jueves, 26 de febrero de 2009

INTRODUCCIÓN AL CONDE DE GABALÍS o Conversaciones sobre las Ciencias Secretas. Montfaucon de Villars.

El éxito de El Conde de Gabalís, o Conversaciones sobre la Ciencias Secretas fue fulminante. Publicado sin nombre de autor en 1670, tiene que ser reeditado ya en 1671. Todo el mundo habla de la obrita, que se pone de moda tanto en París como en la Corte; los ejemplares de la edición corren de mano en mano, para gran satisfacción del librero impresor, y como de inmediato se adivina quién se esconde tras el anonimato, se alaba, se envidia o se critica al abate Montfaucon de Villars.

Rodeada de un halo de misterio y de escándalo, esta obra es, bajo la amenidad y la ironía, un texto osado y polémico, que se enfrenta tanto al esoterismo como a la religión, a través de la crítica de la incredulidad humana.

El tema es francamente original: un narrador escéptico en cuestiones esotéricas conversa con el conde de Gabalís, cabalista ferviente, que retomando la tradición platónica, establece entre la divinidad y los humanos otros seres racionales, los espíritus elementales (así llamados por ser los pobladores de los cuatro elementos: Aire, Tierra, Fuego y Agua), hablándole de sus relaciones con los seres humanos y de su descendencia, y apoyando sus afirmaciones en numerosas “pruebas” extraídas de la Historia Sagrada, textos de la Antigüedad clásica y filósofos neoplatónicos. Sabremos así cómo invocar a Silfos, Gnomos, Salamandras y Ondinas, cómo el iniciado puede vivir sin tomar alimento, tan sólo llenándose el ombligo con una tierra cabalísticamente depurada; cómo se repobló la tierra tras el Diluvio, quiénes eran realmente los dioses de la Antigüedad; por qué los cabalistas deben abstenerse de toda relación sexual con mujeres; la verdad del episodio de las tentaciones de San Antonio; quien fue Zaratustra; el misterio de los oráculos, y tantas y tantas maravillas más.

Las conversaciones entre Gabalís y su incrédulo discípulo basan su comicidad en la distancia que separa la grandilocuencia del fervoroso conde, de la actitud irónica de su interlocutor, tan atónito como divertido por lo que oye. Los extraordinarios secretos que el cabalista desvela a su oyente provocan a menudo la risa de éste, como buscan provocar la del lector. ¿Podemos decir entonces que nos hallamos ante un texto de entretenimiento, que pretende divertir, a costa de los crédulos que prestan fe a las ciencias secretas?

Sin duda, ésta sería la primera percepción que podamos tener de la obra, y desde luego es una de las razones que explican el éxito inmediato que premió su publicación. Es amena y divertida; expone con humor las doctrinas esotéricas multiplicando las anécdotas curiosas, y mezcla con aparente lógica las cosas más dispares, para presentarnos el resultado más sorprendente, haciendo de historia, leyendas, religión, literatura, mitología y filosofía, los ingredientes que hierven juntos en la gran marmita de la palabrería del conde, que de vez en cuando saca una cucharada, dulce o salada, a voluntad. El ingenio se derrama a raudales; pero con ser importante, no es éste el único mérito de la obra, ni la de entretener la exclusiva finalidad.

Porque aún hay más: Gabalís predica a su tibio discípulo la necesaria unión carnal con los espíritus elementales, y este planteamiento es absolutamente atrevido en 1670, época de tantas tensiones religiosas. Repasemos sólo algunos hechos que nos ayuden a evitar el pecado de anacronismo: Luis XIV, que no admite que sus súbditos tengan un credo distinto al suyo, acaba de restringir severamente en 1669 las libertades que el edicto de Nantes otorgara a los protestantes, antes de perseguir a estos de forma cruenta (1679-1685) y de revocar finalmente dicho edicto en 1685, forzando a los protestantes a convertirse o emigrar. Del mismo modo, dentro del catolicismo los jansenistas son considerados como un peligro para la unidad del estado, por lo que su situación se va agravando cada vez más, sobre todo desde la condena de la bula Ad sacram de 1656: se cierran sus escuelas, se expulsa a las novicias y pensionistas de sus conventos (1661), se fuerza a los religiosos a suscribir el formulario papal, a lo que se niegan, quedando puestos en entredicho (1665-1669). Resulta evidente que no se trata de una época precisamente tolerante en cuestiones de doctrina. Hay cosas con las que no se juega: si Molière no salió peor parado de los ataques del clan devoto (recordemos que Le Tartuffe fue prohibido en 1664), fue gracias a la protección del rey.

