viernes, 10 de septiembre de 2010

Ciencia y Belleza





Tal vez lo mejor sea, sin intentar empezar por un análisis filosófico del concepto de “belleza”, preguntarnos simplemente dónde puede encontrarse lo bello dentro del campo de las ciencias exactas. Permítaseme empezar aquí relatando una experiencia personal. Cuando asistía de niño a los cursos inferiores del Max-Gymnasium aquí en Munich, empecé a interesarme por los números. Encontraba placer en conocer sus propiedades, en comprobar si eran o no números primos, o si podían representarse como sumas de cuadrados, o en demostrar finalmente que debía haber infinitos números primos. Como mi padre pensaba que era mucho más importante mi conocimiento del latín que mi interés por los números, un día me trajo a casa de la Biblioteca Nacional, un tratado escrito en latín del matemático Leopold Kronecker, en el que se ponían en relación las propiedades de los números enteros con el problema geométrico de dividir un círculo en un número de partes iguales.

No tengo idea de cómo mi padre vino a reparar en esta concreta investigación de mediados del siglo pasado. Pero el estudio de la obra de Kronecker produjo en mí una profunda impresión. Tuve una inmediata sensación de la belleza inherente al hecho de que a partir del problema de dividir en partes un círculo, cuyos casos más simples nos resultaban por supuesto familiares en el colegio, podía aprenderse algo acerca de cuestiones completamente diferentes implicadas en la teoría elemental de los números. Aunque sin duda a distancia, flotaba ahí ya la cuestión acerca de la existencia de los números enteros y las formas geométricas, esto es, si existen fuera de la mente humana o son una pura creación de la mente, a modo de instrumentos para comprender el mundo. Pero en aquella época yo no era aún capaz de pensar en estos problemas. Sin embargo, había tenido, de un modo completamente directo, la sensación de algo muy bello, que no requería justificación ni explicación alguna.

Pero ¿qué es lo que había ahí de bello? Incluso en la antigüedad había dos definiciones de la belleza que en cierta forma se oponían entre sí. La controversia entre ambas jugó un gran papel, sobre todo en el Renacimiento. Una de ellas describe a la belleza como la adecuada conformidad de las partes entre sí y con relación al todo. La otra, que arranca de Plotino, la define, sin hacer referencia a las partes, como transparencia del esplendor eterno de lo “uno” a través del fenómeno material. En nuestro ejemplo matemático, debemos detenernos inicialmente en la primera definición. Las partes son aquí las propiedades de los números enteros y las leyes de las construcciones geométricas, mientras que el todo es evidentemente el sistema subyacente de axiomas matemáticos al que pertenecen la aritmética y la geometría euclidiana, o sea la grandiosa estructura de interconexión garantizada por la consistencia del sistema axiomático. Percibimos el encaje recíproco de las partes individuales, y su pertenencia en cuanto tales al todo, y sin necesidad de reflexión alguna sentimos la belleza de la integridad y simplicidad de este sistema axiomático. La belleza está por tanto implicada con el antiquísimo problema de lo “uno” y lo “múltiple” que, en íntima conexión con el problema del “ser” y el “devenir”, ocupó un puesto central en los albores de la filosofía griega.

Como las raíces de las ciencias exactas se remontan también a ese mismo punto, puede ser conveniente rastrear al menos los contornos de las corrientes de pensamiento en aquella época temprana. En el mismo punto de partida de la filosofía griega de la naturaleza se sitúa la búsqueda de un principio básico, capaz de explicar la variedad multicolor de los fenómenos. Por extraño que pueda resultarnos, la bien conocida respuesta de Tales –“el agua es el primer principio material de todas las cosas”- contiene, según Nietzsche, tres exigencias filosóficas fundamentales que habían de convertirse en básicas en los sucesivos desarrollos filosóficos: en primer lugar, la necesidad de buscar semejante principio unitario básico; en segundo lugar, la necesidad de una respuesta únicamente racional, es decir, sin referencia a ningún tipo de mito; y en tercer y último lugar, la necesidad de conferir el papel decisivo en este contexto al aspecto material del mundo. Por debajo de estas exigencias subyace, por supuesto, el reconocimiento implícito que comprender no puede nunca significar otra cosa que percibir las conexiones entre las cosas, esto es, percibir los rasgos unitarios o los signos de afinidad presentes en la multiplicidad.

