jueves, 26 de febrero de 2009

Montfaucon de Villars. EL CONDE DE GABALÍS o Conversaciones sobre las Ciencias Secretas. TERCERA CONVERSACIÓN sobre las Ciencias Secretas.

Después de haber comido, volvimos al laberinto. Yo estaba pensativo, y la compasión que me inspiraba la extravagancia del conde, de la que me parecía que me iba a ser difícil curarlo, me impedía divertirme con todo lo que me había contado tanto como lo habría hecho de haber tenido esperanzas de volverle a su sano juicio. Andaba yo buscando en la Antigüedad algún caso que oponerle al que no pudiera replicar, porque al alegarle el pensamiento de la Iglesia, me había declarado que él que sólo le era fiel a la antigua religión de sus padres los Filósofos; y querer convencer a un cabalista con razonamientos era empresa ardua, aparte de no tener yo ningún interés en discutir con un hombre del que no conocía aún todos los principios.

Me vino a la mente que lo que he había contado de los falsos dioses, que él había substituido por lo Silfos y los demás pueblos elementales, podía ser refutado por los oráculos de los paganos, y que la Escritura habla siempre de diablos y no de Silfos. Pero como yo no sabía si según los principios de su cábala el conde no atribuiría las respuestas de los oráculos a alguna causa natural, me pareció que sería oportuno hacer que me explicase a fondo lo que pensaba sobre ese asunto.

Me dio pie para sacar el tema cuando, antes de entrar en el laberinto, se volvió hacia el jardín y dijo:

-«Esto no está nada mal, y esas estatuas hacen un buen efecto.

-El cardenal*(53) que las hizo traer aquí –le dije yo- tenía una fantasía poco digna de su talento. Creía que casi todas estas estatuas emitían antaño oráculos, y las había pagado a precios altísimos a causa de eso.

-Es una enfermedad muy extendida –comentó el conde. La ignorancia hace cometer a diario un tipo de idolatría muy criminal, ya que se conservan con tanto esmero y se tienen en tantísima estima los ídolos de los que se cree que se sirviera antaño el diablo para hacerse adorar. ¡O Dios mío! ¿Es que no se sabrá nunca en el mundo que desde el nacimiento de los siglos habéis precipitado a vuestros enemigos bajo el escabel de vuestros pies, y que tenéis a los demonios prisioneros bajo la tierra, en el torbellino de las tinieblas?*(54) Este afán tan poco loable de coleccionar así estos presuntos órganos de los demonios podría ser inocente, hijo mío, si la gente se dejara convencer de que nunca les ha sido permitido a los ángeles de las tinieblas el hablar en los oráculos.

-No creo –le interrumpí- que fuera fácil implantar esta creencia entre los interesados, pero quizá lo fuera entre los escépticos. Porque no hace mucho que en una conferencia celebrada ex profeso sobre esta materia con talentos de primer orden, se llegó a la conclusión de que todos esos presuntos oráculos no eran más que una superchería de la avaricia de los sacerdotes gentiles, o una artimaña de la política de los soberanos.

-¿Eran acaso –preguntó el conde- mahometanos enviados en embajada ante vuestro rey lo que celebraron esa conferencia y decidieron así sobre la cuestión?

No, caballero –contesté-

-¿De qué religión son entonces esos señores –replicó-, ya que prescinden de las divinas Escrituras, que mencionan en tantos pasajes tantos oráculos distintos? Principalmente a los pitones*(55), que fijaban su residencia y pronunciaban sus respuestas en las partes destinadas a la multiplicación de la imagen de Dios.

-Hablé de todos esos vientres locuaces –le dije-, y señalé a los asistentes que el rey Saúl los había expulsado de su reino, aunque aún encontró a uno*(56) la víspera de su muerte, cuya voz tuvo el admirable poder de resucitar a Samuel según su ruego, y para su perdición. Pero a pesar de esto, aquellos sabios no dejaron de concluir que jamás hubo oráculos.

-Si la Escritura no los convencía –dijo el conde-, había que haberlos persuadido con la Antigüedad entera, en la que era fácil hacerles ver mil pruebas admirables de su existencia. ¡Tantas vírgenes encintas del destino de los mortales parían la buena o mala ventura de quienes las consultaban! Tendríais que haber alegado a Crisóstomo, Orígenes y Ecumenio*(57), que mencionan a los hombre divinos a quienes los griegos llamaban Engastrimandros, cuyo profético vientre articulaba oráculos tan famosos. Y si vuestros caballeros no aprecian ni a la Biblia ni a los Padres, había que haber citado a aquellas mujeres milagrosas de las que habla el griego Pausanias*(58), que se transformaban en palomas, y bajo esta forma comunicaban los célebre oráculos de las Palomas Dodonas*(59). O bien podíais haber contado, para gloria de vuestra nación, que antaño hubo en la Galia ilustres mujeres que se metamorfoseaban en la forma que deseaba quien las consultaba, y que, además de los famosos oráculos que emitían, tenían un dominio admirable sobre las aguas y una saludable autoridad sobre las enfermedades más incurables*(60).

-Hubieran tildado todas esas magníficas pruebas de apócrifas –repliqué.

-¿Es que su antigüedad las hace ser sospechosas? –objetó el conde- No teníais más que haber alegado los oráculos que se profieren aún en nuestros días.