Gabalís, sin embargo, declara no dignarse informarse “de aquello en lo que consisten las distintas sectas y las diversas religiones de las que los ignorantes se enorgullecen”, poniendo despectivamente en el mismo plano todos los credos. Y recordemos que, de manera insistente, invita a su discípulo a mantener relaciones placenteras con el mundo sobrenatural, a través de las cuales el hombre comunicaría su inmortalidad, y el espíritu purificaría la naturaleza humana. No hay riesgo, ni elementos trágicos, ni siquiera en relación con la predestinación (tema dramáticamente candente en la época); todo es para bien de todos, y no hay por qué preocuparse. Nos encontramos en las antípodas de la literatura demonógrafa…

Esta risueña concepción de las relaciones del hombre con lo sobrenatural será la que triunfe en Francia durante el siglo siguiente, más preocupado por ser feliz en este mundo que por la salvación eterna*(1). Pero para poder juzgar más acertadamente la modernidad del Conde de Gabalís, tendremos que asomarnos a la historia de la brujería, pues no podemos olvidar que en el s. XVII, los poderes públicos franceses aún condenan a muerte a los brujos.

Ciertamente, ha finalizado ya el gran período de la caza de brujas en Occidente, que abarca la segunda mitad del s. XVI y la primera del XVII. Recordemos un caso en Francia de todos conocido: el de las monjas posesas del convento de Loudun, que tuvo lugar en los años treinta de aquel siglo. En el proceso intervinieron hasta el Consejo del estado, Richelieu y el propio Luis XIII, que decidieron atajar la acción diabólica lo más enérgicamente posible, condenando a la hoguera al sacerdote Urbain Grandier, considerado culpable de haber firmado un pacto con el demonio*(2) y de haber hechizado a las monjas del convento, permitiendo la posesión diabólica. Este caso es celebérrimo, pero no es excepcional; en Francia eran frecuentes los casos de hechicería y posesión.

Paulatinamente, sin embargo, las cosas iban cambiando. Los escritos de teólogos y juristas muestran la oposición entre la postura convencida de la realidad del pacto y la brujería, y la escéptica. La propia Iglesia había dado ejemplo de cautela, recomendando a jueces e inquisidores la prudencia y la caridad (Instrucción de la Cámara Apostólica, 1657)*(3). Y en Francia, el poder civil también se iba dejando ganar por un racionalismo que debilitaba la creencia en los poderes de las brujas y en la realidad del pacto con el demonio. Si se mantiene la pena de muerte contra el convicto de brujería, se debe a su intención sacrílega e impía, y no a sus presuntos poderes dañinos, como se plasma en un edicto real de 1682. Pero esto no se logró sin polémicas ni debates sin fin, sin sentencias judiciales contradictorias, que dan testimonio del paulatino cambio de actitud. De los distintos tribunales del reino de Francia, el más liberal era el Parlamento de París, que condenaba a muerte a los brujos sólo si habían cometido crímenes, y no por el hecho en sí de practicar la brujería. Así, en 1688 ese Parlamento conmutó tres sentencias capitales por probada brujería, en pena de galeras. El gigantesco escándalo del “asunto de los venenos”, que dura de 1670 a 1681, y llega a implicar a destacados personajes de la corte, dicta 34 sentencias de muerte, entre ellas la de la Voisin, por envenenamiento y brujería. Y todavía mueren brujos en la hoguera en 1684, 1685, 1691, 1715 y 1718.