Pero si ese principio unitario o unificador de todas las cosas existe, entonces – y éste era el paso siguiente en esta línea de pensamiento - nos encontramos directamente enfrentados con la cuestión de cómo ese principio puede explicar el hecho del cambio. La dificultad se pone particularmente de relieve en la famosa paradoja de Parménides. Sólo el ser es; el no-ser no es. Pero si solamente el ser es, no puede haber nada fuera de ese ser que posibilite o pueda aportar el cambio. De aquí que el ser deba ser concebido como eterno, uniforme, e ilimitado en el espacio y en el tiempo. Los cambios que percibimos en nuestra experiencia son por tanto solamente una ilusión.

El pensamiento griego no podía quedarse mucho tiempo estancado en esta paradoja. El eterno flujo de apariencias era un dato de experiencia inmediata, y el problema era poder explicarlo. En el intento de superar la dificultad, diversos filósofos indagaron en diferentes direcciones. Uno de los caminos condujo a la teoría atomística de Demócrito. Además del ser, el no-ser puede aún existir en cuanto posibilidad, concretamente en cuanto posibilidad de movimiento y de forma, o dicho de otra forma, en cuanto espacio vacío. El ser es repetible, y así llegamos a la imagen de átomos en el vacío, esta imagen se ha revelado desde entonces inmensamente fructífera como cimiento de la ciencia natural. Pero de este camino no vamos a añadir ahora nada más. Nuestro propósito es, más bien, presentar en detalle la otra vía, la que condujo a las Ideas de Platón, la que nos ha conducido directamente a abordar el problema de la belleza.

Esta vía comienza en la escuela de Pitágoras. Es aquí donde se dice que tuvo su origen la idea de que las matemáticas, el orden matemático, era el principio básico que podía proporcionar una explicación de la multiplicidad de fenómenos. Del propio Pitágoras sabemos muy poco. Sus discípulos parece que, efectivamente, formaban una secta religiosa, pero sólo la doctrina de la trasmigración y algunas normas y prohibiciones morales y religiosas pueden ser con certeza atribuidas a Pitágoras. Pero entre esos discípulos – y esto es lo que tuvo importancia en lo sucesivo - la preocupación por la música y por las matemáticas jugó un papel dominante. En este contexto es donde se dice que Pitágoras hizo su famoso descubrimiento de que la vibración de unas cuerdas sometidas a igual tensión produce un sonido conjunto armónico si sus respectivas longitudes guardan entre sí una simple proporción numérica. La estructura matemática subyacente a este hecho, concretamente la proporción numérica en cuanto fuente de armonía, es uno de los descubrimientos más culminantes de la historia de la humanidad. La concordancia armoniosa de dos cuerdas produce un sonido bello. Debido a la sensibilidad del oído humano a todo sonido rítmico, le resulta perturbadora cualquier disonancia, y encuentra bella, por el contrario, la sensación de consonancia, de paz en armonía. De esta forma, la relación matemática se convertía también en fuente de belleza.

La belleza, según la primera de las definiciones antiguas que hemos mencionado, es la adecuada conformidad de las partes entre sí y con relación al todo. Las partes son aquí las diferentes notas individuales, mientras que el todo es el sonido armonioso resultante. La relación matemática puede, pues, ensamblar en un todo dos partes inicialmente independientes, y de ese modo producir belleza. Este descubrimiento abrió la vía, en la doctrina pitagórica, a nuevas formas de pensamiento, y trajo así consigo la idea de dejar de considerar al último principio de todo ser como un elemento material sensible – tal como el agua, en Tales - para pasar a situarlo en un principio formal ideal. Esto equivalía a sentar una idea básica que más tarde había de convertirse en cimiento de toda ciencia exacta.

Aristóteles cuenta en su Metafísica que los pitagóricos “…que fueron los primeros en ocuparse de las matemáticas, no sólo hicieron avanzar esta ciencia, sino que, educados como habían sido en ella, pensaban que sus principios eran también los principios de todas las cosas… Puesto que habían comprobado una vez más que las modificaciones y proporciones de las escalas musicales eran expresables numéricamente – puesto que además todas las demás cosas, en cuanto a su total naturaleza, parecían estar modeladas según patrones numéricos, y puesto que los números parecían ser lo primero en la naturaleza entera - llegaron a suponer que los elementos numéricos eran a su vez los elementos de todas las cosas, y que todo el cielo no era sino un número y una escala musical”.