-¿Y en qué lugar del mundo? –le pregunté.

-En París –me respondió.

¡En París! –exclamé.

-Si, en París –prosiguió- ¡Sois maestro en Israel y no sabéis esto!*(61) ¿Es que no se consulta todos los días a los oráculos acuáticos en un vaso de agua o en otros recipientes, y a los oráculos aéreos en espejos y en las manos de las vírgenes? ¿Es que no se encuentran así rosarios perdidos o relojes extraviados? ¿No se conocen así noticias de países lejanos, y no se ve a los ausentes?

-Pero caballero, ¡qué me contáis! –le dije.

-Os cuento –prosiguió- lo que sé que ocurre a diario, y de lo que no sería difícil encontrar mil testigos oculares.

-No lo creo, señor mío –repuse-. Los magistrados castigarían ejemplarmente una acción tan punible, y no se toleraría que la idolatría…

-¡Ah! ¡Qué impulsivo sois! –me interrumpió el conde-. No hay tanto crimen como pensáis en ello, y la Providencia no permitirá que se extirpe este resto de Filosofía que se ha salvado del lamentable naufragio que ha padecido la verdad. Si aún queda algún vestigio entre el pueblo del temible poder de los nombres divinos, ¿sería vuestro parecer que fuera borrado, y que se perdieran el respeto y el agradecimiento debidos al grandísimo nombre de AGLA, que obra tantas maravillas, aún cuando es invocado por ignorantes y pecadores, y que obraría milagros muy distintos en boca cabalística*(62)? Si hubieseis querido convencer a esos señores vuestros de la realidad de los oráculos, no habríais tenido más que exaltar vuestra imaginación y vuestra fe, y girándoos hacia el Oriente gritar en voz alta AG…

-Caballero –le interrumpí-, nunca fue mi intención el dar esa clase de argumento a gente tan cumplida como es esa con la que estaba; me habían tomado por un fanático, pues sin ninguna duda no creen para nada en todas esas cosas, y si hubiese sabido la operación cabalística de la que me habláis, no hubiera tenido fruto por mi boca: tengo incluso menos fe que ellos.

-Bueno, bueno –me dijo el conde-, si no tenéis, ya haremos que os venga. Sin embargo, de haber pensado que esos señores vuestros no iban a dar crédito a lo que pueden ver todos los días en París, les habríais podido mencionar una historia bastante reciente: el oráculo que Celio Rodigino*(63) dice haber visto con sus propios ojos, emitido a finales del siglo pasado por aquel hombre extraordinario que hablaba y predecía el porvenir por el mismo órgano que el Euricles de Plutarco*(64).

-No hubiera querido –le contesté- mentar al Rodigino; la alusión hubiese sido pedante, y además no habrían dejado de decirme que ese hombre era sin duda un endemoniado.

-Habrían dicho eso muy frailunamente –replicó.

-Caballero –le interrumpí-, a pesar de la aversión cabalística que veo que sentís por los frailes, no puedo evitar el estar con ellos en esta ocasión. Creo que no sería tan malo negar totalmente que jamás haya habido oráculos, como decir que no era el diablo el que hablaba en ellos. Porque en fin, padres y teólogos…

-Porque en fin –me cortó-, ¿es que los teólogos no están de acuerdo en decir que la culta Sambithe, la más antigua de las Sibilas, era hija de Noé?*65

-¡Bah! ¡Qué más da! –contesté yo.

-¿No dice Plutarco –me replicó- que la más antigua de las Sibilas fue la primera que emitió oráculos en Delfos?*(66) Entonces el espíritu que albergaba el seno de Sambithe no era un diablo, ni su Apolo un falso dios, porque la idolatría no empezó sino mucho después de la división de las lenguas; y sería poco verosímil atribuir al padre de la mentira*(67) los libros sagrados de las Sibilas y todas las pruebas de la religión verdadera que los Padres han encontrado en ellos*(68). Y además, hijo mío, -prosiguió riendo- ¡no os corresponde a vos el romper el matrimonio que un gran cardenal estableciera entre David y Sibila*(69), ni el acusar a tan sabio personaje de haber puesto en paralelo a un gran profeta y a una desdichada energúmena! Porque claro, o David refuerza el testimonio de la Sibila, o la Sibila debilita la autoridad de David.

-Caballero –le interrumpí-, os ruego que recobréis vuestra seriedad.

-Me parece bien –me dijo-, pero siempre y cuando no me acuséis de hacerlo en demasía. El demonio, a vuestro entender, ¿se opone alguna vez a sí mismo? ¿Actúa en alguna ocasión contra sus propios intereses?

-¿Y por qué no? –le dije.

-¿Por qué no? –contestó. Pues porque aquel a quien Tertuliano llamara tan acertada y magníficamente la Razón de Dios no lo encuentra acertado. Satán nunca se opone a sí mismo. Así que hay que deducir que, o bien el demonio no ha hablado nunca en los oráculos, o bien que, de hacerlo, nunca ha hablado contra sus intereses. De lo que se concluye que si los oráculos han hablado contra los intereses del demonio, no era el demonio el que hablaba en los oráculos.

-¡Y Dios –le dije- no ha podido obligar al demonio a dar testimonio de la verdad y a hablar en su propio perjuicio?