Para la mayoría, el diablo es el Enemigo, y su poder, su posibilidad de actuar y manifestarse no se ponen en duda. Es bajo este prisma como tenemos que valorar en la obra el miedo del narrador, que teme que Gabalís pueda ser un brujo que le está tentando con la belleza de las sílfides para hacerle presa del demonio. Un puñado de incrédulos, sin embargo, se empeña en demostrar que no hay que recurrir a una explicación sobrenatural ante un hecho que parece salirse de lo ordinario, negando también la posibilidad del milagro. Estos racionalistas son los que en siglo XVII reciben el apelativo de “libertinos”, los que –en su reivindicación de la libertad de pensamiento en una época en que ésta estaba prohibida-, se alejan de las doctrinas comúnmente aceptadas, con su replanteamiento crítico acerca de la verdad y el conocimiento, con su rechazo de los límites asignados a la razón frente a los dogmas religiosos.

Entre los que se oponen a las creencias imperantes, están los que, sin negar la existencia de Dios, no adoran al Dios de la Biblia, sino al Dios de los filósofos de la Antigüedad. Siguen las huellas de Cicerón (De natura deorum), de Juliano el Apóstata, de Porfirio, de Jámblico o Celso (que tanta presencia tienen en El conde de Gabalís). Como los neoplatónicos que defendieron el paganismo frente al cristianismo, los pensadores libertinos atacan la fe de la Iglesia en defensa de la antigua concepción del Ser Supremo: no pueden admitir que Dios se arrepienta de su creación por la ingratitud de sus criaturas, tal como cuenta el Génesis, ni que las maldiga, y consideran incompatibles la caída humana y la Redención con la sabiduría divina. No es en la Revelación, sino en la naturaleza donde descubren a Dios, en la regularidad del movimiento de los astros, en el finalismo que la anatomía les demuestra, en la razón, que lleva impresa la idea innata de Dios. El deísmo filosófico es la tendencia libertina más seguida, y en esta línea se inscriben el abate de Chaulieu, Fontenelle, y tantos otros en Francia, y más aún en Inglaterra.

El materialismo caracteriza a otra parte de los libertinos franceses del s. XVII, como Théophile de Viau, Cyrano de Bergerac o el autor del Theophrastus redivivus (1659), para quienes la Naturaleza es todo, el mundo es eterno, el hombre es un animal como los demás y la espiritualidad y la inmortalidad del alma son pura falsedad. Se apoyan principalmente en las doctrinas de la escuela de Padua renacentista –las de Pompnazzi o Vanini, que Gabalís menciona no por casualidad- y en Giordano Bruno, muerto tan trágicamente en 1600. el P. Mersenne (1588-1648) publicó en 1624 su Impiété des déistes, ates et libertins de ce temps, en donde refutaba con tanta amplitud la filosofía de Bruno, que su tratado ayudó a difundir en Francia la doctrina que combatía: el mundo es infinito, y como dos realidades distintas no pueden coexistir, Dios y el mundo no son substancias distintas, sino dos expresiones de la misma realidad infinita. A partir de las distintas doctrinas, el libertinaje materialista se desarrolla en Francia, con la necesaria cautela a la que las circunstancias obligan.

Como vemos, cuando se publica la obra que nos ocupa está muy viva la polémica entre los partidarios y los detractores de la posibilidad de intervención material y visible de Satán en los asuntos humanos. ¡Cuántos tratados se escribieron sobre este tema, sobre la realidad del aquelarre, los vuelos de las brujas, las posesiones o la magia! Los racionalistas desde principios del XVII –afrontando a menudo peligros bien reales- por buscar la explicación natural a hechos en los que tradicionalmente se veía la mano de Dios, o la garra del Demonio. Había que liberar al mundo físico del tremendo peso de lo sobrenatural. Así, hombres como Naudé, Bierling o Christian Thomasius dan testimonio de su escepticismo sobre brujería y posesiones; Gassendi y Naudé disertan sobre los eclipses, lo que les da pie para negar el carácter sobrenatural de fenómenos que la tradición consideraba como prodigios, al igual que en los últimos años del siglo Bayle, Baltasar Bekker o Fontenelle se opusieron a la interpretación sobrenatural en sus polémicas obras sobre oráculos, brujería y cometas respectivamente.

