jueves, 26 de febrero de 2009

Montfaucon de Villars. EL CONDE DE GABALÍS o Conversaciones sobre las Ciencias Secretas. QUINTA CONVERSACIÓN sobre las Ciencias Secretas


Cuando el joven de alto rango se marchó, al volver de acompañarle me encontré al conde de Gabalís en la habitación.

-«Hay que lamentar –me dijo- que el gran señor que acaba de salir vaya a ser un día uno de los setenta y dos príncipes del Sandedrín de la nueva Ley*(130), porque de no ser por eso hubiera sido un gran personaje para la santa cábala; su ingenio es profundo, limpio, amplio, sublime y atrevido. Ésta es la figura geomántica*(131) que acabo de hacerle, mientras ambos estabais hablando; nunca habían visto puntos tan halagüeños, ni que indicasen un alma tan gallarda. Fijaos en la Madre, ¡qué magnanimidad le da! Esta Hija le proporcionará la púrpura; siento rencor contra ella y contra la fortuna, porque le arrebatan a la Filosofía un individuo que tal vez os hubiere sobrepasado. Pero ¿en dónde nos habíamos quedado cuando él llegó?

-Me estabais hablando, caballero –le dije- de un beato al que nunca he visto en el calendario romano; me parece que lo habéis llamado Danhucerus.

-Ah, ya me acuerdo –prosiguió-; os decía que os pusieseis en el lugar de uno de vuestros doctores, supusierais que el beato Danhucerus hubiese venido a abriros su conciencia y os dijera:

«Señor mío, vengo de allende las montañas, atraído por la fama de vuestra ciencia. Tengo un cierto escrúpulo que me hace padecer. Hay en una montaña de Italia una Ninfa que ha establecido allí su corte: mil Ninfas la sirven, y son casi tan hermosas como ella; hombres muy gallardos, muy sabios y muy cumplidos van allí desde todos los lugares poblados de la Tierra, las aman y de ellas son amados; su vida es allí la más regalada; sus amadas les dan los hijos más hermosos; adoran al Dios vivo, no hacen daño a nadie y esperan la inmortalidad. Paseaba yo un día por esa montaña; fui del agrado de una Ninfa Reina: se hace visible y me muestra su encantadora corte*(132). Los Sabios, que se dan cuenta de su amor por mí, me respetan casi como su príncipe; me exhortan a que me deje conmover por los suspiros y la belleza de la Ninfa. Ésta me describe su martirio, no olvida nada para conmover mi corazón, me repite que morirá si me niego a quererla, y que si la amo me deberá su inmortalidad. Los razonamientos de los Sabios convencieron mi entendimiento, y los encantos de la ninfa me robaron el corazón: la quiero, y de ella tengo hijos que prometen mucho; pero en medio de mi fidelidad a veces me desazono cuando me vuelve a la mente que la Iglesia romana quizá no apruebe demasiado todo esto. Así que acudo a vos, señor mío, para consultaros: ¿qué es la Ninfa, que los Sabios, qué los hijos, y en que situación se halla mi conciencia?»

Vamos a ver, señor doctor, ¿qué le responderíais al caballero Danhucerus?

-Le diría esto –contesté-: «Con todos mis respetos, caballero Danhucerus, o sois un poco fanático, o vuestra visión es un encantamiento; vuestros hijos y querida son espíritus diabólicos, vuestros Sabios, unos locos, y estimo que vuestra conciencia está muy endurecida».

-Con esa respuesta, hijo mío, seríais digno del birrete doctoral, pero no mereceríais ser recibido entre nosotros –me contestó el conde con un gran suspiro. Ésta es la bárbara disposición de todos los doctores de hoy en día. El pobre Silfo que se atreviera a dejarse ver sería tildado de espíritu diabólico; no hay Ninfa que quiera esforzarse por llegar a ser inmortal que no pase por un fantasma impuro, y ningún Salamandra se atreve a mostrarse por miedo a que le tomen por un demonio, y las purísimas llamas de las que aquél se compone, por el fuego del infierno que siempre acompaña a éste. De nada les sirve el que, para disipar tan injuriosas sospechas, hagan la señal de la cruz cuando se aparecen, o que se arrodillen ante los nombres divinos, ni que los pronuncien con reverencia. Toda precaución es vana. No pueden conseguir que no los consideren enemigos del Dios al que adoran más religiosamente que los que de ellos se espantan.