-Pero –me replicó-, ¿y si Dios no le ha obligado?

-¡Ah! en ese caso –contesté-, tendréis más razón que los frailes.

-Vamos a verlo entonces –continuó-, y para proceder invencible y lentamente, no voy a apoyarme en los testimonios de los oráculos que aportan los Padres de la Iglesia, aunque esté convencido de la veneración que sentís por hombres tan grandes. Su religión y el interés que tenían en tal asunto pueden haberlos predispuesto, y su amor a la verdad podría haber causado que, al verla algo pobre y desnuda en su siglo, hubieran cogido para adornarla algún ropaje, algún adorno, aunque quien se los prestara fuera la mismísima mentira: al fin y al cabo eran hombres, y por consiguiente pueden –según lo máxima del Poeta de la Sinagoga- haber sido testigos infieles*(70).

Así que voy a coger a un hombre del que en este asunto no se puede sospechar: un pagano, y un pagano bien distinto de Lucrecio, de Luciano o de los epicúreos; un pagano persuadido de que existen dioses y demonios incontables, supersticioso hasta la médula, gran entendido en magia, o supuestamente tal, y por consiguiente gran partidario de los diablos: Porfirio*(71). Vamos a ver, palabra por palabra, algunos de los oráculos que transcribe.


ORÁCULO

Hay más allá del fuego celestial una llama incorruptible*(72), luz eterna, fuente de vida, manantial de todos los seres y principio de todas las cosas. Esta llama todo lo produce, y nada perece si no lo consume ella. Se da a conocer por sí misma. Tal fuego no puede contenerse en ningún lugar; carece de cuerpo y de materia, rodea los cielos, y de él sale una pequeña chispa en la que consiste todo el fuego del sol, de la luna y de las estrellas. Esto es lo que sé de Dios: no intentes saber más, porque es tarea que sobrepasa tu medida, por sabio que fueres. Y aún más: has de saber que el hombre injusto y malvado no puede ocultarse a los ojos de Dios. No hay habilidad ni excusa que disfracen nada ante los ojos que todo lo ven. Todo está lleno de Dios; Dios está en todas partes.

-Ya veis, hijo mío, que en este oráculo no se nota el olor del demonio.

-Al menos –le contesté-, el demonio parece haber mudado de carácter.

-Pues vaya otro ejemplo –me dijo-, que predica aún mejor.

ORÁCULO

Hay en Dios un inmenso abismo abrasador, pero el corazón no ha de temer tocar ese fuego adorable, ni ser tocado por él, pues no ha de ser consumido por tan la unión, la armonía y la duración del mundo. Nada perdura sino por ese fuego, que es el mismo Dios. Nadie lo ha engendrado, no tiene madre, todo lo sabe y nada se le puede enseñar: es inmutable en sus designios, y su nombre es inefable. Él es Dios, y nosotros, que somos sus mensajeros, no somos más que una pequeña parcela de Dios.

-¡Qué! ¿Qué me decís de éste?

-Pues diría de los dos –contesté- que Dios puede obligar al padre de la mentira a dar testimonio de la verdad.

-Pues vaya otro ejemplo –replicó el conde- que hará esfumarse tal escrúpulo.


ORÁCULO

¡Ay! Trípodes, llorad y pronunciad la oración fúnebre de vuestro Apolo; es mortal, va a morir; se está apagando, porque la luz de la llama celestial hace que se apague.

-Ya veis, hijo mío, que sea quien fuere el que habla en estos oráculos, y que explica tan bien a los paganos la Esencia, la Unidad, la Inmensidad, la Eternidad de Dios, confiesa ser mortal y que no es más que una chispa de Dios. No es entonces el demonio el que habla, puesto que es inmortal, y Dios no le obligaría a decir que no lo es. Ya ha quedado dicho que Satán no actúa contra sí mismo. ¿Y es un medio de hacerse adorar el proclamar que sólo hay un Dios? Dice ser mortal; ¿desde cuándo el diablo es tan humilde que se quita hasta sus cualidades naturales? Así que ya veis, hijo mío, que si el principio de quien es llamado por excelencia el Dios de las Ciencias subsiste, no puede haber sido el demonio el que ha hablado en los oráculos.

-Pero si no es el demonio –le dije-, o mintiendo con el corazón alegre cuando dice ser mortal, o diciendo la verdad por fuerza al hablar de Dios, entonces ¿a qué va a atribuir vuestra cábala tanto oráculo como sostenéis que efectivamente ha sido emitido? ¿Tal vez a emanaciones de la tierra*(73), como dicen Aristóteles, Cicerón y Plutarco?

-¡Ay, no! ¡Eso no, hijo mío! –exclamó el conde- Gracias a la sagrada Cábala, no tengo la imaginación tan perturbada como pensar eso.

-¡Cómo! –contesté- ¿Consideráis esa opinión como visionaria? Sus partidarios son, sin embargo, personas con sentido común.

-En esta cuestión no lo son para nada –me replicó-; es imposible atribuir a esa emanación todo lo que sucedió en los oráculos. Por ejemplo, lo de aquel hombre que cuenta Tácito, que se aparecía en sueños a los sacerdotes de un templo de Hércules en Armenia y les ordenaba tener preparados a corredores bien equipados para la caza. Hasta ahí podría ser la emanación, pero cuando volvían los corredores agotados, con el carcaj sin una flecha, y cuando por la mañana encontraban tantos animales muertos en el bosque como flechas habían puesto primero en las aljabas, es evidente que la emanación no podía ser la causa de tal efecto. Y aún menos iba a ser el diablo, porque sería tener una noción poco razonable y poco cabalística de la desgracia del enemigo de Dios si pensáramos que tiene permiso para divertirse persiguiendo ciervos y liebres.