La visión del mundo está cambiando a pasos de gigante. Las últimas décadas del siglo XVII suponen un período de mutación fundamental para la historia de nuestra civilización, que da intelectualmente a luz al mundo moderno a través de esa “crisis de la conciencia europea”, tan magistralmente analizada por Paul Hazard en su obra del mismo título. Spinoza, Locke, Leibniz, Bayle y muchos más replantean , como si fuesen nuevas, las preguntas eternas del hombre: la existencia y la naturaleza de Dios, el problema del ser y las apariencias, el bien y el mal, la libertad y la fatalidad, la formación del estado social y los derechos del soberano, etc. ¿Qué hay que creer? ¿Cómo hay que obrar? ¿Dónde está la verdad? Partidarios de la razón y partidarios de la religión se enfrentaban en un arriesgado debate del que era testigo febril toda la intelectualidad europea.

La razón –considerada ya desde Descartes en su aspecto moderno, como facultad crítica e instrumento de conocimiento cierto- se alza en numerosas obras en contra de los tres grandes principios en los que se sustentaba el criterio de verdad: la autoridad, la tradición y el asentimiento universal. Y negándose a limitar el campo de sus análisis, se atreve hasta con lo intocable por excelencia: las Sagradas Escrituras. Analizar los textos revelados como cualquier obra de la Antigüedad (con problemas de autoría, cronología, transmisión, interpretación, etc.) era una audacia incalculable, una auténtica blasfemia, al igual que atacar abiertamente la noción de milagro. Pero hay vías encubiertas que conducen al mismo punto: demostrando el carácter natural de presuntos prodigios, como brujería, oráculos y cometas; denunciando creencias supersticiosas, y llegando hasta las causas del error- el principio de autoridad, la costumbre o tradición, el asentimiento universal. Como éstos eran los tres pilares en los que la fe en los milagros se apoyaba, los racionalistas conseguían su propósito de manera indirecta. La táctica siempre era la misma: unir la superstición y la fe, demostrando lo que las une, y atacar a la primera so pretexto de defender la segunda, para socavarla impunemente.

Es en este combate entre la vieja visión geocéntrica y las nuevas corrientes científico-filosóficas del racionalismo y del empirismo donde tenemos que situar al Conde de Gabalís: bajo la defensa de la realidad de los seres elementales, la obra esconde el ataque a la acción de lo sobrenatural en el mundo. En nuestra obrita aparecen un buen puñado de temas polémicos en su época: la existencia o no de la brujería, la posibilidad del trato carnal con los demonios, la naturaleza del aquelarre, la realidad de los oráculos, la invocación a los espíritus, etc. etc. Y las explicaciones –que se apoyan muchas veces en el principio de autoridad, y hacen gala (o mofa) de una cierta erudición- son tan peregrinas, que se vuelven contra el propio principio en el que se sustentan. Lo que se nos insinúa podría resumirse así: si por lo que sea el venerable Mengano ha dicho esas cosas, que claramente son majaderías, habrá podido decir muchas más, así que, ¿por qué darle crédito ciegamente? En definitiva, ¿por qué creer algo, simplemente porque lo haya dicho él? Lo mismo ocurre cuando, para apoyar sus más inverosímiles afirmaciones, el cabalista se apoya en la tradición (por ejemplo, que los reyes de los godos nacieron de un oso y de una princesa sueca), mostrándonos que aquélla nos hace comulgar con ruedas de molino. Estaremos en el mismo caso si el asentimiento universal apoya algo que es manifiestamente falso, convirtiéndose en lo que el conde llama “obcecación popular”. Así que socavando los criterios de autoridad, tradición y asentimiento, Gabalís rechaza indignado la posibilidad de que el diablo pueda actuar entre los hombres, y defiende a lo largo de todas sus charlas con el discípulo, la naturaleza física de todos los presuntos prodigios de los que se trata –partiendo, por supuesto, del principio físico de la existencia de los seres elementales, clave de toda su explicación.

