miércoles, 8 de julio de 2009

Auto análisis Psico-espiritual

“El hombre viaja para contemplar las cimas de las montañas, las olas de los mares, los grandes ríos y la expansión del océano, acumulando maravillosas experiencias”, escribe San Agustín en sus Confesiones.

Sin embargo, para la mayoría de nosotros, aún sigue sin develar el mayor secreto del hombre. Lo que era obscuro en los primeros siglos continúa sin descubrirse. La mayoría de los hombres morirá sin preocuparse y sin saber si la vida tiene o no significado; si el hombre tiene en sí mismo algo de divino o es un mero saco de piel, carne, huesos, nervios y músculos. Los hombres son extraños a sí mismos.

No resulta ser un pensamiento halagador para la humanidad, pero ciertamente es uno verdadero, ya que nos hemos formado equivocadas nociones acerca de nosotros mismos. Nuestros infortunios y la mayoría de nuestras equivocaciones surgen de este hecho solamente. Antes de empezar el estudio de una carrera convendría que nos estudiáramos a nosotros mismos. Sería bueno que no solamente se escucharan conferencias sino que se las dieran. ¿Qué sería más útil y más novedoso que ir a casa y darse una conferencia a sí mismo, detenerse valerosa y francamente frente a un espejo, confesándose las desagradables omisiones, las vergonzosas debilidades y nuestra culpable ignorancia? ¡Yo!, es nuestro perpetuo problema. Y la cuestión es que hay más de un hombre debajo de nuestro sombrero. La historia de Jekyll y Hyde se vive de nuevo por todos. El deber fundamental de uno es investigar al propio yo antes de dominarlo. Entonces se comprenderá cómo se emprende mejor esa tarea.

Sería interesante hacer una pausa por un momento y preguntarse: “¿Qué clase de hombre llevo conmigo?” Sería muy conveniente considerarse a sí mismo como un extraño, desprenderse de la personalidad y colocarla al otro lado de la habitación para contemplarla a nuestro gusto. Por lo menos se ganará una grandeza y libertad como nunca se ha sentido. Sócrates observó sabiamente: “Me parece ridículo, cuando no soy capaz de conocerme a mí mismo, el investigar cosas irrelevantes”. Durante dos o tres siglos el hombre se detuvo a estudiar a consciencia el fenómeno de la Naturaleza. ¿Cuándo se estudiará a sí mismo?

Poseemos una heredad interior de divina consciencia, suficiente para que el mundo retorne a la Edad de Oro; sin embargo, no tenemos idea de ello. Puesto que no nos conocemos, tampoco sabemos nada de este hecho de vitalísima importancia. Nuestra educación nos ha enseñado algo acerca de todo lo que nos rodea, pero nada acerca de nosotros mismos. De haber sido enseñados y entrenados para comprender a nuestro yo, hoy viviríamos con mentes serenas y rostros sonrientes, en lugar de debatirnos con ansiedad y temor en medio de los angustiosos problemas que el mundo enfrenta. Todas las erudiciones y las culturas que consiguieron penetrar en el ámbito interior y espiritual del hombre, colocaron el develamiento de su misterio en las profundidades de sus mentes y corazones, porque solamente en ellos existe el eslabón entre su visible individualidad y lo que radica detrás de ella. De aquí que la obra a emprenderse busque el explorar este profundo lado emocional y mental, al mismo tiempo que se amplía la investigación.

Todo aquél que piensa que tal actividad interior resultará siendo sólo vagas imaginaciones, está profundamente equivocado. Todo depende de la manera como se emprende la tarea, el objetivo que se persigue y la guía (sea verbal, impresa o interior) que se haya seguido, para que se sepa qué clase de resultado se obtendrá. La última puede parecer ciertamente tan poco valiosa como la niebla a un viajero, pero es posible que resulte invaluable cuando la investigación haya sido adecuadamente conducida.

Parece que existe una gran confusión acerca del auto análisis. Todo intento de analizarse a sí mismo debe ser, al principio, uno intelectual. En esto no difiere de los esfuerzos intelectuales de los filósofos, los metafísicos y otros hombres cultos que todavía suscriben a ideas materialistas. Pero se necesita algo más. Quiero dejar claramente establecido dónde termina la tarea puramente intelectual y dónde empieza la obra realmente espiritual. Cuando se comprenda esto claramente se sabrá mejor cómo proceder. En un delicado e intangible reino como es el del alma, las ideas justas son realmente de importancia. Aquellas páginas deben estudiarse, en cierto modo, muy despaciosamente. Si se llega a ellas para criticarlas debido a los prejuicios que ya sustentamos contra ellas, por supuesto, resultarán del todo inútiles.