Iba así a poderse comprender por primera vez la policroma multiplicidad de los fenómenos sobre la base de un reconocimiento en ellos de unos principios formales unitarios que pueden ser expresados en lenguaje matemático. Con ello también venía a establecerse una íntima conexión entre lo bello y lo inteligible. Porque si lo bello se concibe como conformidad recíproca de las partes entre sí y con relación al todo, y si, por otra parte, lo que posibilita en primer lugar toda comprensión es esa conexión formal, la experiencia de la belleza se convierte en algo prácticamente idéntico a la experiencia de las conexiones comprendidas o, al menos, adivinadas.

El siguiente paso por este camino lo dio Platón con su formulación de la teoría de las Ideas. Platón hace contrastar las formas imperfectas del mundo corpóreo de los sentidos con las formas perfectas de las matemáticas; las órbitas circulares imperfectas de los cuerpos celestes, pongamos por caso, con la perfección del círculo definido matemáticamente. Las cosas materiales son sólo copias, sombras proyectadas, de las formas ideales que componen la auténtica realidad; más aún, podríamos añadir hoy en día, esas formas ideales se actualizan porque, y en tanto cuanto, se vuelven activas en los fenómenos y sucesos materiales.

De esta forma, distingue aquí Platón con toda claridad un ser corporal accesible a los sentidos y un ser puramente ideal aprehensible no ya por los sentidos sino por medio de la actividad mental. Ni tampoco necesita modo alguno este ser ideal del pensamiento humano para ser sacado por él a la luz. Por el contrario, es el verdadero ser, del que el mundo corpóreo y el propio pensamiento humano no son sino reproducciones. Como su propio nombre indica, la aprehensión de las Ideas por el pensamiento humano es más una intuición artística, una sugestión a medias consciente, que el tipo de pensamiento que conlleva la comprensión. Es una reminiscencia de formas impresas ya en el alma antes de existir sobre la tierra. Lo Bello y lo Bueno es la idea central, en la que se hace visible lo divino y a cuya vista las alas del alma empiezan a desplegarse.

En un pasaje del Fedro encontramos expresado el siguiente pensamiento: “el alma se siente empavorecida y tiembla a la vista de lo bello, porque siente que evoca en sí misma algo que no ha adquirido a través de los sentidos sino que siempre había estado depositado allí dentro en una región profundamente inconsciente”.

Pero volvamos una vez más a la comprensión y, con ella, a la ciencia natural. Según Pitágoras y Platón, la variopinta multiplicidad de fenómenos puede comprenderse porque, y en cuanto que, por debajo de ella subyacen principios formales unitarios, susceptibles de representación matemática. Este postulado constituye ya una anticipación de todo el programa de las ciencias exactas contemporáneas. No podía sin embargo ser adecuadamente desarrollado en la antigüedad, pues les faltaba en gran medida un conocimiento empírico y detallado de los procesos naturales.

Como sabemos, la filosofía de Aristóteles fue el primer intento de penetrar en esos detalles. Pero ante la infinita riqueza que se ofrecía aquí inicialmente al estudiante observador de la naturaleza, unida a la falta total de cualquier punto de vista desde donde poder discernir un atisbo de orden, los principios formales unitarios buscados por Pitágoras y Platón hubieron de ceder sitio a la descripción de los detalles. Y así surgió el conflicto, que ha continuado hasta nuestros días en los debates, por ejemplo, entre la física teórica y la experimental; el conflicto entre el empirista, que a través de una investigación cuidadosa y escrupulosamente detallada proporciona el ver la naturaleza, y el teórico, creador de imágenes matemáticas mediante las cuales intenta ordenar y así entender a la naturaleza. Imágenes matemáticas que conllevan la pretensión de ser las Ideas verdaderas que subyacen al curso de la naturaleza, no sólo por describir correctamente los datos provenientes de la experiencia, sino también y más especialmente por su propia simplicidad y belleza.

Aristóteles, en cuanto empirista, se mostraba crítico de los pitagóricos, quienes, según decía, “no buscan teorías y causas que den razón de los hechos observados, sino que más bien fuerzan sus observaciones e intentan acomodarlas a determinadas teorías y opiniones que les son propias”, y se presentaban así, podríamos decir, como organizadores adjuntos del universo. Si miramos hacia atrás a lo largo de la historia de las ciencias exactas, puede tal vez afirmarse que la correcta representación de los fenómenos naturales ha evolucionado a partir de esa misma tensión entre ambas concepciones opuestas. La pura especulación matemática acaba resultando infructuosa porque en su juego con el inagotable caudal de formas posibles acaba por perder contacto con el pequeño número de formas de acuerdo con las cuales la naturaleza está de hecho construida. Y el empirismo puro acaba siendo infructuoso porque acaba perdiéndose también en un esfuerzo de clasificación inagotable desprovisto de toda conexión interna. Sólo a partir de la tensión, del juego recíproco entre la riqueza de hechos, de una parte, y las posibles formas matemáticas que pueden aplicársele, de otra, pueden surgir avances realmente decisivos.

