viernes, 22 de octubre de 2010

Autoestima: Actuar lo cambia todo

Actuar para apreciarse



Al actuar a veces nos equivocamos. Al no hacer nada nos equivocamos siempre.
Romain Rolland



El sufrimiento psicológico a veces adopta formas extrañas. Una o dos veces al año recibo en mi consulta a grandes niños de 30 o 40 años, con una autoestima aparentemente muy alta, a menudo superdotados, como atestigua su coeficiente de inteligencia. Acostumbran a formar parte de asociaciones de personas muy inteligentes. Sin embargo, su vida es un fracaso. Nunca se lanzaron a la aventura, ni abandonaron el mullido nido familiar. Jamás rozaron la acción. Su elevada autoestima sólo es virtual: poseen grandes posibilidades que no utilizan. Han acumulado conocimientos a través de la lectura, el rastreo de información en Internet y, a veces, siguiendo estudios que no desembocan en el ejercicio de ningún oficio. Su autoestima subraya esa evidencia: apreciarse sólo tiene sentido si sirve para vivir. Y vivir es actuar, no sólo pensar
La acción es el oxígeno de la autoestima
La autoestima y la acción mantienen vínculos estrechos en tres dimensiones principales:
La verdadera autoestima se revela sólo en la acción y la confrontación con la realidad: sólo puede crearse a través del encuentro con el fracaso y el éxito, la aprobación y el rechazo Si no, es el no sabe-no contesta, como dicen los especialistas en sondeos de opinión: no sólo somos lo que proclamamos o imaginamos ser; no siempre hacemos lo que decimos que vamos a hacer. La verdad de la autoestima también se sitúa en el terreno de la vida cotidiana, y no sólo en las alturas del espíritu.



La autoestima facilita la acción: uno de los síntomas de las autoestimas frágiles consiste en la complicada relación con la acción. Las personas con baja autoestima la temen y rechazan (es la procrastinación), porque temen mostrarse débiles y traicionar sus límites. O bien se la busca como medio para obtener la admiración y el reconocimiento, pero sólo se la concibe como acción triunfante, successful, como dicen los estadounidenses.
Por último, la acción alienta, modela y construye la autoestima. Junto a las relaciones sociales, es uno de sus dos grandes alimentos. Y todo lo demás no es sino autosugestión, para bien y para mal.
Una necesidad fundamental: el sentimiento de eficacia personal
Todo ser humano tiene necesidad de sentir y observar que sus actos ejercen una influencia en su ambiente o en sí mismo. Es una necesidad tan importante para nuestro psiquismo que, aún al margen de problemas psicológicos, es objeto de ilusiones positivas y pequeños comportamientos sorprendentes: Por ejemplo, cuando tenemos que sacar un cinco o un seis en una partida de dados, inconscientemente tendemos a arrojar el dado con más fuerza; y a lanzarlo más suavemente cuando la partida nos pide obtener una cifra pequeña, como un uno o un dos. Esta dimensión del sentimiento de control ejerce una influencia fundamental en el bienestar (en los animales y seres humanos) y la autoestima (en los humanos).
Las diferencias son importantes entre las personas según el nivel al que se sitúe su sentimiento de control: en general se considera que cuanto más elevado es (o más interno, es decir, sometido a uno mismo y no al azar), más ventajas comporta, especialmente en materia de autoestima. Además, las relaciones entre ambas dimensiones de la personalidad son tan estrechas que ciertos investigadores se preguntan si los dos conceptos no son, en cierto sentido, el mismo.
Una dimensión fácil de medir y fundamental en la vida cotidiana reside en la capacidad de autocontrol, es decir, la aptitud para comprometerse en la consecución de un objetivo sin ser inmediatamente recompensado. Esto también permite retrasar la necesidad de recompensas. Por ejemplo, en los niños el autocontrol se evalúa a partir de pequeñas situaciones del estilo: Puedes tomar un bombón ahora o tres mañana. Qué prefieres?