La crítica antes de la investigación es una falta, y creer antes de la averiguación, es otra. Se debe leer con todo cuidado, sin resistir voluntariamente su contenido y sin aceptarlo ciegamente. Porque hay un poder inherente en las verdaderas palabras. A ese poder someto este texto. Sé perfectamente que la gente no entra en un sendero como éste hasta que ha agotado las posibilidades de los métodos convencionales para llegar a la verdad. Por cierto, vienen poseídos de negra desesperación, apelando a un último recurso. Es solamente a esta clase de personas, a esas que sienten aguda angustia debido a su inhabilidad para entrar en las regiones espirituales, para aquellas que no encuentran ayuda en los sistemas ortodoxos, y para aquellas que acaso llevan una existencia llena de sufrimientos, a quienes están dedicadas estas páginas.

No pedimos que los lectores sean insinceros consigo mismos en sus pensamientos o al destruir la facultad del juicio independiente. Por cierto, cualquiera que no esté inclinado a ejercitar su facultad de razonamiento no puede entrar en este sendero. Todos están completamente capacitados y autorizados a mantener su existente punto de vista, porque la experiencia personal de la vida los ha traído a este punto. No se les pide que renuncien a lo que necesariamente les parece una probada verdad. Quisiera dejar claramente establecido que prefiero tratar solamente con aquellos que están disgustados con sus presentes puntos de vista, porque puede ser que ellos tomen, por el momento al menos, un punto de vista racionalmente presentado por aquellos que tienen un más alto y amplio orden de experiencia.

En tal caso se pide al estudiante que reflexione, una y otra vez, sin sospechas ni prevenciones; que sea imparcial y que asimile, en carácter de experimentación, por decirlo así, una perspectiva que hasta ahora no los ha entretenido y que posee en sí misma el poder de despertar la facultad intuitiva y otorgar una gran energía interior. La contemplación, no menos que la cultura, dignifica al hombre. Este sendero empieza con un punto de partida que es común a todas las personas, en todo el mundo. Empieza con una práctica investigación de uno mismo. Religiones, razas, costumbres, clases y nacionalidades crean diferencias naturales o artificiales entre los hombres, pero cada individuo no puede escapar del hecho de su propia existencia.

No es posible condensar este método en una concisa o mejor fraseología que aquella que una vez adornó el gracioso portal del hermoso templo griego de Delfos: ¡Hombre, conócete a ti mismo! Porque, como los sabios griegos lo declararon, todos somos rayos del central y espiritual sol, y así como no podemos separar el dorado destello de sus rayos individuales, del mismo modo no podemos separar realmente el Ser Absoluto de las individuales almas humanas que emanan de él. Debido a esta circunstancia en la naturaleza, el modo de descubrir la propia divinidad existe inquebrantable para cada uno de nosotros. Porque si el hombre es un misterio para sí mismo, es un misterio que puede ser resuelto. La más grande realización del hombre no será construir un largo puente o volar en el espacio superando la barrera del sonido, sino conocerse a sí mismo. El método más exacto para llegar a la verdadera naturaleza del yo es seguir un proceso de eliminación, por ejemplo, distinguir entre el yo y el no-yo.

Hay una prevención, y una muy importante, que debo formular. Si se toma este sendero en la búsqueda del yo como una fórmula intelectual árida, entonces se cometerá un error vital y se enfrentará el fracaso en el intento de realizarla. Ha de emprenderse esta tarea del auto análisis del mismo modo en que un amante de la naturaleza contempla un hermoso paisaje. Se debe creer que hay algo maravilloso, ciertamente sagrado, para ser descubierto, a condición de que la tarea se realice a conciencia, aunque el interés esté centrado en uno mismo. En consecuencia, debe recogerse y concentrarse en la ordinaria mentalidad.

El primer paso consistirá en liberarse de la obsesión de primitivo origen de que las impresiones sensorias constituyen el yo. Esto se hace no solamente en el auto análisis, sino también en la práctica del yoga de apartar en verdad la mente de los sentidos. El primer análisis empieza con el yo físico. La investigación es esencial para encontrar la verdadera relación con este cuerpo, procurando que durante el ejercicio se pueda lograr que la mente se separe de su habitual actitud hacia el cuerpo. Una vez que se hayan logrado los requerimientos, ya no será necesario mantener la duplicación. Pero se debe estar seguro, absolutamente, de que se han comprendido los puntos importantes. No sólo para la propia satisfacción intelectual, sino también porque, cuando se los maneja como es debido, ellos se convierten en medios que ayudarán a que nuestra consciencia penetre por debajo de la habitual relación con nuestro cuerpo.