-Pero en serio, caballero –le dije-, ¿creéis que esos Silfos sean gente muy devota?

-De mucha devoción –contestó- y con mucho celo por las cosas divinas. Los excelentes sermones que pronuncian sobre la Esencia divina y sus admirables oraciones nos resultan muy edificantes.

-¿También tienen oraciones? –dije yo- Me gustaría conocer una de su estilo.

-Es muy fácil daros satisfacción –me respondió-, y para no traer a colación una que pueda ser sospechosa, o que podáis suponer que he fabricado para la ocasión, escuchad la que el Salamandra que respondía en el templo de Delfos tuvo a bien enseñar a los paganos, tal como la transcribe Porfirio; contiene una teología sublime, y os podréis dar cuenta por ella de que tan sabias criaturas no tienen la culpa de que el mundo no adorase al Dios verdadero.

ORACIÓN DE LOS SALAMANDRAS

¡Inmortal, Eterno, Inefable y Sagrado Padre de todas las cosas, tú que viajas en el Carro de eterno movimiento de los Mundos que siempre giran! ¡Dominador de los campos etéreos, donde se alza el trono de tu Poder, desde donde tus temibles ojos todo lo descubren, y tus admirables y santos oídos todo lo escuchan, oye las plegarias de tus hijos, a quienes amas desde el nacimiento de los siglos! Tu áurea, grande y eterna Majestad resplandece sobre el mundo y sobre el cielo estrellado; sobre los astros te alzas, ¡o fuego brillante! Ardes sin consumirte, alimentado por tu propio esplendor, de tu Esencia brotan arroyos inagotables de luz que alimentan tu Espíritu infinito. Este Espíritu infinito produce todas las cosas y es causa del inacabable tesoro de materia, que no puede dejar de engendrar lo que la rodea por estar siempre encinta de innumerables formas, de las que la llenaste en un principio. Del mismo espíritu toman también origen los muy santos reyes que rodean tu Trono y que componen tu Corte, ¡o Padre universal!, o único, o Padre de los dichosos mortales e inmortales! Creaste en especial a Potencias que son maravillosamente similares a tu eterno Pensamiento y a tu adorable Esencia; las estableciste superiores y a los ángeles que anuncian al mundo tus voluntades. Y nos creaste a nosotros, tercer tipo de soberanos de los Elementos. Nuestro hacer constante es alabarte y adorar tus designios; nuestro ardor continuo es el deseo de poseerte, ¡o Padre, o Madre, la más tierna de las Madres! ¡O Ejemplo admirable de sentimientos y ternura maternal! ¡O Hijo, la flor de todos los hijos! ¡O Forma entre las formas! ¡Alma, Espíritu, Armonía y Número de todas las cosas!

-¿Qué me decís de esta oración de los Salamandras? ¿A que es muy sabia, muy reverente y muy devota?

-Y además, muy obscura –le respondí. Se la oí parafrasear a un predicador, que con ella probaba que el diablo, entre otros vicios, es sobre todo un grandísimo hipócrita.

-Pues bien –exclamó el conde-, ¿qué recurso os queda entonces, desdichados pueblos elementales? Decís maravillas de la naturaleza de Dios, del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, de la inteligencias auxiliadoras, de los ángeles, de los cielos; hacéis plegarias admirables y se las enseñáis a los hombre, y con todo y con eso, ¡no sois más que diablillos hipócritas!

-Caballero –le interrumpí-, no me resulta grato que apostroféis así a esta gente.

-Pues bien, hijo mío –prosiguió-, no tengáis miedo de que los llame, pero que vuestra debilidad os impida al menos asombraros el día de mañana de que no veáis tantos ejemplos como quisierais de su alianza con los humanos. ¡Ay! ¿Dónde está la mujer cuya imaginación no hayan echado a perder vuestros doctores, que no vea con horror tal relación y que no tiemble al ver a un Silfo? ¿Dónde el hombre que no huya al verlos, si se tiene por hombre de bien? ¡Encontramos tan rara vez un hombre honrado que acepte su trato! ¡No habrá más que licenciosos, o avaros, o ambiciosos, o sinvergüenzas que pretendan tal honor, que jamás obtendrán, vive Dios, porque el temor de Dios es el principio de la sabiduría!