-Entonces –le pregunté-, ¿a qué atribuye todo esto la sagrada cábala?

-Esperad –contestó. Antes de descubrirnos este arcano, tengo que sanar vuestro espíritu de la prevención que pudierais tener acerca de la presunta emanación, porque me parece que habéis citado con énfasis a Aristóteles, Plutarco y Cicerón*(74). También podíais haber mencionado a Jámblico, que a pesar de su mente privilegiada, participó del mismo error, aunque pronto abjuró de él, tras haber examinado de cerca el asunto en el Libro de los Misterios*(75).

Pedro de Apona*(76), Pomponazzi*(77), Levinio*(78). Sorenio*(79) y Lucilio Vanini*(80) estuvieron encantados de haber encontrado semejante fallo en algunos Antiguos. Todos esos supuestos descreídos*(81) que, al hablar de cosas divinas, dicen más bien lo que quieren que lo que saben, no quieren ver nada sobrehumano en los oráculos, por temor a reconocer que hay algo por encima del hombre. Tienen miedo de que con eso le construyan una escalera que suba hasta Dios*(82), al que temen conocer por los peldaños de las criaturas espirituales, y prefieren fabricarse otra escalera para bajar a la nada. En lugar de alzarse hasta el cielo, horadan la tierra, y en vez de buscar en seres superiores al hombre la causa de los arrebatos que lo elevan más allá de si mismo y hacen de él una especia de divinidad*(83), atribuyen en su flaqueza a emanaciones impotentes la fuerza de penetrar en el porvenir, de descubrir lo oculto y de alzarse hasta los más altos secretos de la Esencia divina.

¡Tal es la miseria del hombre poseído del espíritu de contradicción y de la manía de pensar de distinto modo a los demás! Lejos de llegar a sus fines, se embarulla y se traba. Estos libertinos*(84) no quieren someter al hombre a substancias menos materiales que él, y lo someten a una emanación, y sin considerar que no hay la menor relación entre este humo quimérico y el alma del hombre, entre ese vapor y las cosas futuras, entre causa tan frívola y efectos tan milagrosos, les basta con ser originales para creerse razonables. Les es suficiente con negar los espíritus y ser incrédulos.

-¿Tanto os desagrada la originalidad, caballero?

-¡Ay, hijo mío! –me dijo- Es la peste del sentido común y la piedra de toque de las mentes más preclaras. Aristóteles, a pesar de ser el gran lógico que es, no supo evitar la trampa a donde la manía de la originalidad conduce a los que ésta domina tan tremendamente como a él.

-Y no supo evitar –le dije- el embarullarse y el contradecirse. En el libro De la generación de los animales y en sus Morales dice que el espíritu y el entendimiento del hombre le vienen de afuera y que no pueden venirnos de nuestro padre; y por la espiritualidad de las operaciones de nuestra alma concluye que ésta es de naturaleza distinta del componente material al que anima, cuya grosería sólo puede ofuscar sus especulaciones, lejos de colaborar en producirlas.

-¡Ciego Aristóteles! Ya que según vos nuestro componente material no puede ser la fuente de nuestros pensamientos espirituales, ¿cómo entendéis que una débil emanación pueda ser la causa de los sublimes pensamientos y del esfuerzo padecido por las pitonisas que emiten los oráculos? Ya veis, hijo mío, que este incrédulo se contradice, y que la originalidad lo hace divagar.

-¡Qué correctamente razonáis, caballero! –le dije, encantado de ver que efectivamente hablaba con gran sentido, y esperando que su locura no fuera incurable- Dios quiera que…

-Plutarco, tan sólido por otra parte –prosiguió, interrumpiéndome- da pena en su diálogo ¿Por qué han cesado los oráculos?*(85). Se hace objetar cosas convincentes que no rebate. ¿Por qué no contesta a lo que le dicen? Porque si es la emanación la causa del arrebato, todos los que se acercaran al fatídico trípode se sentirían arrastrados por el entusiasmo, y no una sola mujer, que además ha de ser virgen. ¿Y cómo ese vapor va a poder articular voces por el vientre? Además esa emanación es una causa natural y necesaria que provocaría su efecto regularmente y siempre: ¿por qué la doncella no se arrebataba más que cuando la consultaban? Y todavía hay más, ¿por qué la tierra ha dejado de liberar así vapores divinos? ¿Es que es menos tierra que antes? ¿Es que recibe otras influencias? ¿Es que tiene otros mares y otros ríos? Entonces, ¿quién ha obstruido sus poros o cambiado su naturaleza?

Admiro a Pomponazzi, Lucilio y a los otros libertinos por haber cogido la idea de Plutarco abandonando el modo en el que se explica. Había hablado con más juicio que Cicerón y Aristóteles, por ser hombre de gran discernimiento, y al no saber qué concluir sobre los oráculos, después de una molesta irresolución había decidido que la emanación, que él creía que salía de la tierra, era un espíritu divino, por lo que atribuía así a la divinidad los extraordinarios conocimientos de las sacerdotisas de Apolo. «Ese vapor adivino –nos dice- es una alimento y un espíritu santo y divino».