Este análisis se debe practicar para que uno empiece a considerar su cuerpo como algo distinto, separado y aparte. El cuerpo está ahí y es nuestro, pero es necesario aprender a desprenderse de él para así comprender que ese cuerpo no es uno. Debido a que estamos tan familiarizados con el cuerpo que llevamos a todas partes, hemos llegado a la errónea creencia de que es nuestro yo. Entonces se empezará a ver que este cuerpo es en verdad una cosa distinta en relación al verdadero yo.

No hay duda de que uno existe. Se sabe que uno está aquí y que se es un ser consciente, pero por lo general se da por concedido de que el cuerpo es el yo. Por eso se le ha dado un nombre. Dicho nombre lo distingue de los otros cuerpos. Esto es lo que, en suma, termina por confundir la investigación. En tanto se siga identificando uno por el nombre, del mismo modo continuamos identificándonos con el cuerpo. Lo mejor es empezar sin prejuicios en esta averiguación. Se debe olvidar uno de sí mismo y de su nombre durante los períodos de concentración y meditación, y ser, nada más, sin llevar un nombre o identificarse.

Cuando se dice “yo”, automáticamente se está refiriendo uno al cuerpo. Ello no es aconsejable durante esta meditativa investigación para pensar de uno mismo como un ser que lleva un nombre; por lo tanto, es aconsejable que se emplee la palabra “yo” en nuestros pensamientos para designar “el yo”. En otras palabras, se debe emprender la investigación en forma impersonal y poner el artículo determinado antes de la denominación. Haciéndolo así se quita el pensamiento ególatra del cuerpo. Se sabe que en tanto se tenga vida el sentido del yo-ismo continuará.

Incluso si se cortara la mitad del cuerpo y la otra mitad siguiera viviendo, la consciencia de la propia experiencia continuaría tan indivisible y poderosa como siempre, porque la consciencia del ego, el “Yo”, no está inseparablemente confinado con la consciencia del cuerpo físico. Este “Yo”, el ego, puede, y algunas veces lo hace, separarse del cuerpo, sin ningún propósito o esfuerzo de su parte. Ello ocurre, por ejemplo, cuando uno está “pensativamente ausente”. Si uno se encuentra profundamente sumergido en un pensamiento, ni siquiera alcanza a escuchar las palabras de alguien que le habla. El sentido del oído fracasa. Esto demuestra que uno está oyendo con la mente.

El hecho de que no puedan siquiera sentirse sensaciones de dolor y de placer cuando la mente está absorta en otra cosa, es una muestra de su independencia con el cuerpo. A menos que el yo dé su atención al cuerpo, éste se hace abstracto, se retira en sí mismo, esto es, en la mente. El oído físico resulta, de este modo, un simple instrumento, y de tal modo se llega a la conclusión de que el yo que oye es sin duda más la mente que el oído. El cuerpo no es uno mismo. No es el alma.



Constante reflexión sobre tales verdades es un excelente medio de ayuda para ganar ese reconocimiento de quién y qué es uno. Mientras se está comprometido en tal reflexión uno se va volcando hacia adentro. Otro punto, que puede parecer trivial, es el de que, aún cuando dice comúnmente “mi cuerpo”, nunca se piensa en decir “mi cuerpo va a cruzar esta habitación”. ¿Por qué, entonces, nos referimos al cuerpo en términos posesivos? Uno no tiene estricta consciencia de ello; pero algo en nosotros nos obliga a referirnos, automáticamente, como a una propiedad nuestra. Si una cosa nos pertenece, entonces esa cosa no somos nosotros.

¿Cuál es ese algo, entonces, que nos hace adoptar inconsciente e irreflexivamente tal actitud hacia el cuerpo? Definitivamente, no es otra cosa que el yo. En tanto el yo vaya unido a la mente, el yo nos dice automáticamente que el cuerpo es simplemente nuestro instrumento. Es sólo entonces cuando uno llega a tener físicamente consciencia de que cree que el cuerpo es nuestro. Se puede decir que él está ligado con el yo y constituye una parte del yo, pero no se puede decir que en su totalidad representa al yo. De otro modo no se tendría conscientemente la actitud de sentir que uno posee el cuerpo cuando emplea un término tal como “mi cuerpo”.