Pero en la antigüedad esta tensión no podía resultar aceptable por mucho tiempo, y así el camino del conocimiento estuvo durante mucho tiempo apartado de la vía de lo bello. El significado de lo bello para la comprensión de la naturaleza sólo volvió a hacerse claramente patente con el comienzo de la época moderna, tras haberse encontrado el camino de vuelta de Aristóteles a Platón. Y sólo a través de este cambio de agujas ha podido ponerse de relieve en toda su extensión la fecundidad del modo de pensar inaugurado por Pitágoras y Platón.

Esto aparece muy claramente en los célebres experimentos de Galileo sobre la caída de los cuerpos, que probablemente no tuvieron de hecho lugar en la torre inclinada de Pisa. Galileo comienza por hacer cuidadosas observaciones, sin prestar atención a la autoridad de Aristóteles; pero, siguiendo las enseñanzas de Pitágoras y Platón, trata de encontrar fórmulas matemáticas que se correspondan con los hechos observados, y llega así a formular sus leyes sobre la caída de los cuerpos. No obstante, y éste es un punto crucial, a fin de reconocer la belleza de las formas matemáticas, en los fenómenos, se ve obligado a idealizar los hechos, o como decía despectivamente Aristóteles, a forzarlos. Aristóteles enseñaba que todo cuerpo en movimiento no sometido a la acción de fuerzas exteriores al mismo acababa por quedar en reposo; tal era la experiencia general. Galileo sostiene, por el contrario, que en ausencia de fuerzas exteriores, los cuerpos continúan en un estado de movimiento uniforme. Galileo podía arriesgarse a forzar los hechos de esta forma, porque podía señalar que todo cuerpo en movimiento está siempre expuesto, por supuesto, a la resistencia proveniente de las fricciones existentes, y que el movimiento, de hecho, tiende a prolongarse más cuanto mejor se consigan eliminar efectivamente las fuerzas de fricción que intervienen en el mismo. A cambio de ese forzamiento de los hechos, de esa idealización, obtuvo una ley matemática simple que iba a servir de comienzo de las modernas ciencias exactas.

Algunos años más tarde, Kepler conseguía descubrir unas nuevas fórmulas matemáticas que respondían a los datos obtenidos a través de sus muy cuidadosas observaciones de las órbitas planetarias, llegando a formular las tres famosas leyes que llevan su nombre. Podemos deducir hasta qué punto Kepler debió sentirse cercano, con sus descubrimientos, de los antiguos argumentos de Pitágoras – y hasta qué punto sus formulaciones estuvieron guiadas por la belleza de las conexiones descubiertas - del hecho de haber él mismo comparado las revoluciones de los planetas en torno al sol con las vibraciones de una cuerda, y haber hablado de la armoniosa concordia de las diferentes órbitas planetarias, de la armonía de las esferas. Al final de su obra sobre la armonía del universo, prorrumpe en este grito de alegría: “Gracias a Ti, Señor Dios, Creador nuestro, por haberme permitido contemplar la belleza de tu obra creadora”. Kepler se sentía profundamente conmovido por el hecho de haberse tropezado con una conexión central de la que el hombre no tenía aún la menor idea, por haberle estado reservado a él su reconocimiento por primera vez de una conexión de la más excelsa belleza. Algunas décadas más tarde, Isaac Newton pudo poner de relieve esta conexión en toda su integridad y describirla en detalle en su obra monumental Principia Mathemática. Quedaba así indicado por adelantado el camino que habían de recorrer las ciencias exactas en lo sucesivo durante casi dos siglos.

¿Pero estamos tratando aquí meramente del conocimiento, o también de lo bello? Y si también estaba implicada la belleza, ¿qué papel jugó en el descubrimiento de tales conexiones? Recordemos de nuevo la primera definición de la belleza dada en la antigüedad: “La belleza es la adecuada conformidad de las partes entre sí y con relación al todo”. Que este criterio se aplica en sumo grado a una estructura como la mecánica newtoniana, es algo que apenas necesita explicación. Las partes son aquí los procesos mecánicos individuales, tanto aquellos que aislamos con todo cuidado por medio de aparatos, como los que se desarrollan inextricablemente unidos ante nuestros ojos dentro del juego multicolor de los fenómenos. Y el todo es el principio formal unitario al que todos esos procesos se ajustan, y al que Newton encontró una formulación matemática en forma de un sistema simple de axiomas. Unidad y simplicidad no son, en realidad, justamente lo mismo. Pero el hecho de que una teoría semejante consiga conjugar la multiplicidad con la unidad, de que la multiplicidad aparezca en ella unificada, trae indudablemente como consecuencia el que podamos percibirla como algo simple y bello al mismo tiempo.