Pomponazzi, Lucilio y los ateos modernos no congenian con esa manera de hablar que presupone la divinidad. «Esas emanaciones –dicen- son de la naturaleza de los vapores que infestan a los atrabiliarios*(86), que hablan lenguas que no entienden». Pero Fernel*(87) rebate bastante bien a esos impíos probando que la bilis, que es un humor pecante*(88), no puede causar tal diversidad de lenguas, uno de los más maravillosos efectos de la consideración y expresión artificial de nuestro pensamiento. Pero zanja la cuestión de manera imperfecta alineándose con Pselo*(89) y con todos lo que no penetraron lo suficiente en nuestra santa filosofía: al no saber donde encontrar las causas de efectos tan sorprendentes, hace como las mujeres y los frailes, y se los atribuye al demonio.

-¿Y a quién habrá que atribuírselos entonces? –le pregunté. Ya llevo esperando mucho este secreto cabalístico.

-El mismo Plutarco se dio cuenta, y hubiera debido no perderlo de vista. Esa forma irregular de hablar por un órgano indecente no era lo bastante grave ni lo bastante digna de la majestad de los dioses, como nos dice este pagano, y por otra parte lo que los oráculos decían sobrepasaba las fuerzas del alma humana. Así que los que establecieron a criaturas mortales entre los dioses y el hombre prestaron un gran servicio a la filosofía: a ellas podemos atribuir tolo lo que excede la debilidad humana sin que alcance la grandeza divina.

Esta opinión es común a toda la antigua filosofía. Los platónicos y los pitagóricos la tomaron de los egipcios, y estos de José el Salvador*(90) y de los hebreos que vivieron en Egipto antes del paso del mar Rojo. Los hebreos llamaban a las substancias que están entre el ángel y el hombre, Sadaím, y los griegos, trasponiendo las sílabas y añadiendo sólo una letra, las llamaron Daímonas. Para los filósofos antiguos, estos demonios son seres aéreos que dominan los elementos, mortales, engendradores, desconocidos en el mundo por los que buscan poco la verdad en su antigua morada, es decir, en la cábala y en la teología de los hebreos, que poseían el arte singular de establecer relación con este pueblo aéreo y de conversar con estos moradores del Aire.

-Según entiendo, caballero –le interrumpí-, estamos de nuevo con vuestros Silfos.

-Si, hijo mío –prosiguió. El Terafim*(91) de los judíos no era más que la ceremonia que había que cumplir para ese trato, y aquel judío Miqueas*(92), que se lamenta en el Libro de los Jueces porque le han quitado sus dioses, lo que llora es la pérdida de la estatuilla a través de la cual los Silfos le hablaban. El dios que Raquel robó a su padre*(93) era otro Terafim. Ni Miqueas ni Labán son acusados de idolatría, y a Jacob no se le hubiera ocurrido vivir catorce años con un idólatra ni casarse con su hija; no se trataba más que del trato con los Silfos, y sabemos por la tradición que la sinagoga lo consideraba lícito, y que el ídolo de la mujer de David*(94) era tan sólo el Terafim gracias al cual podía conversar con los pueblos elementales, porque ya os hacéis cargo de que el Profeta del corazón de Dios no habría tolerado la idolatría en su casa.

Mientras Dios prescindió de ocuparse de la salvación del mundo como castigo por el primer pecado, estos pueblos elementales gustaban de explicar a los hombres a través de los oráculos lo que sabían de Dios, les enseñaban a vivir moralmente y les daban consejos muy sabios y útiles, tal como se ve en tantas ocasiones en Plutarco y en todos los historiadores.

En cuanto Dios se compadeció del mundo y quiso ser su maestro, los otros maestrillos se retiraron. De ahí viene el silencio de los oráculos.

-De todo vuestro discurso, caballero –intervine-, se deduce que realmente existieron los oráculos, que eran los Silfos los que los emitían, y que incluso los siguen emitiendo hoy en día en vasos o en espejos.

-Los Silfos, Salamandras, Gnomos u Ondinos –precisó el conde.

-Se eso es así, caballero –proseguí-, vuestros seres elementales son gente muy deshonesta.

-¿Cómo así?

-¡Pero bueno! –repliqué- ¿Es que hay algo más turbio que esas respuestas con doble sentido que daban siempre?

-¿Siempre? –contestó- No, siempre no. La Silfide que se apareció a un romano en Asia, y que le predijo que volvería un día allí con la dignidad de procónsul, ¿os parece que hablaba confusamente? ¿Y es que no nos dice Tácito que todo sucedió como ella había predicho?*(95) ¿Y esa inscripción y esas estatuas, famosas en la historia de España, que informaron al desdichado rey don Rodrigo de que su curiosidad y su incontinencia se verían castigadas por hombres vestidos y armados como lo estaban ellas, y que esos hombres te tez oscura se apoderarían de España y reinarían por largo tiempo sobre ella?*(96) ¿Podía ser más claro el mensaje, y los acontecimientos no le dieron la razón en el curso de aquel mismo año? ¿Es que no vinieron los moros, destronado a aquel rey afeminado?*(97) Conocéis esta historia, y bien podéis ver que el diablo, que desde el reino del Mesías no puede disponer de los imperios, no pudo ser el autor de este oráculo, y que sin duda ocurrió que algún gran cabalista lo recibiera de uno de los más sabios Salamandras. Porque, como los Salamandras aprecian enormemente la castidad, nos informan de buena gana de las desgracias que han de acaecer en el mundo por la carencia de dicha virtud.

