. En cuanto a esta carne en la que está la muerte, no es de ninguna utilidad, no confiere nada al hombre para la salvación eterna. Por este motivo, el hombre vuelve a nacer y recibe otra carne del espíritu que es eterno, y dicha carne circulará en el reino de Dios como lo hace sobre la tierra la carne mortal; la virtud de esta misma carne lo hará también distinto y más excelente que la progenie de Adán. De los hombres de esta especie nacen los astrónomos celestes con capacidad de hablar y discurrir sobre Dios.

El cuerpo mortal no sabe nada, sólo el cuerpo eterno sabe. Tiene el conocimiento de Dios, su señor; es teólogo, profeta, apóstol. En este cuerpo se encuentran los mártires, en él están los santos de Dios: vale decir que están en la nueva generación y no en la antigua. La nueva generación vivifica, en la antigua todos mueren [...].

2. La perla de la escritura

A fin de instruirte mejor, has de saber que la Escritura que nos transmite la sapiencia celeste no puede en modo alguno ser alcanzada por la razón natural; hay que comprenderla en espíritu, y ciertamente no en el espíritu en sí mismo, sino en el que se habría encarnado en la carne y la sangre. En otros términos, el cuerpo natural posee en sí la sapiencia natural, como el cuerpo espiritual posee en sí la sapiencia espiritual; es decir, que el cuerpo celeste posee en sí la sapiencia celeste.

Por eso, estas Escrituras no han de ser explicadas por la sapiencia natural ni por la inteligencia natural. Cada uno atribuye a su cuerpo particular su sapiencia y se aplica a ella de una manera fidedigna, sin que nadie sea animado por un espíritu de vértigo. Sin embargo, es cierto que la naturaleza no está sometida a la Escritura en sí, sino que ha nacido junto con la Escritura de la sapiencia celeste. No obstante no puede probarse que baste (para interpretarla) ni que uno pueda prescindir de la perla. Efectivamente, el cuerpo natural no tiene ningún derecho sobre la Escritura del Señor.

Sólo el cuerpo que ha vuelto a nacer por el Espíritu Santo es la perla dispuesta hacia el oro, como lo está el carbón respecto al sol. Observemos el siguiente ejemplo sacado de la Escritura: «Daréis de comer al que tiene hambre y haréis vestidos para quien está desnudo». (Mateo 25, 35 y 36)

La naturaleza nos recomienda también lo mismo: que pidamos a los demás que actúen con nosotros como nosotros actuamos con ellos. Dicha interpretación, no obstante, no es la perla del Evangelio. Pero si actuamos así con los que están privados de Dios, es como si lo hiciéramos no con los pobres, sino con Cristo nuestro redentor, a quien la naturaleza no conoce en su sabiduría. Por eso, el que da de comer y de vestir a Cristo, a su vez, le alimenta cien veces más, y ciertamente no sobre esta tierra, sino en su reino que la naturaleza no conoce. Y aunque la luz de la naturaleza no rechaza al Evangelio, sino que lo reconoce, puede decirse con toda verdad lo siguiente: No hay nada aquí que se parezca a la perla, y de este modo no puede encontrarse la perla.

Tanto más cuanto que la Escritura no se ocupa de las operaciones naturales, de modo que (la interpretación natural) se ve en ocasiones forzada a guardar un silencio total, por ejemplo, acerca de la natividad que se hace por una virgen, la generación nueva, etc. y de todas las cosas de las que la naturaleza no extrae ningún conocimiento a partir de su luz propia. Si señalo esto es para que el hombre aprenda esta diferencia: cuán distante está una sabiduría de la otra, y aunque cada una consiste en parte en su propio cuerpo, en su interpretación ninguna de ellas descubre la sabiduría de la otra. Hay pues en el hombre dos ciencias o sabidurías, a saber, la natural y la celeste.

3. ¿Quiénes son aquellos?