Asimismo atañe a los adultos: el autocontrol está implicado, y resulta muy útil, en numerosas acciones de la vida cotidiana, escolares (repasar para aprobar los exámenes), profesionales (trabajar en la propia carrera), comportamientos relativos a la salud (seguir un régimen, dejar de fumar).
Ejercer un control en los detalles de nuestra vida cotidiana (ocio, tareas del hogar) resulta beneficioso para el bienestar y la autoestima. Por esta razón es vital no dejar de lavar los platos u ordenar el apartamento o la oficina (en un cierto estado de ánimo, como veremos) cuando empezamos a dudar de nosotros mismos. Renunciar a estos pequeños gestos de control de nuestro entorno es el error que cometen las personas depresivas, bajo el efecto de su enfermedad: Para qué? Es irrisorio e inútil. Esto no hace sino agravar su estado: Ni siquiera soy capaz de ocuparme de cosas tan sencillas. Aunque la influencia de estos pequeños gestos sea mínima, representa, a pesar de todo, una pequeña inversión en autoestima. O, para los aficionados, una especie de tisana de la autoestima: de un efecto discreto pero real, y de carácter absolutamente biológico
Todo lo que mine nuestra relación con la acción es potencialmente perjudicial. Sin embargo, los problemas de autoestima a menudo incitan a evasiones y huidas, como hemos visto.
La evasión mina la autoestima y no nos enseña nada, mientras que la acción enseña la humildad.
No actuar puede volvernos orgullosos. Paradójico? En realidad, la inacción mantiene la ilusión de que, si nos hubiéramos tomado la molestia, habríamos conocido el éxito. Ilusión falsa y peligrosa. Explica ciertos discursos sorprendentes de sujetos con baja autoestima y fracaso social, pero que viven en la ilusión de sus grandes méritos. Si tan sólo la vida fuera menos dura y la gente menos injusta, entonces serían reconocidos en su justo valor! Este tipo de razonamiento puede conducir a actuar cada vez menos y aumentar la distancia entre la creencia en la propia excelencia y la comprobación de que la realidad diaria no está a la altura de nuestro valor. Hasta el momento en que esa distancia es tan grande que una desesperación lúcida se apodera de nosotros más o menos inconscientemente.



La evasión no enseña nada. Tan sólo nos remite a nosotros mismos, a lo que ya sabemos.: que la vida es dura, que nos encontramos mal, que fracasar habría sido duro, que hemos hecho bien en no hacerlo, que a pesar de todo es una lástima, etc. Sólo la confrontación puede enseñarnos. A veces nos enseña cosas dolorosas, pero nos instruye. La evasión mina la autoestima y a fin de cuentas, independientemente de cuáles sean nuestras reflexiones acerca de nosotros mismos, sólo cambiamos con la acción. Beneficio absoluto de la acción sobre el pensamiento. No recuerdo en qué película el guionista Michel Audiard escribe esta réplica: Un tonto que se mueve va siempre más lejos que un intelectual sentado. Indudablemente, lo ideal sería un intelectual que se mueve, pero la réplica sería menos simpática. Sólo caminando se tienen pensamientos elevados, decía Nietzsche con algo más de seriedad.
La acción y las lecciones de la acción
Actuar y extraer lecciones de la acción es lo mejor que podemos hacer por nuestra autoestima. De ahí la obsesión de los terapeutas porque sus pacientes reflexionen para que desciendan al ruedo de la vida cotidiana. Atención: la acción y las lecciones de la acción. Porque en realidad existen dos formas de evitarla:
No actuar, más bien típico de las bajas autoestimas, aunque la huida también puede afectar a las autoestimas altas y vulnerables. Aquí no se puede extraer ninguna lección de la acción porque ésta no se da. Tan sólo se piensa en lo que habría ocurrido si, lo que privilegia las certezas negativas y a menudo desemboca en respuestas como Seguramente me habría ido mal, he hecho bien al evitarlo.