-Pero señor mío –le dije-, ¿os parece muy casto y muy digno del pudor cabalístico el órgano heteróclito que utilizaban para predicar su moral?

-¡Ah! Esta vez –dijo el conde riendo- os dejáis llevar por vuestra imaginación, y no veis la razón física que hace que el ardiente Salamandra guste por naturaleza de los lugares más ígneos, y se vea atraído por…

-Ya entiendo, ya entiendo –le interrumpí-; no es necesario que os extendáis más en ello.

-En cuanto a la obscuridad de algunos oráculos, que vos habéis tildado de deshonestidad –prosiguió en tono serio-, ¿no son las tinieblas el ropaje habitual de la verdad? ¿No gusta Dios de ocultarse tras su obscuro velo? Y el oráculo continuo que ha dejado a sus hijos, es decir, la divina Escritura, ¿no está envuelta en una adorable obscuridad, que confunde y hace perderse a los soberbios, tanto como su luz guía a los humildes?

Si no tenéis más que esta dificultad, hijo mío, no os aconsejo que diferáis el entablar trato con los pueblos elementales. Os parecerán gentes muy cumplidas, instruídas, bondadosas y temerosas de Dios. Opino que debéis comenzar por las Salamandras, porque tenéis a Marte rigiendo el cielo de vuestra natividad, lo que significa que ponéis mucho fuego en vuestras acciones. Y para el matrimonio, os recomiendo que escojáis a una Sílfide; seréis más feliz con ella que con las demás, porque tenéis a Júpiter en el cenit de vuestro ascendente, y Venus lo contempla en un sextil; y es Júpiter quien preside el aire y los pueblos aéreos. Claro que habréis de consultar vuestro corazón para este asunto, porque, como lo veréis un día, es por los astros interiores por los que se rige el Sabio, y los astros del cielo exterior le sirven sólo para ayudarle a conocer co mayor claridad los aspectos de los astros del cielo interior que hay en cada criatura. Por eso os corresponde a vos decirme ahora cual es vuestra inclinación, para que procedamos a vuestra alianza con los pueblos elementales que prefiráis.

-Caballero –le contesté-, este asunto requiere a mi juicio cierta reflexión.

-Os aprecio por vuestra respuesta –me dijo, poniéndome la mano en el hombro. Consultad maduramente este asunto, sobre todo con aquel al que se llama por excelencia el ángel del Gran Consejo; recogeos en oración. Mañana iré a veros a las dos de la tarde».

Nos volvimos a París. Durante el trayecto, hice que retomara el discurso contra los ateos y los libertinos: nunca he oído razonar tan bien, ni decir cosas tan elevadas ni tan sólidas probando la existencia de Dios, ni contra la ceguera de los que pasan su vida sin entregarse por entero a un culto serio y continuo de Aquel que nos ha dado y nos conserva nuestro ser. Me asombraba el carácter de aquel hombre, y no podía entender cómo podía ser a la vez tan firme y tan débil, tan admirable y tan ridículo.

