jueves, 26 de febrero de 2009

Montfaucon de Villars. EL CONDE DE GABALÍS o Conversaciones sobre las Ciencias Secretas. PRIMERA CONVERSACIÓN sobre las Ciencias Secretas

Ante Dios se halle al alma del señor conde de Gabalís, pues me acaban de escribir que ha muerto de apoplejía. Los escrupulosos no dejarán de decir que este tipo de muerte es corriente entre los que guardan mal los secretos de los Sabios, y que después de que el bienaventurado Raimundo Lulio dictara tal sentencia en su testamento*(1), nunca un ángel ejecutor ha dejado de torcer con prontitud el pescuezo a todos los que han revelado indiscretamente los Arcanos Filosóficos.

Pero que no condenen a la ligera a un hombre tan prudente, sin antes estar informados de su conducta. Me descubrió todo, bien es cierto; pero lo hizo con todas las circunspecciones cabalísticas. Hay que rendir a su memoria este homenaje: era gran celador de la religión de sus padres los Filósofos, y se hubiese dejado quemar antes de profanar la santidad de tal doctrina confiándola a algún príncipe indigno, a algún ambicioso o a algún incontinente, que son tres clases de gentes excomulgadas desde siempre por los Sabios. Por fortuna no soy príncipe, no tengo mucha ambición, y ya se verá por lo que sigue que incluso tengo un poco más de castidad que la que una Sabio necesita. Le parecí de espíritu dócil, curioso y poco tímido; no me falta más que un poco de melancolía*(2) para hacer confesar a todos los que querrían condenar al señor conde de Gabalís por no haberme ocultado nada, que yo era un individuo bastante adecuado para las Ciencias Secretas. Es cierto que sin melancolía no se puede progresar mucho, pero la poca que tengo no le hizo rechazarme. “Tenéis –me dijo cien veces- a Saturno en un ángulo, en su Casa*(3), y retrógrado; no podéis dejar de ser un día tan melancólico como lo ha de ser un Sabio, pues el más sabio de todos los hombres*(4) (como lo sabemos por la Cábala)*(5) tenía, como vos, a Júpiter en el Ascendente, y sin embargo no se sabe que se riera ni una vez en toda su vida, tan fuerte era la impresión de su Saturno, y eso que era más débil que el vuestro”

Así que es con mi Saturno y no con el señor conde de Gabalís con quien tienen que meterse los escrupulosos al preferir yo divulgar sus secretos a ponerlos en práctica. Si los astros no cumplen con su deber, el conde no tiene la culpa; y si no tengo el alma lo bastante grande como para intentar llegar a ser amo de la Naturaleza, trastocar los Elementos, conversar con las Inteligencias Supremas, dar órdenes a los Demonios, engendrar gigantes, crear nuevos mundos, dirigirle la palabra a Dios en su temible tono y obligar al Querubín que guarda la entrada del paraíso terrenal a permitirme ir a dar alguna vuelta por sus senderos, será en todo caso a mí a quien haya que denigrar o compadecer, sin tener por ello que ofender la memoria de un hombre como hay pocos, ni decir que ha muerto por haberme enseñado todas esas cosas. ¿Es que es imposible, siendo como son los duelos cosa de todos los días, que haya sucumbido en algún combate contra un espíritu indómito? O tal vez al hablar con Dios en el trono ardiente no haya podido evitar mirar su rostro, y escrito está que no se puede verlo sin morir. Quizá haya muerto sólo aparentemente, tal como acostumbran a hacerlo los Filósofos, que fingen morir en un sitio para trasplantarse en otro. Sea como sea, no puedo creer que el modo en que me confió sus secretos mereciera castigo.

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Así es como sucedieron las cosas.

Como el sentido común me ha hecho siempre sospechar que hay mucho de vano en todo eso que llaman Ciencias Secretas, nunca he tenido la tentación de perder el tiempo hojeando los libros que versan sobre tales materias; pero como tampoco me parecía razonable condenar sin saber por qué a todos sus seguidores, que a menudo son personas sensatas, cultas la mayoría, y que destacan tanto en la magistratura como en la Iglesia, se me ocurrió (para evitar sen injusto, y para no cansarme con una lección farragosa), aparentar ser un entusiasta de todas esas Ciencias con aquellos de los que pude enterarme que les eran adictos.

Para empezar, tuve más éxito del que había imaginado. Como todos esos caballeros, por más misteriosos y reservados que presuman ser, se mueren por mostrar su inventiva y los nuevos descubrimientos que pretenden haber hecho en la Naturaleza, en pocos días me convertí en confidente de los más destacados de todos ellos; siempre tenía a alguno en mi gabinete, que a propósito había yo provisto de sus autores más fantasiosos.