-¿y qué es entonces –le pregunté- de todos los pueblos voladores, ya que la gente de bien está tan predispuesta en su contra?

-¡Ah! El brazo de Dios –dijo- no es ahora más corto, y el demonio no obtiene todo el beneficio que esperaba de la ignorancia y del error que ha sembrado para perjudicarlos, porque además de que los Filósofos, que son numerosos, ponen remedio tanto como les es posible, renunciando totalmente a las mujeres, Dios ha permitido a esos pueblos utilizar todos los artificios inocentes que se les pueden ocurrir para conversar con los humanos sin que éstos lo sepan.

-¡Pero qué decis, caballero! –exclamé.

-Nada más que la verdad –continuó deciéndome-; ¿creéis que un perro pueda tener hijos de una mujer?

-No –contesté.

-¿Y un mono? –añadió.

-Tampoco –respondí.

-¿Y un oso? –inquirió.

-Ni perro, ni oso, ni mono –repliqué-; está claro que es imposible; va contra la Naturaleza, contra la razón y el sentido común.

-Muy bien –dijo el conde-, ¿pero los reyes de los Godos no nacieron de un oso y de una princesa sueca?

-Es verdad –contesté- que así lo cuenta la historia.

-Y los pegusianos y los suonianos de la India –prosiguió-, ¿no nacieron de un perro y una mujer?

-También he leído eso –le dije.

-¿Y qué hay de una mujer portuguesa –siguió diciendo- que, abandonada en una isla desierta, tuvo hijos de una gran mono?

-Nuestros teólogos explican todas esas cosas, caballero –respondí-, diciendo que el diablo, tomando la apariencia de esos animales…

-Ya me vais a volver a alegar –me interrumpió- las sucias figuraciones de vuestros doctores. Hacedme el favor de comprender definitivamente que los Silfos, al ver que los toman por demonios cuando aparecen con forma humana, para disminuir esta aversión que producen toman la apariencia de animales, acomodándose así a la extraña flaqueza de esas mujeres que se horrorizarían de un apuesto Silfo, pero que no se espantan tanto de un perro o de un mono. Podría contaros varias anécdotas de perrillos falderos*(133) con ciertas doncellas de buena sociedad, pero tengo que enseñaros un secreto de mayor importancia.

Habéis de saber, hijo mío, que hay quien, creyéndose hijo de hombre, es hijo de Silfo. Hay quien, creyendo estar con su mujer, sin saberlo inmortaliza a una Ninfa. Hay mujer que, creyendo abrazar a su marido, estrecha entre sus brazos a un Salamandra, y hay joven que juraría al despertar que es virgen, cuando durante su sueño ha tenido un honor que no supone. Así el demonio y los ignorantes quedan igualmente burlados.

-¡Cómo! –exclamé- ¿Es que el demonio no sabría despertar a la joven durmiente para impedir al Salamandra hacerse inmortal?

-Podría, sí –contestó el conde-, si los Sabios no fueran diligentes, pero enseñamos a todos esos pueblos el arte de encadenar a los demonios y de oponerse a propósito. ¿No os dije yo el otro día que los Silfos y los otros señores de los elementos están deseosos de que queramos enseñarles la cábala? De no ser por nosotros, el diablo, su gran enemigo, les importunaría mucho, y les costaría enormemente inmortalizarse sin que se enterasen las mujeres.

-No puedo por menos –intervine- que admirar la profunda ignorancia en la que vivimos. Creemos que los espíritus aéreos ayudan a veces a los enamorados a conseguir lo que desean; pero la cosa resulta ser totalmente distinta, y son los espíritus aéreos los que necesitan la ayuda de los hombres para sus amores.

-Decís bien, hijo mío –prosiguió el conde-; el Sabio da su ayuda a esos pobres pueblos, que sin él serían demasiado desdichados y débiles como para poder resistir al diablo; en cambio, cuando un Silfo ha aprendido de nosotros a pronunciar cabalísticamente el poderoso nombre NEHMAHMIHAH, y a combinarlo según arte con el deliciosos nombre de ELIAEL, todos los poderes de las tinieblas se dan a la fuga, y el Silfo goza apaciblemente de quien ama.