Durante un sueño uno aparece como si estuviera despierto, y las características pueden ser las mismas. Sin embargo, ¿está uno físicamente presente en los sueños? Por supuesto que no; sólo está la mente. ¿Qué es un estado de sueño? Nada más que un estado mental. Es decir, una serie de ideas que pasan a través de la consciencia. Si el yo puede desprenderse completamente del cuerpo para revivir en un sueño, el cual consiste en una serie de pensamientos y cuadros mentales, entonces el sueño no es otra cosa que la mente. No se cometa, sin embargo, el error de creer que, cuando digo que el yo y la mente son sinónimos, lo digo expresamente como una realidad final. Detrás de la mente hay algo más. Pero desde el punto de vista del cuerpo, hay una realidad, y esa realidad es la mente.

En el sueño profundo, el cuerpo sólo es un objeto inanimado. Entonces no se tiene consciencia del ego. El cuerpo no dice “yo” ni tampoco lo dice la mente; tampoco hay pensamientos. Cuando uno despierta, reaparece el yo. Si el yo fuera solamente el cuerpo y nada más; si no hubiera espíritu en el hombre, ni alma, nada que sobreviviera a la muerte temporal del yo que es el sueño, nunca se podría ir a dormir; y en el estado de sueño profundo, uno tendría completa consciencia. El cuerpo no perdería consciencia sin morir si la única consciencia fuera la suya. El hecho de que uno pierde completamente la consciencia del cuerpo durante el sueño y todavía continúa existiendo, es prueba de que la alta consciencia ha abandonado completamente el cuerpo, mientras que el yo vive, lejos y completamente apartado del cuerpo. Eso es precisamente lo que ocurre; el alma o, lo que es lo mismo, la mente, se retira del cuerpo durante el sueño, así como se retira del cuerpo cuando muere éste. En las más profundas etapas del trance y del hipnotismo, la mente es expelida, literalmente retirada del cuerpo, y cosas curiosas suceden. Algunas veces se transporta a distantes lugares y desde allí informa lo que está sucediendo. Esto no podría ocurrir si la mente o el yo fueran una parte permanente del cuerpo. Si el cuerpo constituye la suma de la propia consciencia, jamás se podría proyectar la consciencia sin proyectar también el cuerpo. Pero el hecho de que la consciencia ha sido proyectada fuera del cuerpo demuestra que es algo separable del cuerpo.

¿Qué es lo que queda entonces? Nuestros pensamientos y sentimientos. Mientras nuestros psicólogos prosigan sus investigaciones sobre el sueño y las experiencias oníricas, indudablemente llegará un día en que se darán cuenta de por qué existe el sueño, y que ello es realmente porque el yo se retira del cuerpo. Eso es en suma. La dificultad estriba en que la gente jamás se detiene a analizar y a reflexionar sobre la relación de sí misma con el cuerpo físico. Si se tomara esto como un hecho irreversible, no habría investigaciones. Si uno siguiera este curso, no habría esperanza hasta tanto se empezara a inquirir y preguntar si el cuerpo representa realmente el conjunto de uno mismo. Pero en el principio de la búsqueda y la averiguación hay una esperanza de hallar la verdad. Por eso es que el análisis es importante. Uno debe hacerlo intelectualmente al principio para adoptar luego la correcta actitud mental.

Dejemos el cuerpo y volquemos la atención hacia los sentimientos. Sentimientos, emociones y modos emocionales son partes de nuestra constitución interior, pero no constituyen la única parte que subsiste en nuestra vida inalterablemente como el “Yo”, el ego. El hecho de que la misma persona, dentro de un período, digamos, de diez años, puede cambiar completamente y exhibir sentimientos opuestos, demuestra que los sentimientos no pueden ser el yo, porque el pensamiento del “Yo” y el sentido del “Yo” todavía continúan sin cambio. En un mismo día uno puede sentirse extremadamente feliz por la mañana y muy miserable por la noche. ¿Ha cambiado uno debido a esta variabilidad? No, son los sentimientos los que han cambiado de este modo, no el “Yo”. Persiste el sentimiento de propia existencia; no ha sido alterado en lo más mínimo. De manera que una vez más debemos ser agudos y analíticos para establecer las diferencias entre el “Yo” y los sentimientos. El “Yo”, por esta razón, debe ser algo separado y distinto de los sentimientos. En consecuencia, todavía tenemos que seguir buscándolo.