No había sabio extranjero de paso de cuya presencia yo no me enterara. En dos palabras, salvo por lo que a la ciencia se refiere, me convertí en un gran personaje. Tenía por compañeros a príncipes, a grandes señores, a magistrados, a bellas damas –también a feas-, a doctores*(6), a prelados, a frailes, a monjas, en fin, a gente de todas clases. Unos soñaban con los ángeles, otros con el diablo, otros con sus genios, otros con los incubos, otros con la curación de todo mal, otros con los astros, otros con los secretos de la Divinidad, y casi todos con la Piedra Filosofal.

Estaban todos de acuerdo con que tan importantes secretos, y sobre todo la Piedra Filosofal, son de difícil acceso, y que pocos individuos los poseen; pero personalmente todos tenían una opinión de ellos mismos lo bastante buena como para considerarse del número de los elegidos. Por fortuna, por entonces los más importantes estaban esperando con impaciencia la llegada del alemán*(7), gran señor y gran cabalista, cuyas tierras están por las fronteras con Polonia. Por carta había prometido a los Hijos de los Filósofos que están en París, que iría a visitarlos, al pasar por Francia de camino hacia Inglaterra. Recibí el encargo de contestar a la carta de ese gran hombre, y le envié la figura celeste de mi nacimiento*(8) para que juzgara si podía yo aspirar a la suprema sabiduría. Mi figura y mi carta fueron lo bastante halagüeñas como para hacer que me concediera el honor de contestarme que sería yo uno de los primeros a los que él visitase en París, y que si el cielo no se oponía, no sería por su causa por lo que yo no entrara a formar parte de la sociedad de los Sabios.

Para alimentar tal fortuna, mantuve con el ilustre alemán una correspondencia regular. Le planteaba yo de vez en cuando grandes dudas, tan razonadas como me era posible, sobre los números de Pitágoras*(9), las visiones de San Juan y el primer capítulo del Génesis*(10). La grandeza de tales materias le entusiasmaba; me escribía unas maravillas inauditas, y pude darme cuenta de que estaba tratando con un hombre de muy vigorosa y muy extensa imaginación. Tengo sesenta u ochenta cartas suyas, de estilo tan extraordinario, que no podía ponerme a leer otra cosa en cuanto me quedaba solo en mi gabinete.

Estaba admirando un día una de las más sublimes, cuando vi entrar a un hombre de muy buena apariencia que, saludándome con gravedad, me dijo en lengua francesa con acento extranjero:

-“Adorad, hijo mío, adorad al santísimo y altísimo Dios de los Sabios, y nunca os enorgullezcáis de que os envíe a uno de los Hijos de la Sabiduría para que os asocie a su Compañía y para haceros partícipe de las maravillas de su Gran Poder”.

La novedad del saludo me asombró, y por vez primera se me pasó por la cabeza que pudieran darse las apariciones; sin embargo, tranquilizándome como pude, y mirándolo lo más cortésmente que el poquillo de miedo que tenía me lo permitía, le contesté:

-“Quienquiera que seáis, vos cuyo saludo no es de este mundo, me honráis sobremanera viniendo a visitarme; pero tened a bien, os lo ruego, que antes de adorar al Dios de los Sabios, sepa yo de qué Sabios y de qué Dios me habláis; así que si os parece oportuno, sentaos en este sofá y tomaos la molestia de decirme quién es ese Dios, quiénes esos Sabios, esa compañía, esas maravillas del gran poder, y antes o después de todo esto, a qué clase de criatura tengo el honor de hablar.

-Me recibís muy prudentemente, señor mío –repuso él riendo, y tomando asiento en el sofá que yo le presentaba-, y empezáis por pedirme que os explique cosas de las que no hablaré hoy, con vuestro permiso. El saludo que os he hecho son las palabras que los Sabios pronuncian al encontrar a aquellos a quienes han resuelto abrir su corazón y descubrir sus arcanos. He creído que siendo tan docto como me habéis parecido en vuestras cartas, este saludo no os sería desconocido, y que era la cortesía más considerada que pudiera haceros el conde de Gabalís.

-¡Ay, señor mío! –exclamé, acordándome de que tenía que representar un papel de importancia- ¿Cómo me haré digno de tantas bondades? ¿Será posible que el más sobresaliente de todos los hombres esté en mi gabinete, y que el gran Gabalís me honre con su visita?