Y aquí llegamos a uno de los planteamientos más osados de Montfaucon de Villars. Si todo lo que se explicaba por intervención del demonio se puede explicar también por intervención de los silfos, tan coherentemente resulta una explicación como la otra. Pero ¿por qué va a ser una más cierta que otra? Como dice el conde, “aprended de los Filósofos a buscar siempre las causas naturales en todo acontecimiento extraordinario”, para concluir “de otro modo a menudo blasfemaríais sin daros cuenta, atribuyendo al diablo el honor de las obras más maravillosas de la Naturaleza”. En otras palabras, las verdades establecidas no son más que meras supersticiones si la razón no las acepta; en definitiva, la blasfemia consiste en que lo sobrenatural usurpe el puesto a lo natural.

Montfaucon de Villars hace que su personaje dé la mima valía, la misma autoridad, a autores paganos que a cristianos, a la mitología que a la Biblia. La Revelación queda así subrepticiamente relegada al rango de lo legendario; las Sagradas Escrituras son escrituras para el abate –como para su contemporáneo Spinoza y muchos otros-, obra humana, llena de contradicciones, errores y falsedades: sus autores –“testigos infieles” y hasta interesados, dice el conde- están bajo sospecha; su contenido es similar al de los oráculos paganos, siendo tan obscuro y confuso como el de ellos.

Los arcanos que desvela Gabalís buscan devolver la perdida pureza al ser humano, que recuperaría así su soberanía sobre los elementos. El objetivo, pues, es la regeneración humana. Pero ¿en dónde entra aquí la Redención de Cristo? Una lectura atenta de la obra, por debajo de los necesarios ataques a ateos y libertinos, nos aleja del plano sobrenatural: “el cabalista actúa únicamente por los principios de la naturaleza”; es ésta la que hay que descubrir –y no a Dios, ya que “el fuego universal…es el principio de todos los movimientos de la Naturaleza”, el origen del mundo y de la vida en todas sus manifestaciones; los teólogos “no saben lo que es física de la buena”; así que el conocimiento de la naturaleza “hará que os retractéis…de vuestras ideas erróneas”. Por eso dice el conde, hablando en nombre de los Sabios, “no dignamos informarnos de aquello en lo que consisten las distintas sectas y las diversas religiones de las que los ignorantes se enorgullecen”.

Su interlocutor, en cambio, parece comulgar con lo que Gabalís llama la visión frauliana: sospecha que el conde pueda ser un brujo, tiene miedo de que el cabalista le exija renunciar a la fe, ve en las relaciones con los espíritus (que nos remiten a los elementos, luego a la naturaleza) un crimen abominable, un pacto demoníaco; se asusta cuando ve a Gabalís mirar un papel hablando entre dientes; teme al fuego del infierno… Pertenece por lo tanto al bando de los que el conde tilda de “ignorantes y supersticiosos”, marcando siempre las distancias, hablando siempre de “vuestros doctores”, “vuestros jueces”. La superstición que condena Gabalís es además inicua, como lo prueban las sentencias judiciales de los casos que refiere: al tomar “partido por el diablo”, la ignorancia de los jueces se convierte en peligrosa, en un claro ataque al fanatismo religioso.

Una lectura atenta del texto nos dibuja así un movimiento de dualidad e inversión: aparentemente la conversación reúne al crédulo conde, apóstol de creencias esotéricas, y a su escéptico oyente, pero a fin de cuentas, el crédulo, el supersticioso, y el ignorante, resulta ser el oyente, y el conde –bajo el ropaje del seguidor de la demonología neoplatónica- se hace exponente de los postulados de los libertinos materialistas, a los que dice admirar. Sin duda son estos los Sabios a los que alude el conde cuando dice hablar en su nombre… En el texto encontramos los tres pilares de la estructura temática del pensamiento del libertinaje erúdito*(4): una actitud intelectual caracterizada por el sentimiento de superioridad con relación a la crédula multitud; una moral independiente de la cristiana, basada en la naturaleza, y una crítica antiteológica, que en la época conlleva la crítica a los fundamentos del poder. Nos encontramos así con un texto que consiste en un juego de astucia, en un prudente equívoco: bajo la aparente sumisión a lo establecido y la mofa del esoterísmo (que subraya la carta dedicatoria), aparece –larvato prodeo- la ruptura con la concepción teológica del hombre, del mundo y de Dios: el descreído abate de Villars es maestro en el arte de (no) decir.