Pero también actuar y no extraer ninguna enseñanza de la acción, un comportamiento frecuente en sujetos con una autoestima elevada. Puede tratarse de fracaso: las defensas clásicas consisten en no atribuirse la responsabilidad o minimizar su alcance. O de éxito: no ver la parte de suerte que hay en ello, o lo que se debe a los demás. Tener que agradecer la ayuda recibida o expresar gratitud se considera entonces una disminución del mérito personal, lo que una autoestima alta y frágil no puede soportar. Entendámoslo bien: no se trata de no disfrutar del éxito. Es legítimo aprovechar sus ventajas emocionales, pero también extraer las lecciones pertinentes: advertir qué parte se debe a nosotros y cuál hay que atribuir a los demás o a la suerte no debería disminuir nuestra autoestima, sino sólo hacerla más lúcida y, por tanto, más sólida.
Inteligencia de la acción
En uno de sus Propos, el filósofo Alain proponía escoger al semidiós griego Hércules como símbolo de la imbricación entre reflexión y acción: Considero a Hércules el mejor modelo de pensador Hay que pensar en los objetos a fin de realizar algún cambio útil en el mundo Si coges tu laya, hay que layar la tierra. Si utilizas tu pensamiento como una herramienta, entonces enderézate y piensa bien. Rudyard Kipling, en su poema If, sugería pensar sin ser sólo un pensador. Por su parte, los filósofos antiguos recordaban la vanidad de las palabras y enseñanzas que no se aplicaban inmediata y sinceramente en la vida cotidiana. Merecería la pena recordar esta lección a algunos de nuestros contemporáneos. La filosofía antigua no era ante todo y únicamente especulativa, sino que su objetivo era mejorar la vida a través de una serie de actos y reflexiones prácticas.
Inmóviles, permanecemos en nuestro mundo personal. En acción, lo modificamos y sobre todo lo ampliamos. El overthinking de los anglosajones, encerrarse en uno mismo, no es eficaz. Apartada de las lecciones de la acción, la autoestima se crispa y enclaustra, se torna cada vez más frágil. Sólo podemos pretender fraguarnos, desarrollarnos, crecer y conocernos a través de un continuo vaivén con la vida. No permaneciendo en la pequeña habitación de nuestro yo. Eludir lo real nos entumece. Ir a su encuentro nos permite crecer. Es la acción la que abre al mundo en lugar de fortalecer sólo el ego.
La acción, no la presión: las reglas de la acción serena
La acción es una oportunidad y una amenaza. Oportunidad de descubrir y de realizarse. Amenaza de fracasar y ser juzgado por ese fracaso. El modo en que cada uno de nosotros se mueve entre ambos polos dice mucho sobre la autoestima. Y el modo en que la acción viene precedida de anticipaciones más o menos realistas, también dice mucho de nosotros.
Cómo actuar sin sufrir?
Actuar es necesario, pero no a cualquier precio y en cualquier estado de ánimo. Evidentemente, lo peor es convertir la evitación en un estilo de vida y un medio para proteger la autoestima. Pero no todo es tan malo: porque existen muchos modos de transformar la acción que engendra dolor. Y muchos momentos en los que nos es posible hacerlo. Me refiero a las acciones significativas para la autoestima: aquellas cuyo resultado o, peor aún, cuyo completo desarrollo está expuesto a la mirada y al juicio de los demás, porque las acciones íntimas, cuyas consecuencias sólo nos atañen a nosotros, no están sometidas a la misma intensidad de la presión emocional.