-No, no , nada de fantasma –le dije-, pero os confieso, caballero, que al acordarme de pronto de que cuenta Cardano*(11) que su padre recibió un día mientras estudiaba la visita de siete desconocidos, vestidos de distintos colores, que le contaron cosas bastante extrañas de su naturaleza y su función…

-Ya veo –me interrumpió el conde-, eran Silfos, de los que os hablaré un día. Son una especie de substancias aéreas, que vienen a veces a consultar a los Sabios sobre los libros de Averroes*(12) que demasiado bien entienden. Cardano es un inconsciente por haber publicado eso en sus sutilezas; había encontrado estos hechos en los papeles de su padre, que era uno de los nuestros, y que, al ver que su hijo era un charlatán indiscreto por naturaleza, no quiso enseñarle nada grande, y le dejó entretenerse con la astrología ordinaria*(13), con la que ni siquiera supo prever que su propio hijo sería ahorcado*(14). Ese bribón es la causa de que me hayáis insultado tomándome por un Silfo.

-¿Insultado? –intervine- Que, señor mío, ¿seré tan desdichado como para…?

-No me ofendo por ello –me interrumpió-; no estáis obligado a saber que todos esos espíritus elementales son nuestros discípulos, que nada les hace tan felices como el que queramos rebajarnos a instruirlos, y que el menor de nuestros Sabios es más docto y más poderoso que todos esos caballeretes. Pero ya hablaremos de todo esto en otra ocasión; hoy me basta con haber tenido la satisfacción de veros. Intentad, hijo mío, haceros digno de recibir las luces cabalísticas; la hora de vuestra regeneración ha llegado, y sólo depende de vos que lleguéis a ser una criatura nueva. Rogad ardientemente a Aquél que tiene el poder de crear nuevos corazones, que os dé uno que sea capaz de las grandes cosas que he de enseñaros, y que me inspire no callar nada de nuestros misterios”.

Se levantó entonces, y abrazándome, sin darme la oportunidad de contestarle, añadió:

-“Adios, hijo mío; tengo que ver a los compañeros que tenemos en París. Ya tendréis noticias mías más adelante. Mientras tanto, velad, orad, esperad y callad”.

Tras decir esto, salió de mi gabinete. Me quejé de su corta visita mientras lo acompañaba, y de que tuviera la crueldad de abandonarme tan pronto, después de haberme hecho entrever una chispa de sus luces. Pero tras asegurarme con mucha amabilidad que no perdería nada con esperar, se subió a su carroza, dejándome con más asombro del que puedo esperar. No podía creer lo que había visto u oído. “Estoy seguro –me dije- de que este hombre es de condición noble, que tiene cincuenta mil libras de rentas por patrimonio, y además parece un cumplido caballero. ¿Se puede haber encaprichado de todas esas locuras? Ha hablado de los Silfos con un poco de respeto. ¿Y si fuese brujo, y yo estuviera en un error creyendo que ya no hay? Pero por otra parte, de haber brujos, ¿serían tan devotos como éste parece serlo?”

No entendía nada de nada, pero llegué a la conclusión de que quería ver como terminaba aquello, aunque era previsible que habría que aguantar varios sermones, y que el demonio que agitaba a mi hombre era altamente moral y predicador.