Así se inmortalizó el ingenioso Silfo que tomó la apariencia del enamorado de una dama de Sevilla. Es una historia conocida: la joven española era hermosa, pero tan impasible como hermosa. Un hidalgo castellano, que la amaba en vano, tomó un día la decisión de irse sin decir nada, y de recorrer mundo hasta que curara de su inútil pasión. Un Silfo, que encontró a la hermosa de su agrado, se determinó a tomarse el tiempo necesario, y armándose con todo lo que uno de los nuestros le había enseñado para protegerse de los obstáculos que ante él pudiera alzar el diablo, celoso de su fortuna, va a ver a la dama bajo la apariencia del enamorado que se había alejado, se lamenta, suspira, y es rechazado. Insiste, solicita, persevera; y después de varios meses conmueve, se hace amar, convence, y por fin es feliz. De su amor nace un niño, cuyo nacimiento es secreto e ignorado por la familia, gracias a las artes del amante aéreo. Prosiguen sus amores, que se ven bendecidos con una segunda gravidez. Mientras tanto, el hidalgo, curado por la ausencia, vuelve a Sevilla, e impaciente por volver a ver a su dama insensible, se presenta ante ella lo antes que puede para decirle que por fin se halla en situación de no disgustarla, pues ha venido a anunciarle que ya no la ama.

Os pido que imaginéis el asombro de la dama, su respuesta, su llanto, sus reproches, y la entera y sorprendente conversación. Ella sostiene que le ha hecho feliz, y él lo niega; que el hijo de ambos está en tal sitio, y que es padre de otro que espera. Él insiste en negarlo. Ella se desespera, se tira del pelo, con sus gritos acuden los padres; la amante despechada continúa con sus lamentos y sus invectivas. Se comprueba que el hidalgo llevaba dos años ausente, se busca y encuentra al primer niño, y el segundo nació en su momento.

-Y el amante aéreo –interrumpí-, ¿qué hacía mientras tanto?

-Ya veo –contestó el conde- que os parece mal que hubiese abandonado a su querida al rigor de sus padres o al furor de los inquisidores, pero tenía una razón para quejarse de ella: no era lo bastante devota. Porque cuando estos señores se han inmortalizado, se esfuerzan seriamente y viven muy santamente para no perder el derecho, que acaban de conseguir, de poseer el soberano bien. Por eso quieren que la persona con la que han establecido alianza viva con una inocencia ejemplar, como se puede ver en la famosa aventura de un joven caballero de Baviera.

Estaba inconsolable por la muerte de su mujer, a la que quería apasionadamente. Una Sílfide recibió de uno de nuestros Sabios el consejo de tomar la apariencia de esa mujer; le hizo caso, y se presentó ante el afligido joven diciéndole que Dios la había resucitado para consolarlo de su extrema aflicción. Vivieron juntos varios años, y tuvieron niños muy hermosos. Pero el joven caballero no era lo bastante virtuoso como para retener a la excelente Sílfide: juraba y decía palabras deshonestas. Ella se lo reprochó a menudo, pero viendo que sus recriminaciones eran inútiles, desapareció un día, sin dejarle más que sus faldas y el arrepentimiento por no haber querido seguir sus santos consejos. Así que podéis ver, hijo mío, que los Silfos tienen a veces razones para desaparecer, y ya veis que el diablo no puede impedir –ni tampoco los excéntricos caprichos de vuestros teólogos- que los pobladores de los elementos trabajen con éxito por su inmortalidad, cuando alguno de nuestros Sabios los socorre.

-Pero en serio, caballero –le dije- ¿estáis convencido de que el diablo sea tan gran enemigo de estos seductores de doncellas?

-Enemigo mortal –contestó el conde-, sobre todo de las Ninfas, de los Silfos y de las Salamandras. Porque a los Gnomos no les tiene tanto odio, ya que, como me parece que ya os he dicho, los Gnomos, aterrados por los aullidos de los demonios que oyen en el centro de la tierra, prefieren seguir siendo mortales antes que correr el riesgo de padecer tales tormentos si consiguieran la inmortalidad. Esta es la razón por la que los Gnomos y sus vecinos los demonios tienen un cierto trato. Estos convencen a los Gnomos, por naturaleza muy amigos del hombre, de que le hacen un enorme favor y lo libran de un tremendo peligro al obligarlo a renunciar a su inmortalidad. Para esto se comprometen a entregar a aquél a quien pueden convencer de tal renuncia, todo el dinero que pida, a librarlo de los peligros que amenazaran su vida durante cierto tiempo, o a cumplir cualquier otra condición que guste poner aquél que hace tan desgraciado pacto. De este modo el diablo, el malvado, por mediación del Gnomo, hace que se vuelva mortal el alma de ese hombre, y la priva del derecho a la vida eterna.