[...] Comemos [...] un solo maná, es el mejor y más deseable de los alimentos para quien lo encuentra. Por eso el cuerpo regenerado es alimentado y abrevado con una piedra que se funde en agua para cada uno, según la cantidad y la calidad que desea. (8) Vale decir: el alimento y la bebida, es quien nos ha rescatado y que se ha ofrecido a sí mismo, (9) como en el enigma que Sansón propuso a los filisteos: «Del que come salió el alimento, y del fuerte, la dulzura» [...]. (Jueces 14, 14)

Pero la iluminación suprema que procede de la escuela celeste es el conocimiento de la sabiduría más elevada, quiero decir, de la sabiduría divina, que nadie puede soportar, y ante la que tiemblan todas las criaturas incluso el infierno. San Pablo habla de esta sabiduría cuando clama: «¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!». (Romanos 11, 33) Es como si se dijera: ¿Quién puede pues escrutarla y explorarla en sus profundidades? ¡Jamás ninguna ha sido más sublime ni podría serlo nunca! Y se añade lo siguiente: por esta sabiduría somos rescatados de la muerte, de Satanás, de la carne agusanada, etc., por ella podemos volver a nacer en el reino de los cielos, después de haber sido liberados de las ataduras infernales.

¿Quién sería digno de conmemorar, como es debido, estas maravillas de Dios? ¿Hay en algún lugar un médico parecido? ¿Hay algo que pudiera escapar o permanecer oculto para el profeta semejante a él? ¿Quién, pues, superará a semejante doctor?

Hombres así irradian rayos llameantes: en sus operaciones son semejantes al fuego. Como nada se resiste al fuego que todo lo consume, nada se resiste a hombres como éstos. Lo volatilizan y consumen todo, tanto en el infierno como sobre la tierra. Las llaves del reino de los cielos están cerca de ellos. Junto a ellos están la remisión, la bendición. En ellos brilla la luz del mundo, de ellos proceden la vía y la verdad. Por ellos se generan los apóstoles y los santos. Todo esto se realiza en el cuerpo de la nueva generación y no en la adánica, que no sirve para nada.


Post-scriptum de E. d'Hooghvorst

No queremos terminar sin mencionar la excelente aportación dedicada a Paracelso y publicada en la colección «Cahiers de l’Hermétisme». (10)

Como ya hemos dicho, existe muy poca literatura sobre este príncipe del pensamiento, cuya enseñanza desgraciadamente se encuentra muy olvidada. No dudamos en calificar dicho estudio como un gran acontecimiento.

En un prólogo firmado por los directores de la revista, los señores Faivre y Tristan, se plantea la siguiente pregunta: ¿por qué Paracelso ha sido olvidado por los historiadores de la filosofía?

En un artículo, «Paracelso y la historia de la filosofía», el señor L. Braun intenta dar una respuesta. En particular escribe: «La ciencia moderna ha olvidado la naturaleza, pues está totalmente absorbida por la preocupación de determinar siempre mejor y con más precisión, con más matiz, lo que tiene delante como si fuera inerte. También nosotros, en la medida en que nuestro punto de vista no difiera del de la ciencia moderna.» Con mucho acierto, el autor añade: «Paracelso quiere atraer nuestra atención sobre el fundamento de lo que aparece. Y el fundamento de la ciencia no es ciencia, sino filosofía». Bien, pero con la condición de dar a este último término el sentido que le daban los antiguos: el de una sabiduría revelada. También es plantear y posiblemente resolver con ello el problema de la pérdida de interés por parte del pensamiento científico occidental respecto al hermetismo en su conjunto.

El señor Kurt Goldammer, especialista en escritos de Paracelso, nos proporciona también una biografía del gran hermetista y una apreciación de su obra.

Aparece luego un estudio sustancial, escrupuloso y muy documentado del señor P. Deghaye sobre «La Luz de Naturaleza en Paracelso». No obstante, hay que reconocer que el tema es difícil, pues a este respecto, cualquier estudio hecho desde fuera topa con las aparentes incoherencias de un Teofrasto poco preocupado por parecer lógico. Destacaremos una juiciosa reflexión del autor del artículo: «Toda la ciencia de la naturaleza puede resumirse en el Arte del fuego.» Excelente definición. ¿Acaso se ha logrado con ello desenredar completamente este ovillo?

Queremos hacer la misma observación respecto a un estudio muy erudito del señor Ernst W. Kämerer sobre «El cuerpo, el alma y el espíritu en Paracelso y en algunos otros autores del siglo XVII». (11) Dicho estudio ocupa gran parte del cuaderno, ya que supone 139 páginas. Constituye una aportación muy importante a la historia del pensamiento del gran hermetista, tan poco conocido por los francófonos. Las citas de Paracelso son innumerables, o casi. Su estudio es meticuloso y muy enriquecedor. Estaríamos tentados de reprocharle cierta falta de síntesis, pero ¿sería fundado tal reproche en una materia tan difícil, tratándose de un pensamiento a menudo oscuro para el lector?