Fijemos nuestra atención, entonces, en la mente. Egoísmo, individualidad, deseos y recuerdos, fundamentalmente, son meras fases de la mente. Son pensamientos. Como una cuestión de hecho, no hay diferencia entre pensamientos y sentimientos, excepto que los pensamientos cambian más rápidamente. En el curso de un día uno puede llegar a experimentar un millar de pensamientos distintos. ¿Acaso cada uno de ellos representa al yo? Decididamente no, porque mientras ellos se desvanecen, parten, mientras mueren, nosotros continuamos viviendo. En consecuencia, si esos desvanecidos y muertos pensamientos, y esos desaparecidos y muertos sentimientos no pueden representar a nuestro yo, debe haber otra cosa que nos dé este sentido de verdadero yo-ubicuo, la sensación de continuar existiendo como una individualidad propia.

En el sueño profundo, todos los pensamientos desaparecen. Si el yo no fuera nada más que pensamientos, también debería dejar de ser durante el sueño. Los pensamientos vienen y van y, sin embargo, persisten y misteriosamente se revelan otra vez a la mañana siguiente.

Por tanto, debemos empezar separando al yo de la mente. Y este es el punto delicado de la meditación, del auto-análisis. Primero comprender que la mente consiste de pensamientos, y que debido a ello tenemos consciencia de nuestros pensamientos. La totalidad de estos pensamientos durante el día nos da, diríamos, el intelecto. Si somos capaces de detener el caudal de los pensamientos, aunque sólo sea por un segundo, todavía tendríamos consciencia de ser. Todavía tendríamos conocimiento de lo que debemos buscar, o sea, de la raíz de tal consciencia. Hay algo en nosotros que es percepción, que es consciencia, pero que no es pensamiento; algo que sin embargo nos da sensación de yo-ubicuo, la sensación de ser, de individualidad, y por lo tanto debe estar en contraste con el intelecto; este es el verdadero yo.

Cuando un mira un libro, ¿qué es lo que ve el libro? ¿Es un ojo físico? Ciertamente, la luz da la imagen al ojo, pero el ojo debe enviar un mensaje a lo largo del nervio óptico hasta el cerebro, y uno tendrá conocimiento y percepción de tal mensaje. Hasta tanto no se tenga consciencia de ello, no habrá libro, ni vista de un libro.

En otras palabras, la vibración física de este órgano físico tiene que convertirse en algo de una naturaleza totalmente diferente. Se convierte en una idea en nuestra mente, la idea de un libro. Hasta tanto tenga lugar esta conversión no se podrá ver el libro. Si uno tuviera que colocar un cadáver en una silla y le pidiera mirar un libro, no podría verlo, aunque los ojos físicos están allí en toda su integridad y perfección. Pero la mente está ausente. Se necesita de la mente para ver. En alguna parte, en las circunvoluciones del cerebro, las vibraciones – los mensajes de los nervios sensorios - son convertidas en imágenes mentales, en esencias espirituales.

La mente es el conocedor, el agente veedor de uno. El ojo no es nada más que un instrumento. Una mayor prueba de esto radica en el hecho de que personas que poseen algunas facultades anormales han sido capaces de leer un libro teniendo los ojos tapados. Por lo tanto, si la mente es el agente veedor, no el órgano físico, debiéramos estar seguros de quién es el verdadero agente veedor que está detrás de la mente, si es que hay alguno. Existe el pensamiento, la idea del libro, y entonces hay algo que tiene consciencia de tal pensamiento. Ese algo que podemos llamar el verdadero veedor, el verdadero testigo en la mente, y ese debe ser, por lo tanto, el yo verdadero, y no la mente, que se compone solamente de ideas.

Sin la consciencia no podría haber pensamientos. Este es un punto muy difícil sobre el que debemos reflexionar bastante. La mente es simplemente una corriente de pensamientos. Buda hizo advertir que los pensamientos constituyen la mente mediante el constante afluir de ellos. Ahora manténgase la misma línea de pensamiento. Hay muchos y diferentes estados mentales, pero una consciencia los abarca a todos. En el curso de una semana uno puede tener quinientos mil pensamientos, pero sólo una consciencia los deja correr en la mente. Tales pensamientos son cosas fugitivas, flotantes. No pueden ser esenciales; debe haber, y hay, una luz interior que nos puede hacer tener consciencia de ellos. Debido a que este fundamental yo es el conocedor del cambio, no debe tener cambio alguno. Si uno reflexiona al respecto, se verá que debe ser así.