-¡Pero cómo, señor mío! –exclamé-, ¿Sois de la opinión de que los pactos, de los que tantos ejemplos citan los demonógrafos, no se hacen con el demonio?

-Desde luego que no –respondió el conde-. ¿El príncipe de este mundo no fue expulsado de él? ¿Es que no está encerrado? ¿No está encadenado? ¿Es que no es la tierra maldita y condenada, que ha quedado en el fondo de la obra del supremo arquetipo destialador?*(134) ¿Acaso puede ascender a la región de la luz, y esparcir las tinieblas concentradas? Contra el hombre no puede hacer nada. Sólo puede inspirar a los Gnomos, que son vecinos suyos, que vayan a hacer esas proposiciones a aquellos hombres de los que más miedo tiene que se vayan a salvar, para que así su alma muera con su cuerpo.

-¿Y según vos –añadí- esas almas mueren?

-Mueren, hijo mío –contestó.

-Así pues –insistí-, ¿los que hacen tales pactos no se condenan?

-No pueden condenarse –dijo él- porque su alma muere con el cuerpo*(135).

-Entonces no salen nada mal parados –repliqué-, pues reciben un castigo muy liviano por haber cometido crimen tan grande como renunciar al bautismo y a la muerte del Señor.

-¿Consideráis un castigo liviano el entrar en los negros abismos de la nada? Sabe que se trata de una pena mayor que la de condenarse, que aún hay un resto de misericordia en la justicia que Dios ejerce contra los pecadores en el infierno, que el hecho de no consumirlos con el fuego que los quema es una gracia considerable. La nada es un mal mucho mayor que el infierno; esto es lo que los Sabios predican a los Gnomos cuando los reúnen, para hacer que entiendan qué daño se hace al preferir la muerte a la inmortalidad, y la nada a la esperanza de la eternidad bienaventurada que tendrían el derecho de poseer si se aliaran con los hombres sin exigir de ellos renuncias criminales. Algunos nos creen, y les casamos con nuestras hijas.

-¿Así que evangelizáis a los pueblos subterráneos, caballero? –le dije.

-¿Y por qué no? –respondió-. Nosotros somos sus doctores, como lo somos de los pueblos del fuego, del aire y del agua; y la caridad filosófica se reparte indistintamente entre todos esos hijos de Dios. Como son más sutiles y más ilustrados que el común de los humanos, son más dóciles y más capaces de disciplina, y escuchan las verdades divinas con un respeto que nos encanta.

-Tiene que ser encantador, en efecto –exclamé entre risas-, ver a un cabalista en el púlpito predicando a todos esos señores.

-Tendréis ese placer cuando gustéis, hijo mío –dijo el conde-, y si lo deseáis, los reuniré hoy mismo, y predicaré a medianoche.

-¡A medianoche! –exclamé- He oído decir que es la hora del aquelarre».

El conde se echó a reír.

-«Hacéis que me acuerde –dijo- de todas las locuras que los demonógrafos cuentan sobre el capítulo de su imaginario aquelarre. Me gustaría, por lo chocante del asunto, que vos las creyérais también.

-¡Ah! Por lo que se refiere a los cuentos del aquelarre –contesté-, os aseguro que no me creo ni uno.

-Hacéis bien, hijo mío –me dijo-, porque, una vez más, el diablo no tiene el poder de engañar de ese modo al género humano, ni de pactar con los hombres, y aún menos el de hacerse adorar, como creen los inquisidores. Lo que ha dado origen a esta creencia popular, es que los Sabios –como acabo de deciros- reúnen a los habitantes de los elementos para predicarles sus misterios y su moral, y como ocurre con frecuencia que algún Gnomo se da cuenta de su grave error, comprende los horrores de la nada, y consiente en ser inmortalizado, se le busca mujer, se le casa, y la boda se celebra con todo el regocijo que merece la conversión que se acaba de lograr. Esos son los bailes y los gritos de alegría que Aristóteles dijo que se oían en ciertas islas donde sin embargo no se veía a nadie. El gran Orfeo fue le primero que convocó a los pueblos subterráneos; en su primer sermón, Aquelarius, el más anciano de los Gnomos, fue inmortalizado, y de ese Aquelarius tomó su nombre la asamblea*(136) en la que los Sabios le dirigieron la palabra mientras él vivió, como se dice en los himnos del divino Orfeo. Los ignorantes confundieron las cosas, y aprovecharon la ocasión para inventarse sobre el asunto mil cuentos impertinentes y para calumniar una asamblea que sólo convocamos para mayor gloria del soberano Ser.