El papel que juega la belleza en el descubrimiento de la verdad ha sido reconocido y subrayado en toda época. La expresión latina “Simplex sigillum veri” –“la simplicidad es el sello de la verdad”- aparece inscrita en grandes caracteres en el auditorio de física de la Universidad de Göttingen, a modo de admonición para quienes pretenden descubrir la verdad; otra expresión latina, “Pulchritudo splendor veritatis” –“la belleza es el resplandor de la verdad”- puede también interpretarse en el sentido de que el investigador puede reconocer la verdad en primer lugar por su resplandor, por la forma como resplandece su brillo.

En la historia de las ciencias exactas ha habido otras dos ocasiones en que ese llamativo resplandor de las grandes conexiones ha sido el signo decisivo de hallarse ante un avance significativo. Me estoy refiriendo a dos acontecimientos que han tenido lugar en la física de nuestro siglo: el surgimiento de la teoría de la relatividad, por una parte, y el de la teoría cuántica, por otra. En ambos casos, después de años de vanos esfuerzos por comprender, una desconcertante pléyade de detalles quedaba de pronto encajada dentro de un orden por la aparición de una conexión durante mucho tiempo no intuida, y sin embargo sumamente simple en su última esencia, que hacía que se la considerase inmediatamente convincente en virtud de su integridad y de su abstracta belleza. Convincente, naturalmente, para quienes podían entender y hablar ese lenguaje abstracto.

Pero ahora, en vez de proseguir por más tiempo el curso de los acontecimientos, formulemos la pregunta de un modo totalmente directo: ¿Qué es lo que resplandece aquí? ¿Cómo es que ese resplandor de la belleza permite reconocer en el campo de las ciencias exactas una gran conexión incluso antes de haber sido comprendida en detalle y antes de haber sido demostrada racionalmente? ¿En qué consiste el poder de tal iluminación, y qué influjo ejerce en el progreso de la ciencia?

Tal vez debiéramos empezar aquí por recordar un fenómeno, que podríamos describir como capacidad de despliegue de las estructuras abstractas. Cabe citar el ejemplo de la teoría de los números, a la que al comienzo nos referíamos, pero cabe también señalar otros procesos comparables que se han dado a lo largo de la evolución del arte. Como fundamento matemático de la aritmética o teoría de los números bastan unos pocos axiomas muy simples, que definen de hecho muy exactamente lo que significa el contar. Pero en esos pocos axiomas reside ya desde un principio toda la abundancia de formas que han ido irrumpiendo en las mentes de los matemáticos solamente a lo largo del curso de la historia del tema a que se refieren –en este caso - la teoría de los números primos, de los residuos cuadráticos, de las congruencias numéricas, etc.. Podría decirse que las estructuras abstractas implícitas ya en los números se han desplegado de modo visible solamente en el curso de la historia de la matemática, llegando a engendrar toda la riqueza de proposiciones y relaciones que componen el contenido de la ciencia complicada que es hoy en día la teoría de los números.

Algo semejante sucede –en los comienzos de un determinado estilo artístico en arquitectura- con ciertas formas básicas, muy simples, tales como el semicírculo y el rectángulo en el arte románico. De esas formas básicas surgen luego, a lo largo de la historia, otras formas nuevas más complicadas, e incluso alteradas, que pueden sin embargo ser consideradas, de algún modo, como variaciones sobre el mismo tema; y así, a partir de unas ciertas estructuras básicas, surge una nueva manera, un nuevo estilo constructivo. Tenemos, no obstante, la impresión de que las posibilidades para semejantes desarrollos eran ya perceptibles en las formas originales, incluso al comienzo; de otra forma, sería difícilmente comprensible que muchos artistas dotados hubiesen podido decidir tan rápidamente explorar esas nuevas posibilidades.






Un despliegue semejante a partir de unas estructuras abstractas básicas ha tenido lugar también sin duda en los casos que he enumerado a lo largo de la historia de las ciencias exactas. Esta expansión, este constante desarrollo de nuevas ramas, continuó sucediendo en la mecánica newtoniana hasta mediados del siglo XIX. Durante el siglo XX hemos presenciado un desarrollo semejante en el seno de la teoría de la relatividad y de la teoría cuántica, y esa expansión aún no ha llegado a su fin.