¿Qué es lo que registra todos los cambios, ya sea los que se producen en el universo externo o en los propios estados mentales? ¿Cómo se sabe que uno está dormido durante el sueño profundo? Porque inmediatamente después de que el sueño ha cesado viene una multitud de pensamientos a la mente y por contraste uno sabe que el sueño profundo fue un estado inmutable relativamente constante. Aquello que registra los cambios debe ser algo que en sí permanece inmutable. Si el conocedor sufriera constantes cambios, no tendría oportunidad de conocer los cambios que se producen a su alrededor. ¿Cómo se podría saber que se producen constantes cambios en nuestros pensamientos a menos que haya algo fijo y estable en uno mismo, que por contraste le permita ver y percibir la diferencia? Debe existir alguna parte en uno que no cambia para permitirnos el conocimiento de todo lo que sucede alrededor de nosotros. Esta es la pieza de profundo análisis que se puede utilizar para la meditación. Si se logra reflexionar acerca de ello, como es debido, ello nos ayudará a tener un verdadero concepto del Yo-Testigo.

Debemos hundirnos una y otra vez en la corriente de pensamientos que nos ha traído a este punto, porque uno necesita reconocer su verdad, no como una cosa que nos ha sido impuesta, sino como algo que posee su propia e inherente razón y, por lo tanto, ha nacido con uno con todo su poder de convicción.

No empleando otros medios que los hechos de la vida humana y las experiencias del pensamiento humano en sus variadas fases, hemos llegado a la vista de la verdad de que el verdadero yo que buscamos mora en una más alta dimensión que la carne, la emoción, el pensamiento y el tiempo; que se esconde en alguna parte detrás del pensamiento-emoción “Yo”; y que él, ciertamente, debe existir más allá de todas las categorías ordinarias.

Hemos llegado al umbral del misterioso Yo-Testigo, que no es otra cosa que la apercepción o la consciencia del ser. Si se practica el yoga como es debido, es posible aquietar la mente, se puede detener el trabajo de la mente por un corto tiempo, y en tal experiencia se encontrará que se está por completo consciente, aunque no se piensa. Entonces uno en sí mismo es la consciencia. Hemos encontrado al Yo-Testigo. Esta es la respuesta del yoga.



Por su parte, los psicólogos continúan investigando. Han adoptado la actitud correcta de la investigación y van en busca de la Verdad con tanto empeño como el escudriñador espiritual. Han partido desde diversos ángulos, pero eventualmente se han de encontrar en el mismo punto para encontrar la Verdad. Y acaso el sendero emprendido por ellos sea el mejor, debido a nuestra época. Será el camino de ir lentamente, paso a paso, y midiendo cada paso a dar, mientras el antiguo camino era el de completa aceptación por la fe. El hombre de hoy es mucho más crítico, mucho más intelectual. Los científicos pueden seguir el camino del crudo materialismo que lleve al descubrimiento del Yo Espiritual. Si continúan investigando, es posible que finalmente descubran la Verdad, porque no pueden encontrar otra cosa. Su sendero se hace cada vez más estrecho. Los lleva, inevitablemente, hacia el Espíritu.

El esfuerzo final durante el período de quietud mental debe hacerse ahora. La pregunta: ¿Qué soy yo? Debe ser expuesta por última vez. La meditación no debe limitarse siempre al tema de “¿Qué soy yo?” Hay otros temas igualmente beneficiosos como senderos de investigación a seguir, tales como “¿De dónde surge el ego?”, y “¿Dónde está el origen de los pensamientos?”, y “¿Quién es el ser que está meditando?” Todos los contenidos de consciencia han de ser tratados como objetos en este análisis. En efecto, todo aquello de lo cual tenemos percepción.

Ahora bien, aquello que tiene percepción del objeto es la Consciencia. ¿Quién sabe esto? ¿Qué es lo que tiene conocimiento de estas ideas? AQUELLO por medio del cual son percibidos y que no es percibido en sí mismo. Hay un último observador que lo observa todo pero sin ser visto. La mente es la observadora dentro del cuerpo, pero hay algo que observa dentro de la mente.

Decimos “mi mente”. Eso implica que hay algo detrás de la mente. Ese algo es el yo, el Testigo de lo individual. ¿Qué es, entonces, lo que constituye el yo? ¿Son las sensaciones físicas, o los pensamientos, o los sentimientos? El “Yo” contiene todos esos constituyentes, como hemos visto, y sin embargo no está totalmente contenido en ellos. Se lo puede percibir solamente a través de una sutil discriminación. Para descubrir AQUELLO uno se tiene que identificar con él.