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*(1). El mallorquín Raimundo Lulio (Ramón Llull, 1232-1316), filósofo, poeta y teólogo, habría sido además, según una vivaz leyenda, alquimista, atribuyéndosele obras ocultistas como Liber de secretis naturae, y el testamento al que se refiere el narrado.
*(2). La melancolía es etimológicamente el humor negro, la atrabilis, según la fisiología clásica. Caracterizaba a los nacidos bajo la influencia de Saturno, de temperamento taciturno e inclinados por naturaleza a la especulación y la contemplación, por ende a las ciencias secretas.
*(3). En astrología, la parte del cielo recorrida aparentemente por el Sol y los planetas se divide en doce partes iguales o casas que corresponden a los signos del zodíaco.
*(4). Aunque la tradición se refiere siempre así al rey Salomón, para el conde de Gabalís –como lo explicará más adelante- se trata de Paracelso.
*(5). Conjunto de doctrinas teosóficas basadas en los textos sagrados del judaísmo, que a través de un método esotérico de interpretación y transmitidas por vía de iniciación, pretende revelar a los iniciados doctrinas ocultas acerca de Dios y del mundo. La Cábala (tradición, en hebreo) enseña que el hombre debe trabajar con Dios para lograr restaurar en el mundo la armonía perdida, y muestra la vía de cooperación con Dios, el camino eficaz. Se subraya así el poder humano, su responsabilidad cósmica, su función teúrgica. Los cabalistas creen poder ejercer una influencia real sobre lo creado, incluso sobre las entidades superiores (sefirot), como lo pone de manifiesto burlonamente el narrador en el siguiente párrafo.
*(6). Recordemos que los doctores de la época lo son el Teología. La cábala cristiana se desarrolló en buena parte de los países europeos desde finales del s.XV gracias a los judíos conversos, interesando a lo largo del tiempo a personajes de la talla de Pico della Mirandola, los platónicos de Cambridge, Leibniz, Milton, William Blake, Goethe, Schelling, etc., por lo que no ha de sorprendernos aquí la enumeración de los “compañeros” del narrador.
*(7). Es en Alemania donde nacen numerosas corrientes místicas y teosóficas, y es allí donde surge el movimiento de los Rosacruces, entre 1610 y 1620, que se basa en las tradiciones de alquimia, analogía y teosofía. La Confesión de la Fraternidad que acompaña la Fama Fraternitatis (Frankfurt, 1615) promete secretos maravillosos (salud, relación con espíritus…, y asegura que Dios devolverá a los hombres antes del Juicio final, la luz y el esplendor de Adán, perdidos tras la caída. No ha de extrañar, por tanto, el origen del conde de Gabalís, que podría ser un rosacruz: en las calles de París aparecieron en 1623 unos escritos donde los hermanos de la Rosa-Cruz prometían enseñar mil maravillas a los que lo merecieran.
*(8). Horóscopo, carta astral.
*(9). Las doctrinas pitagóricas buscan explicar el principio organizador del universo a través de una aritmosofía y una geometría simbólica: la ciencia de los sonidos, las proporciones, las formas y los números ideales es la que rige la acción demiúrgica.
*(10). Las especulaciones cosmológicas de la Cábala se basan en los textos apocalípticos, a lo que se suma la influencia del neopitagoricismo y del pensamiento neoplatónico.
*(11). Se trata de Gerolamo Cardano (1501-1576), médico, matemático, filósofo y astrólogo, cuya doctrina se apoya principalmente en el pensamiento de Aristóteles y Averroes. Observador racionalista de causas y efectos, estaba sin embargo convencido de la intervención de los espíritus. Fue hijo ilegítimo de Fazio Cardano, jurista de cultura enciclopédica. Como dice el P. Feijoo, “Cardano a su propio padre manchó con esta nota, diciendo que había tenido un espíritu asistente treinta y tres años, por cuyo medio comerciaba con otros espíritus, y refiere la disputa que en una ocasión tuvo con tres Demonios, que defendían la doctrina de Averroes. ¡Raras invenciones! (Teatro Crítico Universal, 1728, T. II, 5º Discurso, “Uso de la Mágica”, X, 48). Resulta llamativo que sea la referencia al averroísta Cardano la que oriente la conversación, al igual que en inicio de Viaje a la Luna (L’Autre Monde ou les États et Empires de la Lune, 1657) del libertino Cyrano de Bergerac, el narrador encuentra un libro de Cardano misteriosamente abierto por la página que cuenta la visita que le hicieron dos seres extraordinarios. De hecho, Cardano –su De Sapientia, p.ej.- influyó notablemente en el pensamiento libertino.
*(12). El presunto interés de los silfos por las obras de Averroes (Córdoba, 1126-Marrakech 1198) no se debe a la mera curiosidad intelectual: como el filósofo y médico hispanoárabe retoma la distinción aristotélica entre entendimiento pasivo y entendimiento agente, haciendo de este último una especie de mente universal de toda la humanidad, es decir, un espíritu único e inmortal del que surgen las almas individuales, la creencia de la inmortalidad de éstas en el más allá queda comprometida: las almas individuales serían mortales. Partiendo de la doctrina de Averroes, los espíritus elementales (Silfos, Andinos, Gnomos y Salamandras), cuya alma es mortal para Gabalís, estarían en igualdad de condiciones con los humanos, y no tendrían que aliarse con estos para lograr inmortalizarse, pues unos y otros participarían igualmente de una eternidad abstracta.
*(13). A lo largo de la historia, el interés propiamente teosófico de la cábala coincidió a menudo con la curiosidad hacia la magia, la astrología, la alquimia, etc.
*(14). Efectivamente, su hijo Gian Battista fue ejecutado por el asesinato de su mujer, pero sin duda el fracaso más sonado de la actividad de Cardano como astrólogo consistió en el horóscopo que compuso para el joven rey de Inglaterra Eduardo VI: afirmó temerariamente que moriría a la edad de 55 años, 3 meses y 17 días, pero el rey murió con 16 años. Se hizo su propio horóscopo, según el cual moriría antes de los 75 años, y se cuenta que, cuando se acercó a esta edad, se dejó morir voluntariamente de hambre para que su predicción se cumpliera.

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L.V.X.

FRATER KALIHEL
MAGISTER LUCIS

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