Por último, nos alegramos de encontrar en dicho cuaderno la firma del profesor B. Gorceix, que traduce y presenta el prólogo de toda LaFilosofía Sutil del Gran y del Pequeño Mundo. No podría faltar en este cuaderno un texto del propio Paracelso, y nadie está mejor cualificado para traducirlo. (12)

El mismo autor nos ofrece a continuación el artículo «Paracelso y Filosofía de la Naturaleza en el siglo XVI en Alemania». Se trata del análisis de un pequeño y rarísimo tratado atribuido a Paracelso, el De Secretis creationis de 1575. Es un comentario de los primeros capítulos del Génesis; un texto sumamente valioso, como todas las exégesis de la Escritura legadas por la tradición hermética. En él, se examina la noción de filosofía de la naturaleza. El autor añade que en dicho tratado de 1575 «quedan ya firmemente expuestos los fundamentos de la meditación de Jacob Böhme». Esto merece más explicaciones: meditar no es experimentar. Por este motivo, el zapatero de Görlitz nos parece muy alejado de Paracelso; era más teósofo que hermetista. El profesor Gorceix añade que el pensamiento de Paracelso ha influenciado también toda la filosofía alemana de la naturaleza e incluso el período romántico. Sea lo que fuere, este estudio nos ha puesto la miel en la boca. ¡Rápido, esperamos una traducción francesa del De Secretis creationis! Allí también se examina la noción de primera materia y hay toda una cosmología sacada del Génesis, una física, pero, como dice muy acertadamente el autor, una física sagrada que tiene por objeto el cuerpo mismo de Dios.

El cuaderno se cierra con una bibliografía de la señora Rosemarie Dilg-Frank, mayormente de obras alemanas, un instrumento de trabajo indispensable. El tema es el siguiente: «Paracelso, Filosofía de la Naturaleza y de la Religión: Bibliografía 1960-1980».

¿Podría hacerse en un cuaderno de 280 páginas un estudio completo de Paracelso? Por supuesto que no. Se pretende estudiarlo partiendo del aspecto más abordable de su personalidad: el teólogo y el exegeta. Los temas de la naturaleza y de la luz también están constantemente presentes. Esto proporciona una visión profunda y muy novedosa, aunque parcial. La figura del alquymista está apenas esbozada; cuando se habla de ella, es como de paso y comentando otras cosas. No hay ninguna alusión a la filosofía de los metales en Paracelso. Tanto la figura del médico como la del mago brillan por su ausencia.

Este autor, como todos los hermetistas, requiere lectores vivificados por el mismo espíritu, vale decir en camino de esta regeneración espiritual y corporal, de la que están hechos estos libros; o por lo menos, lectores animados por el gran deseo de alcanzarla. Por eso, este género de escritos no puede ser asimilado por la ciencia de este mundo.

Felicitamos no obstante la iniciativa tomada por los Cahiers de l’Hermétisme y deseamos al profesor Gorceix, a sus alumnos y amigos, que prosigan con una tarea tan acertadamente emprendida, para nuestro mayor provecho.

Traducción al castellano: J. Lohest-Hooghvorst


NOTAS

1. Véase K. Goldammer, «La vie et la personnalité de Paracelse», en Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1980.

2. Para más detalles, véase J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», en Alchimie, coll. Cahiers de l’Hermétisme, ed. Albin Michel, París, 1978.
3. Véase I Corintios 15, 45.
4. Véase Juan 5, 63.
5. Alusión a la Inmaculada Concepción.
6. Véase Job 19, 26.

7. [...] non ea vel dum exulante [...].
8. Véase Éxodo 17, 2 a 6, etc., y I Corintios 10.
9. Véase Juan 6, 56.

10. Paracelse, coll. Cahiers de l’Hermétisme, op. cit.
11. Es el tema de la Filosofía Sutil.

12. Véase la bibliografía de sus obras en J.-J. Mathé, «Bibliographie des ouvrages et travaux en langue française depuis 1945 concernant la philosophie hermétique», cit. Hay que añadir una publicación más reciente: Alchimie, textes alchimiques allemands du XVI e siècle traducidos y presentados por B. Gorceix, ed. Fayard, París, 1980.