Tal discriminación la puede hacer uno mismo. Esta es nuestra tarea. Debemos hacerlo por reflexión, usando la inteligencia y la intuición hasta los límites máximos para comprender lo que uno no es al principio, para luego entrar a la comprensión de lo que es realmente. Cuando uno se haya desprovisto de todas las ideas falsas y preconcebidas, de las imaginaciones erradas, entonces se verá lo que queda. Contempladlo. ¡Es el eterno Yo
Superior !



El mejor modo de realizar nuestro propósito es el siguiente: debe seguir, por supuesto, al lógico “impasse” al que se ha llegado con la meditación. Hacer a un lado todos los análisis, porque se ha llegado a la etapa crítica, decisiva; cese todo pensamiento discriminatorio y discursivo, y repítase humildemente la silente pregunta: ¿Quién soy yo?” Hágase una pausa mientras se medite sobre cosas que no son atinentes a la pregunta. En suma, se debe hacer la pregunta y luego dejar que la responda el ser interior, mientras el intelecto se solaza con pensamientos ajenos.

Después de eso, nos volcaremos de nuevo hacia el interior, buceando, persiguiendo el elusivo sentido del “Yo”. Habiendo disociado lo último de las limitaciones materiales y mentales, debemos prepararnos a entrar en el gran silencio que hay detrás de nuestro intelecto; esto es, nos retiraremos a un reino que trasciende el intelecto. Debe entrar en acción una intensa concentración interior para reducir el número de nuestros pensamientos, hasta que todo el intelecto se condense en un solo pensamiento, que no será otro que el pensamiento “Yo”. Entonces se presionará sobre este último pensamiento para que se someta y nos diga el secreto de su fuente.

Cuando se seguía la fase intelectual de la enseñanza, era necesario pensar tan agudamente como fuera posible. La claridad de pensamientos y su formación en palabras exactas era esencial. Los pensamientos no podían ser vagos ni perezosos. Ahora se ha pasado esa fase y la agudeza intelectual debe dejarse de lado. Normalmente, nuestro cerebro está pensando todo el tiempo. Esto significa movimiento, actividad, acción, todo lo cual se trasunta en energía. Cesar en tal movimiento, aún cuando sea parcialmente, significa entrar en la paz espiritual. La Verdad sólo puede ser alcanzada en la quietud y el silencio.

Si no existiera nada realmente detrás de esta quietud, de este atolladero mental, de este analítico cul-de-sac y completo vacío, no podría ni debería haber una respuesta a nuestra investigación. La mente inquieta nunca podría ser aquietada. El corazón interrogante nunca podría ser satisfecho; el vacío seguiría siendo el vacío. Pero otros hombres han recibido una respuesta, la divina respuesta del Yo Superior. Lo que otros han recibido, también podemos recibirlo nosotros.

En esta etapa, cuando la intuición nos obliga a doblegar nuestro intelecto y nos ordena dejar de lado los pensamientos; cuando nos enseña que la acumulación de pensamientos constituye un velo que nos separa de la realidad espiritual, entonces se iniciará una gran contienda, durante la cual una parte de nuestro cuerpo parecerá destrozarse en pedazos; el intelecto, el hasta aquí venerado guía de confianza, dominante en todas nuestras prácticas anteriores, aparece con la intención de desertar. Consecuentemente, declara la guerra abierta contra el nuevo invasor y está determinado a no rendir su plaza ni el trono sin una violenta lucha. Es difícil, en estas circunstancias, ver el verdadero camino y uno oscila constantemente entre la dominante intuición y el resistente intelecto, haciendo lo posible por conservar el familiar terreno y sin poder impedir, sin embargo, el avance del contrario.

Esta experiencia no puede ser evitada y por lo tanto es necesario aceptarla. Lo que puede hacerse, sin embargo, es reconocer la verdadera naturaleza de la lucha y determinar el aliarse con el alto poder que ha enviado su silencioso embajador. Uno debe comprender que la senda del humilde sacrificio intelectual y el reconocimiento mental es ahora la senda de la sabiduría, y proceder de conformidad.

La primera visitación del Yo Superior le llegará a uno del modo más humilde. Uno no sabe cómo, ni por qué, o de dónde viene. En la primera ocasión ni siquiera se tendrá noción de su presencia, pero gradualmente se irá manifestando, hasta hacerse sentir. Será algo tan suave, tan gentil que, a menos que uno se encuentre completamente despreocupado y libre de preconcepciones, es posible incluso que no se advierta su llegada. Uno debe encontrarse en tal momento completamente vacío y limpio, pronto a aceptar lo que venga. Esta sagrada influencia se deslizará sobre uno, lo poseerá, lo llenará. Esto significa que está siendo llenado el vacío de la materia y de la mente.