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*(53). Richelieu. Cf. nota 15.
*(54). Así lo dice el Apocalípsis, 20, 1-4.
*(55). Espíritus que predecían el porvenir. La profetisa de Apolo comunicaba los oráculos en el templo de Delfos sentada en el trípode, que estaba cubierto con la piel de la serpiente Pitón a la que el dios había dado muerte (Apolo Pitia): de ahí que ella misma fuera denominada pitia o pitonisa, nombre que se convierte en sinónimo de adivina. Según la tradición, los adivinos hablaban por inspiración de uno espíritu alojado en su vientre, ex ventre inferiore et partibus genitalibus. Esta es la primera acepción de ventrílocuo, ventriloquus.
*(56). La pitonisa de Endor (Samuel I, 28).
*(57). Padres de la Iglesia, que en efecto consideran que los ventrílocuos han recibido un don celestial.
*(58). En su Descripción de Grecia, escrita hacia 146 D.C., habla de profetisas de Dodona (XII, 10).
*(59). Heródoto (II, 54) cuenta que una paloma, posada en un roble, dijo con voz humana en Dodona que Zeus deseaba que le erigiesen allí un santuario. El oráculo de este templo –el primero que menciona la Ilíada- hablaba a través del viento que movía las ramas del roble; el sonido se amplificaba mediante cuencos de bronce sujetos en las ramas, y eran los profetisas, llamadas palomas en recuerdo del mito fundacional, quienes transmitían el mensaje de dios.
*(60). Así lo cuenta el geógrafo hispano-romano Pomponio Mela (s. I D.C.) en su Corografía, III, 6.
*(61). Jesús replica así a Nicodemo: «¿Tú eres maestro en Israel y no sabe esto?» (Juan 3, 10).
*(62) Según la cábala, la palabra tiene un poder operativo, si se saben combinar los elementos (letras y números) de la lengua de la Creación el Verbo divino “Agla” es una voz cabalística que aparece en numerosos libros de magia y conjuros; está formada por las iniciales de Athah Gobon Leolam Adonai, en hebreo “tu poderoso y eterno Señor”. Sería uno de los nombres de Dios, que Lot habría conocido cuando los dos ángeles fueron a salvarle antes de destruir Sodoma.
*(63) Coelius Ludovicus Rhodiginus (1469-1525) comentó en sus Antiquarum lectionum… una infinidad de pasajes de autores griegos y latinos. Su obra tuvo una gran difusión en los ambientes humanistas.
*(64). Por el vientre.
*(65). Las Sibilas son las profetisas más conocidas de la Antigüedad. Se las suele denominar según el lugar del que provienen: la eritrea, la cumea, la délfica, etc. Su número e historia varía según los autores. Una tradición, que recoge Verón, hace hija de Noé a la sibila babilónica, persa o caldea, llamada Saba o Sambithe.
*(66). El oráculo de Delfos fue el más creciente del mundo antiguo: en el templo consagrado a Apolo, la pitia, tras entrar en trance, transmitía las profecías que le inspiraba el dios.
*(67). El Diablo.
*(68). Las oscuras sentencias proferidas por las sibilas fueron recogidas en los llamados Libros Sibilinos, que Tarquinio el Soberbio mandó llevar a Roma. La Iglesia tendió a interpretar los oráculos como anticipación de las verdades cristianas. Recordemos un ejemplo famosísimo: el emperador Augusto consultó a la sibila tiburtina sobre la posibilidad de aceptar la deificación que el Senado romano le proponía, a lo que contestó la sacerdotisa anunciándole la llegada al mundo de un niño más grande que todos los dioses. Los cristianos vieron en la profecía el anuncio de la venida de Jesús.
*(69). La Iglesia se inclinó a considerar a las sibilas como el paralelo pagano de los Profetas del Antiguo Testamento. Por eso la Edad Media incluyó a las sibilas en el arte sagrado, siendo frecuente su representación en el gótico, aunque fue la Italia renacentista la que convirtió su figuración pictórica en tema usual, uniéndolas siempre a los profetas: en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel pinta siete profetas y cinco sibilas, en la iglesia romana de Santa María della Pace, Rafael pintó Guido Reni y tantos más multiplicaron las figuras sibilinas, que seguían fascinando a tatas mentes europeas.
*(70). Recordemos que el concilio de Trento promulgó en 1546 un documento esencial: el decreto sobre la recepción de los libros sagrados y la tradición no escrita, dictados tanto aquéllos como ésta por el Espíritu Santo, y fijando la lista de los libros que constituyen el canon de las Escrituras. Se trataba fundamentalmente de que para la coherencia del catolicismo romano planteaban los trabajos filológicos que judíos y cristianos venían haciendo sobre las lenguas bíblicas. Pero la labor audaz de filólogos y racionalistas heterodoxos no se detuvo, y sus obras, publicadas en Holanda u otros países protestantes, o clandestinamente en tierras católicas, alimentaron la corriente libertina, con su crítica de las Escrituras, su rechazo de milagros, profetas y revelación. El Tractatus theologico-politicus (1670) de Spinoza afirma que la Biblia es obra humana, y está llena de contradicciones, de errores y falsedades. Lo que Gabalís dice aquí se inscribe plenamente en la línea de la crítica de los textos sagrados.
*(71). Porfirio (233-305), filósofo neoplatónico, discípulo de Plotino, fue un gran defensor del helenismo, y un encarnizado adversario del cristianismo. El conde alude a su Tratado sobre los oráculos ya mencionado. Cf. notas 33 y 44.
*(72). La acción del fuego representa en muchas culturas la acción demiúrgica por excelencia. En el pensamiento griego, ya para Heráclito de Éfeso (c. 535-c.475) el principio de todas las cosas es el fuego, que no es sólo el elemento ígneo que está presente en los fenómenos naturales, sino un Fuego-Alma del mundo. Aquí, el conde ha dicho en la 2ª convesación que el fuego universal es el principio de todos los movimientos de la Naturaleza; ahora es el principio de todas las cosas, y en el siguiente Oráculo el ser humano es una chispa de ese fuego, lo que concuerda con la perspectiva del libertinaje materialista: el fuego, principio de vida y transformación, es el principio activo, la energía de un universo enteramente material.