Pero no fue por su ideología clandestina por lo que la obrita de Montfaucon de Villars se hizo un hueco en la historia de la literatura, sino como impulsora de lo imaginario, por su capacidad de evocación. Los personajes maravillosos que introdujo fascinaron a medio Europa. ¿Cómo explicar si no The Rape of the Lock (1712) de Alexander Pope, por ejemplo?*(5) Para entender hoy la importancia que tuvo El Conde de Gabalís, hay que pensar que no dejó de reeditarse durante cien años*(6), provocando, claro está, la publicación de apócrifos, continuaciones e imitaciones*(7). Su influencia sobre la literatura de ficción, y en la imaginación colectiva por lo tanto, fue enorme, poniendo de moda durante más de un siglo a los espíritus elementales. ¡Cuántos enamorados comparan a sus amadas con las bellísimas sílfides! Las revelaciones de Gabalís impregnan la vida cotidiana, y así no sólo en la literatura o en los escenarios*(8), sino en simples cartas privadas o en fiestas de disfraces nos encontramos a tantas Salamandras y a tantos Silfos, tantas alusiones a lo revelado por Montfaucon de Villars, que salta a la vista lo incontestable de su éxito. Mencionemos sólo algunos ejemplos literarios franceses del siglo XVIII: ¿un galán quiere seducir a una joven? Se hace pasar por espíritu elemental, y con el prestigio de éste, logra su propósito (abate Cointreau, L’Amant Salamandre, 1754); algo insólito ocurre (una muñeca cobra vida), y es que se trataba de una sílfide (Bibbiéna, La Poupée, 1747); una misteriosa mujer que acompaña siempre a un caballero español, aparecida tras una invocación demoníaca, pretende ser otro espíritu del aire (Cazotte, Le Diable amoureux, 1772); un ser invisible se hace oir en la alcoba de una dama, y también se trata de un espíritu elemental que busca su amor (Crébillon, Le Sylphe, 1730). Hasta el marqués de Sade nos describe una fiesta galante protagonizada por los espíritus de los cuatro elementos*(9).

Si las alusiones y referencias al Conde de Gabalís son constantes*(10), su influencia fundamental consistió esencialmente en dar forma a un tipo de literatura maravillosa o fantástica, por un lado, y por otro a un cierto modelo femenino, que se mantiene en nuestros días, pues si hoy seguimos calificando de sílfide a una mujer bella y esbelta, se lo debemos a Montfaucon de Villars. En efecto, las salamandras y sílfides de las que nos habla el abate recrean un tipo de mujer al mismo tiempo inmaterial y sensualmente hechicero, que será el modelo que las artes plásticas, la literatura y la música del Romanticismo plasmen tan obsesivamente. ¿Quién no recuerda la Ondina de La Motte-Fouqué, La Sirenita de Andersen o el ballet de La Sílfide, con su etérea bailarina envuelta en muselina blanca?

Esta nueva imagen femenina representa, recordémoslo, un ser sobrenatural, superior al hombre, pero al que éste puede unirse por amor. Ciertamente este planteamiento pone en manifiesto la pérdida del miedo a lo Otro, la desaparición del terror a ser víctima de las asechanzas del demonio. Pero lo que el diablo pierde en el terreno de las creencias, lo gana en el plano de la creación estética. La literatura de imaginación lo incorpora a su galería de personajes en cuanto se deja de creer que nombrarlo es invocarlo, en cuanto de deja de ver en él al Enemigo por antonomasia, y se admira sin embargo las posibilidades que sus tradicionales poderes (y su sinvergüencería) dan al relato*(11). Montfaucon de Villars abre el campo literario fracés a la utilización puramente estética del diablo (pese a su ilustre contemporáneo Boileaum, que en su Art Poétique (1674) prohibía expresamente la utilización literaria de los misterios cristianos), camino que será profusamente seguido en el siglo siguiente primero por encantadores espíritus y por diablos irónicos y paradójicos, y después por los inquietantes, ambiguos y aterradores, en la línea de la novela gótica inglesa.