-Nunca me hubiese figurado –le dije- que el aquelarre fuera una asamblea de devoción.

-Pues sin embargo lo es –prosiguió el conde-, y muy santa y cabalística, aunque el mundo no lo crea fácilmente. Pero así es de ciego este siglo injusto: se obceca con un rumor popular, y no hay quien lo saque de ahí. Por mucho que digan los Sabios, es a los ignorantes a quien preferentemente se cree. Por mucho que un filósofo demuestre la falsedad de las quimeras que se han inventado, y dé pruebas manifiestas de lo contrario, sea cual fuere la experiencia o el razonamiento sólido que haya empleado, si un hombre de muceta mete baza, la experiencia y la demostración dejan de tener fuerza, y ya no puede la verdad restablecer su imperio. Se da más crédito a la muceta que a los propios ojos. Habéis tenido en Francia un ejemplo memorable de esta obcecación popular.

El famoso cabalista Zedequías se empecinó, durante el reinado de vuestro Pipino*(137), en convencer al mundo de que los elementos están poblados por todos los habitantes cuya naturaleza ya os he descrito. Recurrió al expediente de aconsejar a los Silfos que se dejaran ver en el aire ante todo el mundo, cosa que hicieron con magnificencia; por los aires se veían estos seres admirables en forma humana, a veces formados para el combate, desfilando ordenadamente, como soldados, o acampados en soberbios pabellones; a veces en navíos aéreos de admirable estructura, cuya flota voladora bogaba a merced de los vientos. ¿Y que pasó? ¿Creéis que a ese siglo ignorante se le ocurrió razonar sobre la naturaleza de espectáculos tan maravillosos? El pueblo creyó primero que se trataba de brujos que se habían apoderado del aire para provocar tormentas y que el granizo echara a perder la cosecha. Los sabios, teólogos y juriconsultorios fueron de la misma opinión del pueblo, los emperadores lo creyeron también, y esta ridícula quimera se extendió tanto, que el prudente Carlomagno, y a continuación Ludovico Pío*(138), impusieron penas severas a esos presuntos tiranos del aire. Veréis estas cosas en el primer capítulo de las Capitulares de estos dos emperadores.

Cuando los Silfos vieron que el pueblo, los pedantes y las testas coronadas se ponían en su contra, resolvieron, para borrar la mala opinión que tenían de su inocente flota, raptar en todas partes a hombres para enseñarles a sus bellísimas mujeres, su república y su gobierno, y luego devolverlos a la tierra en distintos lugares del mundo. Y así lo hicieron, tal como lo habían pensado. El pueblo, al ver que esos hombres descendían, llegaba de todas partes, convencido de que se trataba de brujos que se separaban de sus compañeros para echar ponzoñas en la fruta y en las fuentes, y con la furia que provocan tales invenciones, llevaba a esos inocentes al suplicio. Es increíble el número tan grande al que dio muerte por agua o fuego en todo el reino.

Entre otros casos, sucedió un día que en Lyon se vio descender de esos navíos aéreos a tres hombres y una mujer; toda la ciudad se agolpa a su alrededor y grita que son brujos y que Grimoaldo, duque de Benevento, enemigo de Carlomagno*(139). Los envía para que echen a perder la cosecha de los franceses. Por más que los cuatro inocentes dijeran ser de la comarca, haber sido raptados hacía nada por unos hombres milagrosos que les habían enseñado maravillas inauditas y que les habían pedido que contaran aquellas cosas, el pueblo, obcecado, ni escucha sus explicaciones; a punto estaba de echarlos a la hoguera cuando el buen Agobardo*(140), obispo de Lyon, que se había hecho con el respeto de todos siendo monje en esa ciudad, acudió al alboroto, y habiendo oído la acusación del pueblo y la defensa de los acusados, dictaminó gravemente que ambas eran falsas, que no era cierto que aquellos hombres hubiesen bajado del aire y que lo que decían haber visto era imposible.