*(73). En Delfos, Apolo hacía conocer su voluntad por la emanación de un vapor profético: en el lugar de la emanación estaba colocado el trípode donde la pitia entraba en trance.
*(74). En De divinatione, Cicerón clasifica los procedimientos de adivinación como naturales y artificiales, siguiendo lo expuesto por Sócrates en el Fedro de Platón.
*(75). El tratado De los misterios de Jámblico (c. 250-c. 330) trata de los oráculos y la teurgia (es decir, la evocación de seres superiores, dioses o demonios). Cf. nota 34.
*(76). Pietro di Apona o de Abano (c. 1250-1316), filósofo averroísta, astrólogo, médico y matemático. Se le considera el fundador del averroísmo paduano. Reivindicó para la ciencia unos principios y un método propios, y quiso demostrar que los milagros podían explicarse por causas naturales. Acusado de magia, herejía y ateísmo, fue condenado por la Inquisición.
*(77). Pietro Pomponazzi (1462-1525), filósofo de la escuela de Padua, de pensamiento aristotélico anticristiano y averroísta. Su Tractatus de immortalitate animae (1516) fue condenado por afirmar la moralidad del alma; negó la posibilidad de los prodigios y milagros en De naturalium effectuum admirandorum causis, sive de incantationibus (1556). Sus tesis materialistas ejercieron una influencia duradera hasta el s.XVII, siendo una de las fuentes de los libertinos franceses.
*(78). Levinius Lemnius, médico y astrólogo holandés del s. XVI, autor de Occulta naturae miracula, ac varia rerum documenta, probabila ratione atque artificio coniectura explicata (1567).
*(79). Humanista autor del Tractatus de fato (1563).
*(80). Vanini (1585-1619), humanista y filósofo italiano en la línea de Pomponazzi, autor de los atrevido diálogos De admirandis naturae reginal deaque mortalium arcanis (1616). Sometido en apariencia a la iglesia, contribuyó notablemente a la difusión en Francia del librepensamiento de la escuela de Padua. Fue acusado de ateísmo y quemado vivo en Toulouse.
*(81). La escuela de Padua, influida por Aristóteles y Averroes, brilló a finales del s.XV y principios del XVI, siendo polémica tanto en el campo social como en el religioso. Los humanistas paduanos concebían el mundo como un ser vivo y orgánico, donde cada forma tiende hacia otras más perfectas en el tiempo; todos los seres pasan así de una forma a otra, en la infinitud del tiempo, lo que anula la inmortalidad del alma, y la espiritualidad. Bajo la palabra “Dios” hay que entender la Naturaleza, infinitamente fecunda, bastándose a sí misma. El pensamiento libertino francés del XVII se nutre de las doctrinas paduanas. Pero ¿por qué habla el conde de “supuestos descreídos”? ¿No será más bien la expresión del pensamiento del autor?
*(82). Alusión a la escala que ve Jacob en sueños (Génesis, 28:10-12).
*(83). Como lo expresa el Salmo 8, 6: “Apenas inferior a un dios le hiciste”
*(84). En el siglo XVII, el libertino era el que no seguía las leyes de la religión, fuera en lo referido a creencia o en la práctica: el libertinaje se manifestaba en el terreno de la fe o de la moral religiosa. Será a finales del mismo siglo y sobre todo en el XVIII cuando el sentido de la palabra varíe, pasando a designar la licencia de costumbres, la vida disoluta, particularmente en lo que se refiere a la moral sexual.
*(85). Plutarco (c. 50-c. 125), famoso por sus Vidas paralelas, escribió numerosas obras morales. El conde menciona De defectu oraculorum.
*(86). Son los dominados por la atrabilis, bilis negra y acre, según la medicina humoral, que establecía cuatro temperamentos en función del humor predominante en la naturaleza de cada individuo (sangre, pituita, bilis o atrabilis).
*(87). Filósofo, matemático, astrónomo y médico, el francés Jean Fernel (1497-1558), médico de la corte de Francia, tuvo una extraordinaria influencia sobre la medicina del s.XVI, a la que aportó la coherencia teórica que le faltaba. Admira a Galeno, y combate las ideas de sus contemporáneos Miguel Servet y Paracelso. En su Universa Medicina clasifica metódicamente todos los conocimientos médicos; es el creador del término “fisiología”.
*(88). Humor es cualquiera de los cuatro líquidos del cuerpo; humor pecante, el que se suponía predominaba en cada enfermedad. Desde Hipócrates hasta el s. XIX se considera que la enfermedad está provocada por la alteración del equilibrio que los cuatro humores orgánicos mantienen entre sí.
*(89). Cf. nota 31.
*(90). José, hijo de Jacob, vendido por sus hermanos y siervo en Egipto, llega a ser ministro del faraón por su capacidad de interpretar los sueños, salva a los suyos en los años del hambre y les establece en Egipto (Génesis 37-48). Es, pues, salvador de Israel: “para salvar vidas me envió delante de vosotros” (Gén. 45:5).
*(91). Los terafim son ídolos domésticos que menciona la Biblia.
*(92). Jueces, XVII, XVIII.
*(93). “Raquel robó los ídolos familiares que tenía su padre”, Génesis, XXXI, 19. Raquel es hija de Labán y esposa de Jacob.
*(94). Samuel, XIX.
*(95). Tácito (Anales, XI, 21) cuenta que una mujer de estatura superior a la humana apareció ante los ojos de Curtius Rufus, prediciéndole volvería allí como procónsul de la provincia (que no era de Asia, sino de África).
*(96). La tradición española no habla de estatuas, sino de figuras pintadas en un paño, en el que estaban escritas letras ladinas anunciando que cuando fueran violentadas las cerraduras del palacio y del arca donde se guardaba el paño, entrarían en España y la conquistarían gentes como las que en él estaban pintadas. (Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio, cap. 553:”De cómo el rey Rodrigo abrió el palacio que estaba cerrado en Toledo y de las pinturas de los árabes que vio en el paño”).
*(97). Tanto el término francés “efféminé”, como su equivalente en español, tienen que entenderse en su acepción de “inclinado a los placeres, disoluto”.

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L.V.X.
FRATER KALIHEL
MAGISTER LUCIS

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