Más aún, en la ciencia, tanto como en el arte, este proceso ofrece también un importante aspecto ético y social, pues permite a muchos seres humanos tomar parte activa en el mismo. En la Edad Media, cuando se construía una gran catedral, se empleaba a muchos maestros albañiles y artesanos. Todos ellos estaban imbuidos de la idea de belleza implícita de las formas originales, y se sentían impulsados en su cometido a realizar su trabajo de un modo exacto y meticuloso de acuerdo con esas formas. De un modo semejante, durante los dos siglos que siguieron al descubrimiento de Newton, muchos matemáticos, físicos y técnicos en general fueron convocados para resolver problemas mecánicos específicos de acuerdo con los métodos de Newton, para llevar a cabo experimentos, o realizar aplicaciones técnicas; también aquí se requería proceder con un cuidado extremo a fin de alcanzar lo que fuera posible dentro de marco de la mecánica newtoniana.

Podríamos tal vez decir en términos generales que, partiendo de las estructuras subyacentes, en este caso las de la mecánica newtoniana, llegaron a establecerse criterios orientadores o incluso estándares valorativos, por comparación con los cuales podía objetivamente decidirse si una determinada tarea había sido bien o mal cumplida. El propio hecho de haberse establecido unas exigencias concretas, el hecho de que los individuos pudieran hacer pequeñas contribuciones al logro de unos objetivos más amplios, y el hecho de que el valor de tales contribuciones pudiera ser objetivamente establecido permitía que todo el amplio número de personas implicadas en la consecución de esos objetivos pudieran tener una satisfacción que procedía de todo el desarrollo previo de aquellas estructuras. De aquí que no haya que subestimas el significado incluso ético de la tecnología en nuestra época.

Pero con toda esta puntualización acerca de la evolución de la estructura fundamental de la belleza, acerca de los valores éticos y las exigencias consiguientes surgidas a lo largo de su desarrollo, aún no hemos respondido a la pregunta que antes habíamos planteado, a saber, ¿qué es lo que resplandece en estas estructuras?, ¿cómo se puede reconocer una gran conexión antes incluso de haber sido comprendida racionalmente en detalle? Aquí tendríamos que contar de antemano con la posibilidad de que tal reconocimiento pueda estar basado nada más que en una ilusión. Pero lo que no puede ponerse en duda es que ese reconocimiento perfectamente inmediato, ese estremecimiento ante lo bello del que habla Platón en su Fedro es algo que de hecho se da.

Todos cuantos se han ocupado de esta cuestión parecen estar universalmente de acuerdo en que ese reconocimiento inmediato no es consecuencia de un pensar discursivo (racional). Me gustaría citar aquí dos pasajes, uno de J. Kepler, al que ya nos hemos referido, y otro de nuestra época, del físico atómico de Zurich Wolfgang Pauli, que era amigo del psicólogo Carl Jung. El primer pasaje se encuentra en la obra de Kepler La armonía del mundo:

“Esa facultad que percibe y reconoce la nobleza de proporciones en lo que nos viene dado por los sentidos, y en otras cosas que están situadas fuera de sí mismas, debe ser adscrita al alma. Está muy cercana a la facultad que proporciona esquemas formales a los sentidos, o aún más profundamente, y por consiguiente adyacente a la energía puramente vital del alma, que no piensa de un modo discursivo, es decir, por medio de conclusiones, como hacen los filósofos, ni emplea ningún método determinado, y que por tanto no es sólo peculiar del ser humano, sino que reside también en los animales salvajes y en las bestias del campo…

Podríamos entonces preguntarnos cómo es que esta facultad del alma, que no se implica en un pensar conceptual y no puede por tanto adquirir un conocimiento adecuado de las relaciones armónicas, puede ser capaz de reconocer lo que viene dado en el mundo exterior. Puesto que reconocer significa comparar la percepción sensible de lo exterior con las imágenes originales internas, y juzgar de conformidad con ellas. Proclo ha expresado este tema con suma finura, poniendo como símil el despertar de un sueño. Porque así como las cosas del mundo exterior que nos presentan los sentidos nos recuerdan aquellas que antes hemos percibido en el sueño, así también las relaciones matemáticas captadas sensiblemente evocan en nosotros aquellos arquetipos inteligibles que figuraban ya de antemano en nuestro interior, de modo que ahora resplandecen verdadera y vívidamente en el alma, allí donde antes sólo estaban oscuramente presentes. ¿Pero cómo han llegado a nuestro interior?