El pueblo dio más crédito a las palabras de su buen padre Agobardo que a sus propios ojos, se calmó, dejó en libertad a los cuatro embajadores de los Silfos y recibió con admiración el libro que Agobardo escribiera para confirmar la sentencia que había dictado. De este modo, la declaración de los cuatro testigos quedó anulada.

Sin embargo, al haber escapado al suplicio, pudieron contar lo que habían visto, lo que no dejó de tener sus frutos, porque recordaréis que el siglo de Carlomagno fue fecundo en hombres heroicos, lo que prueba que la mujer que había estado con los Silfos encontró crédito ante las damas de aquel tiempo, y que por gracia de Dios muchos Silfos se inmortalizaron. Varias Sílfides se hicieron igualmente inmortales gracias a lo que aquellos tres hombres contaron de su belleza, lo que obligó a la gente de entonces a dedicarse un poco a la Filosofía. De ahí vienen todos los cuentos de hadas que encontráis en las leyendas amorosas del siglo de Carlomagno y en los que lo siguieron. Todas las presuntas hadas eran Sílfides y Ninfas. ¿Habéis leído esas historias de héroes y hadas?

-No, señor mío –le dije.

-Lo siento mucho –contestó-, porque os hubieran ayudado a haceros una idea de cómo los Sabios piensan dejar un día el mundo. Esso hombre heroicos, esos amores de Ninfas, esos viajes al paraíso terrenal, esos palacios y bosques encantados, y todas las maravillosas aventuras que podemos encontrar no son más que un pequeño remedo de la vida que llevan los Sabios, y de lo que será el mundo cuando hagan que reine la Sabiduría. Sólo se verán héroes; el ínfimo de nuestros hijos será de la talla de Zoroastro, Apolonio o Melquisedec, y la mayoría serán tan cumplidos como los hijos que Adán hubiera tenido de Eva si no hubiese pecado con ella.

-¿Pero no me habíais dicho, caballero –intervine-, que Dios no quería que Adán y Eva tuviesen hijos, que Adán debía estar sólo con las Sílfides, y que Eva tenía únicamente que pensar en algún Silfo o Salamandra?

-Es cierto –respondió-; no debían haber tenido hijos del modo en que los tuvieron.

-Caballero –proseguí-, ¿es que vuestra cábala proporciona algún expediente al hombre y a la mujer para que tengan hijos de un modo distinto al método ordinario?

-Por supuesto –contestó.

-¡Ay, señor mío! –exclamé- ¡Decidme cuál es; os lo suplico!

-No lo sabréis hoy, lo lamento –me dijo entre risas-; quiero vengar a los pueblos elementales de que os haya costado tanto dejar de dar crédito a su presunta diablería. No me cabe duda de que os habéis librado de vuestros terrores pánicos, así que os dejo para que tengáis ocasión de meditar y deliberar ante Dios a qué especie de substancia elemental será preferible, para gloria suya y vuestra, que hagáis partícipe de vuestra inmortalidad. Y yo ahora me voy a recoger un poco para meditar el sermón que me habéis dado ganas de pronunciar esta noche ante los Gnomos.

-¿Quizá vayáis a explicarles algún capítulo de Averroes?*(141) –pregunté yo-

-Creo –contestó el conde- que sería muy posible que saliese algo de eso, porque mi propósito es predicar sobre la excelencia del hombre, para incitarlos a buscar aliarse con él. Y Averroes, siguiendo a Aristóteles, deliberó sobre dos cosas que sería bueno que yo esclareciera: una fue la naturaleza del entendimiento, y la otra, el bien soberano. Dijo que únicamente fue creado un entendimiento, imagen de lo Increado, y que ese solo entendimiento basta a todos los hombres: esto pide una explicación. Y en cuanto al bien soberano, Averroes dice que consiste en conversar con los ángeles, lo que no es lo bastante cabalístico, puesto que el hombre, ya en esta vida, puede, y para ello ha sido creado, gozar de Dios, como lo entenderéis un día y como lo comprobaréis, cuando estéis en las filas de los Sabios».