Antes de la acción: atormentarnos se trata de la ansiedad de la anticipación – hasta el punto de amargarnos. Uno de los más puros mensajes sobre la inanidad e ineficacia de esas inquietudes anticipadas nos lo ofrece la Biblia en las sombrías lamentaciones del Eclesiastés: Si te preocupas por el viento no sembrarás jamás./Si escrutas las nubes no tendrás cosecha. Sin embargo, preocuparse no impide alcanzar el éxito. Cuántas personas socialmente muy asertivas (actores, directivos, músicos profesionales) pasan toda la vida mostrándose muy desenvueltas, vistas desde el exterior, mientras que en realidad viven con un sufrimiento increíble y permanente? El sufrimiento también se extiende a su entorno, pareja e hijos, que pagarán así, al contado, el estrés de la estrella que duda y tiembla y provoca que en la casa reine un ambiente de gran tensión Sólo la importancia de las gratificaciones que obtiene a cambio, sea dinero, prestigio o notoriedad, permite que esas personas continúen. Sólo ellas conocen la distancia entre su personaje público y su íntima fragilidad.



Durante la acción: actuar de manera inquieta, tensa, obsesionado por el riesgo de fracasar. Vigilancia inquieta de las reacciones y comentarios ajenos, a los que la persona se vuelve hipersensible. En general, con semejantes niveles de preocupación, el individuo no logra olvidarse de sí mismo en la acción, permanece atento a lo que hace, a su temor y a las consecuencias de un error o un fracaso. En el peor de los casos, esta actitud puede alterar el resultado. En el mejor, la actividad queda impune, pero es imposible que el sujeto obtenga el menor placer en ejecutarla.
Después de la acción: por supuesto, hay un claro alivio si la acción se ve coronada por el éxito, pero, por desgracia, rápidamente vuelve la angustia anticipada ante la próxima acción (porque cuando hay problemas de autoestima, el éxito nunca cura el miedo al fracaso). Sorprendentemente, a veces el éxito multiplica la angustia en personas con baja autoestima: Ahora me esperan, debo confirmarlo para no decepcionar a mis amigos y no alegrar a mis enemigos. En caso de fracaso se producirán, claro está, rumias dolorosas que se prolongarán en función de lo baja que sea la autoestima; unida a una agresividad importante hacia los demás si se tiene una autoestima alta y vulnerable, y un tremendo deseo de consuelo si la autoestima es baja.
Multiplicar las acciones para trivializar el miedo a la acción
La acción debe convertirse en una respiración de la autoestima; como una manera habitual de verificar las propias angustias y esperanzas, de reajustar las ilusiones positivas, pero también de hacer que nazcan otras nuevas. Debe ser una ascesis (del griego askésis: ejercicio, práctica) de la autoestima.
Somos lo que repetimos cada día, escribió Aristóteles. Por tanto, hemos de repetir, algo poco evidente para los sujetos con baja autoestima: cuanto menos se actúa, más temor hay a hacerlo. La acción escasa y la falta de costumbre que deriva de ello hacen que sobredimensionemos los obstáculos, los inconvenientes del fracaso y la dificultad de los posibles contratiempos. También nos hace idealizar la acción: a menos que lo hagamos perfectamente no nos damos el derecho a intentarlo. Por eso es tan frecuente la procrastinación: tardar en emprender las acciones, retrasarlas, no por pereza, sino por automatismo y falta de costumbre (asimismo, como veremos, por miedo al fracaso).
Por esta razón, en las terapias a menudo proponemos pequeños ejercicios que nos ayuden a enfrentarnos a la vida. Sabemos que hablar y comprender es necesario, pero no suficiente. También es necesario actuar y multiplicar, trivializar las acciones. Se invita entonces a los pacientes que padecen esa intimidación ante la acción a repetir pequeños ejercicios: telefonear diez veces a diez comercios para pedir una información, preguntar la hora o por una calle a diez transeúntes. Lo más normal es que al cabo de un tiempo los pacientes comprendan lo que queremos transmitirles: la multiplicación de los actos los hace más leves, más fáciles y evidentes.
Con cierta frecuencia he trabajado así con personas cesantes que no se atrevían a enviar su curriculum o descolgar el teléfono. Por supuesto, esto apenas era una parte de su problema, pero era una parte fundamental porque se sitúa al principio de la cadena de mil gestos que hay que realizar para salir adelante, y además, se encuentra ubicada en el corazón de su vida cotidiana.