El último objetivo que debemos alcanzar es mantener la mente en condición enteramente libre de pensamientos, sin caer en el sueño, perder la consciencia o degenerar en la mediumnidad psíquica. Si el fundamental pensamiento de “yo” es sostenido, aquietado, sujetado, resultará eliminado, porque no existe por sí mismo; existe solamente por virtud de la divina luz de la consciencia del Yo Superior que le da forma. Si se anula este pensamiento, todos los otros innumerables pensamientos del ego personal que hasta ahora se han centrado en torno suyo, se convertirán en ilusión; en tanto que el sentido de “Yo Soy”, el sentido de ser que le da forma, persistirá.

¿Cómo será reconocido? Será suficiente saber que está presente. Cualquier otra cosa en el mundo puede ser conocida en otras formas, indirectamente; pero ésta es la única cosa que debe conocerse convirtiéndose en ella.

En esta etapa de la conversión, el mismo “Yo”, que parecía ser el centro de nuestra existencia, la última raíz de nuestra entera naturaleza, se disuelve, se funde en el misterioso fondo. El ego personal desaparece, sus limitaciones se dividen como una roca se separa en trozos cuando el creciente roble se hincha, y el mismo es reemplazado por un sentido de existencia que posee eterna duración. Con el cambio uno sentirá una extraordinaria sensación de aligeramiento y libertad, como si todos los intereses de la personalidad, sus joyas y sus preocupaciones, sus esperanzas y temores, fueran una carga que hasta ahora era llevada ciegamente pero que ahora la arrojamos. Es esta extraña y superior experiencia que transmuta al hombre a su más profunda naturaleza, a los fundamentos de su recóndito ser. Se halla también entre las experiencias más altas abiertas a la raza humana, mientras sigue siendo humana, porque más allá del sendero se encuentra el reino donde moran los ángeles y los dioses.



La verdadera individualidad de un hombre es la misma en todos: sagrada, divina, inmortal. En aquel elevado mundo al cual pertenece no hay nada alto ni nada bajo, porque todos participan de la misma sublimidad como las gotas de agua que componen un océano.

Descansar sin ningún pensamiento es realmente una maravillosa experiencia, y se descubrirá la posibilidad de buscar el modo de prolongarla, de ampliar esos breves y preciosos instantes cuando la mente, el “Yo”, retorna a su fuente de origen, es decir, a su fundamental y divino elemento.

No existe un período fijo o formal para la meditación de esta clase psico-espiritual. Uno debe guiarse por sus sentimientos. Cuando uno vive intensamente, bastará una media hora. Pero habrá períodos en que uno se hallará cansado del análisis. En tales ocasiones no es aconsejable que se lo prolongue por más de dos minutos. Eventualmente, cuando se esté lo suficientemente capacitado en el control del pensamiento y en la comprensión del análisis, ni siquiera será necesario entrar en la meditación. Se puede empezar afirmando brevemente, pero con la más absoluta claridad de percepción, de que uno no es el cuerpo, ni el intelecto, sino que se es pura consciencia.

Desde allí puede empezarse la meditación, puesto que se sabe lo que es realmente el yo, con concepción clara, sin mezclarla con pensamientos y emociones que no corresponden, y entonces se descubrirá la presencia del misterioso ser que mora en el meollo de nuestro corazón. El hombre no está encadenado al finito yo, pero él cree que sí. Esta creencia está basada en una ilusión. La ilusión de que los cinco sentidos son los agentes conscientes y en funcionamiento en la vida del hombre, y que, por lo tanto, el mundo que ellos testifican es un sólido mundo de la más absoluta realidad. Los sentidos lo engañan y él se engaña a sí mismo. Cuando clame su libertad, la encontrará. Necesita alimentar esa redención, la liberación de los pensamientos, o nunca empezará a buscarse a sí mismo, a su verdadero e ilimitado yo.

De este modo, en último análisis, está claro que es la mente la que está envuelta en la materia. Es la mente la que puede liberar al hombre de nuevo. Y esto no se logra corriendo a los monasterios o a las montañas para pasar la vida allí; se logra usando la mente para investigar en su propia operación.

Paul Brunton


Extractado por Pablo Cáceres de
La Realidad Interior, Editorial Kier.

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