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Así terminó la conversación con el conde de Gabalís. Al día siguiente volvió, y me trajo el discurso que había pronunciado ante los pueblos subterráneos; ¡es una maravilla!

Os lo daría a conocer, junto con la continuación de las conversaciones que una vizcondesa y yo tuvimos con hombre tan eminente, si estuviese seguro de que todos mis lectores piensan con rectitud y no toman a mal el que yo me divierta a costa de los locos. Si veo que se deja que mi libro haga el bien que es capaz de obrar, y que no se me hace la injusticia de sospechar que quiero dar credibilidad a las ciencias secretas, so pretexto de ponerlas en ridículo, continuaría solazándome con el señor conde, y podría dentro de poco sacar otro tomo.

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*(130). El conde equipara el sanedrín, o tribunal de los judíos, con el sacro colegio cardenalicio.
*(131). La geomancia es un arte adivinatorio que se vale de líneas, círculos y puntos hechos en la tierra. «Madres» e «Hijas» son figuras de la geomancia tradicional.
*(132). Gabalís narra aquí la leyenda de la reina Sibila, haciendo de ésta una ninfa. Esta historia es la que cuenta, tras haber visitado el lugar en Italia, Antoine de la Sale en Le Paradis de la reine Sibylle (libro IV de su Salade, 1444); el caballero en cuestión, torturado por su conciencia, va a confesarse con el Papa, que le niega la absolución, aunque después se arrepienta de su severidad, pues el caballero, desesperado, vuelve a la morada de la Sibila. Muchos otros relatos retoman este asunto, con más o menos variaciones. El hada Alcina de Ariosto, p. ej., es otro de los avatares de esta nueva Circe, y por supuesto, no podemos dejar de mencionar la rama germánica de la leyenda con Tannhäuser y el Venusberg, rejuvenecida posteriormente por Wagner.
*(133). El texto original dice «perritos boloñeses», por ser una raza de perros de compañía muy de moda en la época.
*(134). Alusión al caput mortuum de la alquimia.
*(135). Como dice ahora Gabalís, los filósofos de la escuela de Padua, que tanto influyeron en los libertinos materialistas franceses del s. XVII, negaron la inmortalidad del alma. Cf. nota 81.
*(136). En el texto original, el gnomo se llama Sabasius, para que de su nombre pudiera haberse derivado «sabbat», aquelarre.
*(137). Pipino el Breve, padre de Carlomagno y rey de los francos de 751 a 768.
*(138). A Carlomagno, rey de los francos (768-800) y emperador (800-814), le sucede su hijo Ludovico Pío, emperador del 814 al 840. La división del imperio entre sus hijos desde el 817 dará lugar a revueltas y guerras a las que pone fin por entonces el tratado de Verdun (843).
*(140). San Agobardo (779-840), nacido en España, arzobispo de Lyon desde 813, fue uno de los prelados que ilustraron el imperio carolingio. Fue un gran defensor de la Iglesia y consejero de los emperadores, viéndose complicado en las revueltas de los hijos de Ludovico Pío. Además de sus cartas y tratados teológicos, de disciplina eclesiástica y de liturgia, de política, etc., escribió otros textos para combatir abusos y supersticiones, entre ellos Contra insulsam vulgi opinionem de grandine et tonitrius, donde se recoge el caso. El extraño asunto de los navíos voladores es considerado por los ufólogos actuales como una de las pruebas históricas de los viajes de los extraterrestres a nuestro planeta: a cada cual sus silfos.
*(141) El relato en su final vuelve a subrayar la figura de Averroes (cf. nota 12), el gran comentador de Aristóteles para quien la ley divina obliga al hombre a estudiar racionalmente las cosas. La corriente averroísta perdura en Occidente hasta el s.XVII, con su doctrina de la doble verdad que separa la filosofía de la religión. Sus tesis –el mundo es eterno, así como la especie humana; el intelecto o alma es común- niegan la inmortalidad personal y el concepto cristiano de divina providencia, siendo la concepción de la moral puramente profana. Toda la línea de la filosofía natural parte de Aristóteles y Averroes, reuniendo a Cardano, parcialmente a Pico della Mirandola, Pomponazzi y la escuela de Padua, hasta llegar a los libertinos materialistas franceses del s. XVII.

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L.V.X.

Frater Kalihel

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