Aquí no se trata de una superación heroica del yo, de asertividad social, sino simplemente de retomar el contacto con la vida, de reflexionar acerca de los verdaderos problemas y las pseudo-dificultades. A veces somos un obstáculo para nosotros mismos.
En materia de autoestima, el lema Pensar globalmente, actuar localmente es muy acertado: hemos de transformar nuestros pensamientos globales en acciones concretas porque, tras años de huidas relacionadas con problemas de la autoestima, a menudo nuestro cerebro se resiste por completo a las palabras y las buenas resoluciones. Sólo estos pequeños ejercicios, aparentemente anodinos, podrán orientarlo en el sentido contrario y despertarlo al cambio.
Los grandes efectos de las pequeñas decisiones
Nuestra época es, a veces, tan pretenciosa Tomemos como ejemplo las promesas de Año Nuevo. Mucha gente se burla de ellas aunque no son pocos los que las hacen: El próximo año voy a intentar Pero quién se ha preocupado por comprobar si tienen efecto alguno? Un equipo de psicólogos se encargó de ello. En una población de unas trescientas personas que expresaron el deseo de un cambio en su vida diaria, la mitad había adoptado buenas resoluciones para el año siguiente y la otra mitad no; se evaluó, mediante el sencillo método de telefonearlos seis meses más tarde, si los cambios deseados se habían producido. Estos últimos concernían básicamente a tres ámbitos: perder peso, hacer más ejercicio o dejar de fumar. Los resultados fueron elocuentes: el 46% de los que habían tomado una decisión para el nuevo año habían logrado y mantenido su objetivo, frente al 4% que no lo había hecho. Los pequeños compromisos no son tan absurdos como podamos pensar. No constituyen una garantía (había un 50% de resueltos que no habían alcanzado sus objetivos), pero representan una ayuda más importante de lo que normalmente creemos. Otro tanto ocurre, a menudo, en la vida: buscamos la solución a nuestros problemas a través de procesos largos y difíciles cuando a veces, no siempre- deberíamos intentar, ante todo, enfoques más simples, y ponerlos en práctica y repetirlos a largo plazo.
Otro dato bien conocido en psicología del cambio comportamental: el principio de Premack. También se conoce como ley de la abuelita a esta vieja receta que consiste en decir: Niños, podéis ir a jugar cuando acabéis de ordenar vuestro cuarto. Aplicarse a uno mismo este principio representa una ayuda apreciable. A este respecto, es preferible que la decisión de ponernos manos a la obra provenga de nosotros y no del exterior: el autocontrol proporciona siempre mejores resultados que el control externo. Es inútil vivirlo como una coacción o un castigo, es perfectamente posible ponerlo en práctica con serenidad. Procede de constatar nuestra humildad: somos seres muy sensibles a la dispersión y la distracción, lo que disminuye nuestra capacidad de autocontrol. Aplicarse el principio de Premack es útil en todos los entornos que nos incitarán a desviarnos de las tareas difíciles a favor de las acciones inmediatas. Cuando escribo este libro, y aunque tengo en alta estima la actividad de la escritura, con frecuencia me lo aplico con el fin de afrontar la tentación de llamar por teléfono, mirar si he recibido un mail, levantarme para dar una vuelta tentaciones que me asaltan a la menor dificultad con la escritura. Entonces me digo:No se puede regir así toda la existencia, pero sí algunos aspectos; lo que no está tan mal. Es extraño comprobar cómo estrategias simplísimas ejercen ese poder sobre nosotros. Es casi hiriente: nos gusta considerarnos personas sutiles y superiores, pero también somos seres sencillos. Y hay reglas sencillas que pueden ayudarnos.
Por último, parece que ambos niveles, el de lo simple y el de lo complejo, nos son igualmente necesarios: hemos de plantearnos a un tiempo objetivos elevados y generales, y definir actitudes concretas y básicas que nos faciliten su puesta en práctica.