A esto respondo que todas las Ideas puras o patrones armónicos arquetípicos, como son aquellos de que estamos hablando, están presentes de un modo inherente en todos aquellos que tienen la capacidad de aprehenderlos. Pero no son primeramente recibidos en la mente en virtud de un proceso conceptual, sino que son más bien producto de una especie de intuición instintiva puramente cuantitativa, y son innatos en aquellos individuos, así como en una planta es innato, digamos, en virtud de su principio formal, el número de pétalos, o en una manzana el número de cápsulas que contienen la semilla.”

Hasta aquí Kepler. Nos remite en este pasaje, por tanto, a posibilidades que se encuentran ya en el reino animal y vegetal, a arquetipos innatos que permiten reconocer las formas. En nuestros propios días, Adolf Portman ha puesto de relieve esas mismas posibilidades, refiriéndose por ejemplo a determinadas pautas de color que aparecen en el plumaje de las aves, y que pueden poseer un significado biológico solamente en el caso de que sean percibidas por otros miembros de la misma especie. La capacidad perceptiva tiene, pues, que ser tan innata como la propia pauta de color de la especie. Algo semejante sucede, en este sentido, con el canto de los pájaros. Al principio, la exigencia biológica puede que estuviera limitada simplemente a una señal acústica especial, indicadora de búsqueda de pareja y comprensible para esta última. Pero en la medida en que esa función biológica inmediata pierde importancia, puede producirse un lúdicro ensanchamiento de las formas sonoras posibles, desplegándose a partir de la estructura melódica subyacente, de modo que hasta una especie tan alejada de la suya como es el hombre pueda encontrar encantador el resultado.

La capacidad de reconocer ese juego de formas debe ser innato, en todo caso, en la especie de pájaros en cuestión, ya que desde luego no tienen necesidad de pensamiento racional discursivo. En el ser humano, por citar otro ejemplo, existe probablemente una capacidad innata de comprensión de ciertas formas básicas de lenguaje gestual, como por ejemplo, saber si el otro viene con intenciones hostiles o amistosas, lo que es de suma importancia cuando se vive con otros.

En un ensayo de Pauli se ponen de relieve ideas muy semejantes a las que hemos citado de Kepler. Pauli escribe:

“El proceso de comprensión de la naturaleza, unido al gozo que el hombre siente al comprender, esto es, al familiarizarse con nuevos conocimientos, parece, pues, descansar en una correspondencia, en un encaje congruente entre imágenes internas preexistentes en el alma humana y los objetos exteriores y su modo de comportarse. Esta concepción del conocimiento natural se remonta, por supuesto, a Platón, y fue… también plenamente adoptada por Kepler. Este último habla, en efecto, de Ideas preexistentes en la mente divina e impresas en el alma humana, como imagen que es de Dios. A estas imágenes primigenias,, que el alma puede percibir por medio de un instinto innato, Kepler las llama arquetipos. Concuerda esto en gran medida con las imágenes o arquetipos primordiales introducidos en la psicología moderna por C. G. Jung, que funcionan como patrones instintivos de ideación. En este nivel, el lugar de los conceptos nítidos es asumido por imágenes de contenido fuertemente emocional, que no son pensamientos, sino representaciones pictóricas, como si dijéramos que se ofrecen a los ojos de la mente.

En la medida en que estas imágenes son expresión de realidades entrevistas pero aún desconocidas, pueden también recibir el nombre de simbólicas, de acuerdo con la definición de símbolo propuesta por Jung. En cuanto agentes ordenadores y conformadores de este mundo de imágenes simbólicas, los arquetipos funcionan, de hecho, como el puente anhelado entre las percepciones sensibles y las Ideas, y constituyen por tanto un prerrequisito indispensable para el surgimiento de una teoría científica. Sin embargo, es preciso estar alerta al desplazar este a priori de conocimiento a la consciencia, y al ponerlo en relación con Ideas concretas formulables racionalmente.”






En el curso posterior de sus investigaciones, Pauli continúa mostrando que Kepler no dedujo primariamente su convencimiento de que el sistema copernicano era correcto de ningún dato concreto de observación astronómica, sino más bien de la concordancia de la descripción copernicana con un arquetipo, al que Jung da el nombre de mandala, y que fue también usado por Kepler como símbolo de la Trinidad. En el centro de la esfera se sitúa a Dios, como primer motor; el mundo, escenario de la obra del Hijo, se compara con la superficie de la esfera; el Espíritu Santo se corresponde con los rayos que irradian desde el centro a la superficie de la esfera. Naturalmente, una característica de estas imágenes primordiales es que no se las puede describir de modo racional, ni siquiera intuitivo.