Gracias a nuestro abate, en los años siguientes la literatura francesa se va a enriquecer, en su espacios imaginarios, con seres demoníacos que leen en el corazón humano, con espíritus elementales de extraordinaria belleza que halagan a la vez la sensualidad y la vanidad de quien es por ellos visitado. Cómo no va a esponjarse la autoestima del personaje, al verse así solicitado para comunicar la inmortalidad a un ser sobrenatural, escapando al mismo tiempo de la vulgaridad de los amores humanos y con los secretos del mundo de lo oculto al alcance de la mano… Esto es lo que vendrá después, y gracias a Montfaucon de Villars. Él, por su parte, pinta un mundo donde lo demoníaco es placentero, donde no existe el terror, y en el que el hombre puede recrear con su imaginación lo natural y lo sobrenatural sin riesgo alguno. La visión del mundo del Conde de Gabalís es tan atrevida como encantadora, habla a la imaginación tanto como ataca lo establecido, divierte tanto como da que pensar.

No nos puede extrañar el eco de esta obrita, porque en definitiva, todos somos a la vez el cabalista y el interlocutor. Aunque como éste riamos o reflexionemos con las ocurrencias del buen conde, todos hemos soñado alguna vez con recrear un mundo a la medida de nuestros anhelos y de nuestra imaginación.
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*(1). Comparemos por un momento a Montfaucon de Villars con su contemporáneo Pascal: el contraste entre ambos no puede ser más radical. En sus escritos, Pascal manifiesta dramáticamente la conciencia de estarse jugando su salvación; su meta es la vida eterna. El autor del Conde de Gabalís, con su escepticismo sonriente, se burla con simpatía de toda elucubración que aleje de la tierra en que vivimos.
*(2). Este pacto se conserva en la Biblioteca Nacional de París, estando escrito en latín en escritura invertida, y rubricado por el demonio Asmodeus.
*(3). En contra de lo que comúnmente se cree, la conducta de la Inquisición española fue excepcional en su época: los procesos de brujería fueron muy pocos, y escasísimas las sentencias capitales en el s. XVII. Tras el proceso de Logroño de 1610, en el que varias supuestas brujas fueron condenadas a muerte, triunfó en el Santo Oficio el sensato criterio de que se trataba de casos de alucinación colectiva, y en adelante apenas si se registraron procesos de esta índole.
*(4). Cf. el esclarecedor estudio de Françoise Charles-Daubert, Les libertins érudits en France au XVIIe siècle, PUF, Philosophies, 1998.
*(5). En su carta dedicatoria a Mrs. Arabella Fervor, Pope dice basarse en la doctrina de los Rosacruces sobre los espíritus: “The Rosicrucians are people I must bring you acquainted with. The best account I know of them is in a French book called Le Comte de Gabalis, which both in its title and size is so like a novel, that many of the fair sex have read it for one by mistake. According to these gentlemen, the four elements are inhabited by spirits, which they call Sylphs, Gnomes, Nymphs, and Salamanders(…) For they say, any mortals may enjoy the most ultimate familiarities with these gentle spirits, upon a condition very easy to all true adepts, an inviolate preservation of Chastity”.
*(6). En Colonia en 1691 y 1693, en Amsterdam en 1700 y 1715, en La Haya en 1718, en Londres en 1742, etc.
*(7). Entre las obras que, mas que inspirarse, parten directamente del Conde de Gabalís, no podemos dejar de mencionar la novela del premio Nobel francés Anatole France, la Rôtisserie de la reine Pédauque (1893).
*(8). Por ejemplo, la ópera-ballet Le Comte de Gabalis (1714), con libreto de Beauchamps y música de Bourgeois.
*(9). “La Double Épreuve”, in: Les Crimes de l’Amour, año VIII (1800).
*(10). La antología presentada por Michel Delon, Sylphes et Sylphides (Desjonquères, 1999) constituye una buena muestra de lo que señalamos.
*(11). Señalemos de nuevo a España, que antes que Francia utiliza así la figura diabólica con El Diablo Cojuelo (1641) de Vélez de Guevara. Para Francia, véase Max Milner, Le Diable dans la littérature française, Corti, 1960, y Marianne Closson, L’Imaginaire démoniaque en France, Droz, 2000.

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L.V.X.

FRATER KALIHEL
MAGISTER LUCIS

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