La acción flexible: saber comprometerse y saber retractarse
Otro de los problemas en la acción de las personas con una autoestima defectuosa es el de la flexibilidad: es tan importante saber comprometerse en la acción como poder desprenderse en función de la información que obtengamos. Ahora bien, si los sujetos con baja autoestima son lentos para la acción, a veces se revelan lentos para el frenado. Es lo que se denomina perseverancia neurótica, cuya divisa podría ser: Ahora que he empezado tengo que acabar a cualquier precio. Esa perseverancia se alimenta de numerosos proverbios y máximas, entre las cuales la más perjudicial, a mi juicio, es la estadounidense: Los que abandonan no ganan nunca y los que ganan no abandonan jamás; muy bonito, a veces acertado y a menudo falso.
Qué es la flexibilidad mental? Es la capacidad para renunciar en el acto si advertimos que la consecución del objetivo será muy costosa en tiempo, energía y en la relación calidad-precio. Si queremos estar a gusto con la acción, a veces hay que saber renunciar a ella y desentenderse. Para esto es necesario lucidez y autoestima: hay que apreciarse a fin de no sentirse disminuido por el cambio de opinión, la renuncia a la acción, etc. Además, los trastornos de la autoestima son agua bendita en manos de los manipuladores, sobre todo gracias a este mecanismo: una vez que la persona se ha comprometido no se atreverá a dar marcha atrás para preservar su imagen social, incluso si cree que está a punto de hacer una tontería.
En diversos estudios sobre este fenómeno se propone a los voluntarios una serie de tareas imposibles de realizar (problemas de lógica y matemáticas) y se observa cuánto tiempo perseveran antes de tirar la toalla o pasar a la prueba siguiente. Todos los trabajos disponibles muestran que una buena autoestima aumenta la flexibilidad en relación a la consecución de objetivos: se insiste un poco ante la dificultad y luego se pasa al problema siguiente. Por el contrario, las dificultades de autoestima incitan a renunciar muy rápido o a no renunciar jamás y pasar todo el tiempo de la prueba obstinándose en el primer problema insoluble.
Ya de por sí complicada, esta capacidad para renunciar y desentenderse es aún más difícil cuando atañe a compromisos adoptados ante los demás: también en este caso todos los trabajos sobre la manipulación muestran que se trata de una trampa eficaz con la que lograr que la gente actúe contra sus intereses. Hay que conocer esta tendencia y concedernos derechos como:
- el derecho a equivocarnos.
- el derecho a abandonar,
- el derecho a cambiar de opinión,
- el derecho a decepcionar,
- el derecho a obtener un resultado imperfecto.
A falta de esto seremos víctimas eventuales de todas las posibilidades de manipulación, así como víctimas de nosotros mismos y nuestra terquedad (No traicionar nunca la palabra dada o la decisión tomada). Los estereotipos sociales sobrevaloran el hecho de no cambiar nunca de opinión. Pongámonos en guardia.
Asimismo es importante admitir que hay problemas que sólo podremos solucionar imperfectamente y soluciones que apenas esbozaremos: como veremos, el perfeccionismo rígido es otro enemigo de la autoestima.
El engaño del perfeccionismo: escudarse en la excelencia no funciona
Paul Valéry acostumbraba a decir: La perfección es una defensa. Recuerdo a un paciente, un brillante investigador, que preparaba de memoria, hasta en sus mínimos detalles, todos sus cursos, comunicaciones en congresos, conferencias. Cuando acudió a la consulta estaba agotado, tras veinte años manteniendo esta actitud en el más alto nivel de la investigación científica francesa, y había presentado dos episodios depresivos bastante severos. Con una autoestima muy vulnerable, había escogido una manera de tranquilizarse materialmente eficaz, pero emocionalmente devastadora: Durante años me refugié en la excelencia para vencer mis angustias. Siempre trato desobreadaptarme para estar seguro de que se acepta mi persona y mis planteamientos. Puedo asegurar que no sirve de nada.
Actuar sólo cuando estamos seguros del éxito? Controlarlo todo para no arriesgar un ápice? La solución puede adecuarse a cierto número de situaciones puntuales, donde haya que alcanzar, en efecto, la excelencia. Sin embargo, el recurso de la perfección es objeto de un uso abusivo por parte de los sujetos con una autoestima vulnerable. El perfeccionismo puede ser adaptativo si se limita a la consecución de objetivos en momentos concretos. Se convierte en contraproducente si es una manera de ofrecernos seguridad frente al miedo al fracaso o a la imperfección. El recurso a este perfeccionismo y al hiper-control es un relativo callejón sin salida, y en cualquier caso ofrece un mal compromiso comodidad-resultado. Cuidado entonces con el ciclo presión-depresión: la acción, no la presión!
Tampoco en este caso basta con comprender, hay que practicar. Por eso en terapia comportamental se han diseñado numerosos ejercicios de abandono: se recomienda empezar con algo que no implique una amenaza demasiado violenta y directa a la autoestima. Por ejemplo, en el terreno del ocio, se pide al paciente que llegue voluntariamente tarde al cine, o que sólo cumpla a medias una tarea doméstica. Cosas desagradables pero soportables. La idea de estos ejercicios consiste en observar qué ocurre realmente: el paciente puede comprobar por sí mismo que no pasa nada grave y que su continua presión para que todo sea perfecto es la expresión de creencias inadaptadas (Si no actúo así saldrá mal) y no de una realidad cualquiera. Después se pasa a situaciones que comprometen más directamente a la autoestima, es decir, que se desarrollan bajo una mirada social: invitar a los amigos sin preparar la cena (y descongelar algo o preparar un gran plato de pasta), o recibirlos cuando el apartamento está completamente desordenado. La amistad que te profesan debería sobrevivir a esto. Saber ceder ante semejantes detalles también debería permitirte disfrutar más de tus amigos.
Frente a la complejidad del mundo, qué conviene más, tratar de aumentar desesperadamente nuestro control y asertividad o aumentar la autoestima? Esmerándose en cultivarla al margen de todos estos engaños: resultados, reconocimiento Ceder sin renunciar a lo esencial.
Simplificar
La duda sobre uno mismo a veces nos pone en apuros. A menudo he observado cómo mis pacientes con trastornos de autoestima se lanzaban a empresas complicadas en lugar de simplificar: cuando sólo tenían que hacer un pequeño discurso de bienvenida ante el público, se lanzaban a una diatriba esotérica llena de sobre entendidos y alusiones, tan sólo porque entre el público se hallaba un antiguo alumno de la escuela politécnica. Sentados al lado del mismo hombre, consideran que deben elevar el nivel de la conversación y tratan de abordar permanentemente los grandes temas de política internacional, que han leído con atención en el periódico, esa misma mañana, mientras que su discurso habría ganado siendo sencillo y cálido, dirigido a todos y no a uno solo. Su conversación habría resultado más ligera y agradable si hubiera seguido el hilo de la espontaneidad.
Tratemos de no ver los actos y actitudes simples como expresión de simplicidad mental, sino como reflejo de claridad. Abundar en la sencillez es, paradójicamente, el patrimonio de personas con una buena autoestima, que no necesitan atrincherarse en lo complejo para ocultar sus lagunas. No quieren destacar, sino que mantienen su lugar e interpretan su papel en la sinfonía relacional prevista. En nuestros recientes grupos de terapia de Sainte-Anne se produjo la siguiente anécdota: realizábamos ejercicios para luchar contra el sentimiento de vergüenza excesiva. La consigna era exponerse al grupo (del que se sabe, a pesar de todo, que está compuesto por personas benévolas) realizando algo levemente ridículo: ese día se trataba de cantar una canción de libre elección, a capella. Como todo el mundo tiembla un poco me lanzo en primer lugar, y al ver que desafino, los rostros se relajan un poco: Ya está, estoy un poco cortado, pero sigo vivo. A quién le toca? Los primeros lo intentan con Frère Jacques o La Marsellesa. Al principio se interrumpen, confusos, horrorizados, diciendo: Es ridículo, canto muy mal. Pero les pedimos que perseveren: el objetivo del ejercicio no es cantar bien sino simplemente cantar. Para aprender a continuar actuando pese a la impresión de ser ridículo, para aprender a no obedecer a esa maldita sensación de vergüenza que cualquier cosa desencadena, de forma excesiva, no debemos perder la calma por estas falsas alarmas y continuar con lo que estábamos haciendo. Ahora es el turno de Lise, una joven del grupo, inteligente pero gravemente acomplejada. Lise no sabe ser sencilla: escoge siempre palabras refinadas, no habla si no tiene algo nuevo o inteligente que decir, no interviene salvo si está segura de que su pregunta es una verdadera pregunta, etc. En esta ocasión sé que va a hacer algo extraño. En efecto: en lugar de cantar una canción infantil para concentrarse sólo en luchar contra la vergüenza y dejar que los automatismos de su memoria se ocupen de cantar mientras ella se dedica a sus emociones, Lise trata de interpretar LOpportuniste, de Jacques Dutronc, que no es en absoluto fácil de cantar: melodía mudable, trémolos de voz Evidentemente, le costó (como a los demás) aunque afina bien. Tras algunas frases, se desmorona: Veis? Soy demasiado inútil. Todos la consuelan y algunos le dicen: A pesar de todo, te has metido en un maldito berenjenal, es muy difícil cantar eso. Lise explica entonces que no se atrevió a escoger Frère Jacques o una canción sencilla para no parecer tonta. Pero nosotros también parecíamos tontos! Sí, pero no es lo mismo, en esta caso yo parezco más tonta. Hasta la disolución del grupo hemos trabajado mucho para ayudar a Lise a simplificar sin sentirse poco valorada sino, por el contrario, aliviada. Ha progresado mucho.
La acción como un objetivo en sí mismo?



En su ensayo El mito de Sísifo, Albert Camus se interesa por el estado anímico de éste, condenado por los dioses a arrastrar eternamente una roca hasta la cima de una montaña y ver cómo rueda pendiente abajo justo cuando está a punto de conquistar la cima. Camus intenta comprender cómo Sísifo puede evitar caer en la desesperación. Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las piedras Este universo sin señor no le parece estéril ni fútil La propia lucha por conquistar la cima basta para colmar su corazón humano. Hay que imaginar a Sísifo feliz.
Sin pretender el sufrimiento de Sísifo, ni adoptar la pose de una puesta en escena grandilocuente en nuestra vida diaria, esmerémonos, sencillamente, en nuestra labor como seres humanos. No hay que actuar sólo para tener éxito o lograr un resultado. Tenemos que actuar por la acción en sí misma. En cierto sentido, el ser humano ha nacido para actuar y existe una relación indisociable entre el propio bienestar y la vida cotidiana: todos los estudios muestran que actuar mejora el estado de ánimo, pero también que mejorar el ánimo facilita la acción, de una manera discreta e inconsciente. La acción alegra Este modo de pensar se utiliza ampliamente en las terapias meditativas del tipomindfulness (plena consciencia) y se resume en una fórmula: en todos mis actos, ser uno con lo que hago. Absorberme en la acción y acostumbrarme a no juzgar lo que hago, si tiene éxito o no. Tan sólo hacerlo. O no hacerlo. Pero con toda consciencia y aceptación. Uno de mis jóvenes pacientes me lo resumió un día en la sentencia: Para actuar bien a veces hay que saber no actuar.
Christophe André

Extractado por Pablo Cáceres de Prácticas de Autoestima, Editorial Kier.

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