Aunque es posible que Kepler obtuviera su convencimiento de que el sistema copernicano era correcto a partir de imágenes primordiales de este tipo, toda teoría científica válida sigue teniendo como prerrequisito decisivo de su validez la capacidad de resistir a la comprobación empírica y al análisis racional. A este respecto, las ciencias ocupan una posición más favorecida que las artes, pues para la ciencia existe un criterio de valor inexorable e irrevocable, al que no puede escapar ninguna teoría por mucho que pretenda ser una obra de arte. En el sistema de Copérnico, las leyes de Kepler y la mecánica de Newton han sido consiguientemente comprobadas – desde el punto de vista de la interpretación de los fenómenos, de las observaciones realizadas, y de la tecnología - con tal amplitud y con una precisión tan extrema, que después de los Principia de Newton nadie pudo seguir dudando de que eran correctos. No obstante, incluso aquí seguía habiendo implicada una cierta idealización, tal como Platón consideraba necesario y Aristóteles rechazaba.

Esto sólo se puso de manifiesto con toda claridad hace unos cincuenta años, cuando por los descubrimientos realizados en física atómica pudo verse que el esquema de conceptos newtoniano no podía servirnos para aplicarlos a los fenómenos mecánicos del interior del átomo. Desde que Planck descubrió el quantum de acción en 1900, reinaba en la física una gran confusión. Las antiguas normas, que habían permitido describir la naturaleza durante más de dos siglos, no encajaban ya con los nuevos descubrimientos. E incluso éstos resultaban en sí mismos contradictorios. Una hipótesis, comprobada en un experimento, podía fallar en otro. La belleza e integridad de la antigua física parecía haber quedado destruida, sin que hubiera nadie capaz de ofrecer una intuición auténtica de alguna nueva y diferente especie de conexión a partir de los experimentos, a menudo dispares, realizados.

No sé si es adecuado comparar el estado de la física en aquellos veinticinco años siguientes al descubrimiento de Planck (con quien me encontré de joven, como estudiante), con las circunstancias que rodean al arte contemporáneo. Pero debo confesar que esta comparación acude a menudo a mi mente. La sensación de desvalimiento ante la cuestión de qué hacer con toda una serie de fenómenos desconcertantes, las lamentaciones por las conexiones ahora perdidas pero que siguen pareciendo tan convincentes; todo este tipo de quejas han afectado de un modo semejante a ambas disciplinas en su período correspondiente, pese a las diferencias que las separan. Evidentemente se trata aquí de una etapa necesaria, que no puede ser pasada por alto, y que es en realidad preparatoria de nuevos desarrollos por venir. Pues, como decía Pauli, toda comprensión sucede siempre con retraso, y se inaugura en procesos inconscientes mucho antes de que su contenido consciente pueda ser formulado de modo racional.

Pero en ese momento, cuando surgen las verdaderas Ideas, sucede en el alma de quien las percibe un proceso totalmente indescriptible de la mayor intensidad. Es el asombro sobrecogido de que habla Platón en su Fedro y que siente el alma al recordar, por así decir, algo que había poseído inconscientemente desde siempre. Kepler dice: “Geometria est archetypus pulchritudinis mundi”; es decir, traducido en términos más generales, “las matemáticas son el arquetipo de la belleza del mundo”. En física atómica ese proceso tuvo lugar hace unos cincuenta años, y ahora las ciencias exactas se ven de nuevo restauradas en aquel estado de armoniosa integridad que habían perdido durante un cuarto de siglo, si bien bajo presupuestos enteramente nuevos. No veo razón alguna para que no deba suceder lo mismo un día en el campo del arte. Pero es preciso añadir, a modo de advertencia, que un proceso semejante tiene que ocurrir por sí mismo: no es posible hacer que suceda.

He querido resaltar este aspecto de las ciencias exactas porque en él resulta más patente su afinidad con las bellas artes, y porque desde él se puede contradecir más fácilmente esa falsa concepción de que la ciencia natural y la tecnología sólo tienen que ver con la observación precisa y racional y con el pensamiento discursivo. Cierto que el pensamiento racional y las mediciones cuidadosas forman parte del trabajo del científico, de igual forma que el martillo y el cincel son indispensables en la tarea del escultor. Pero en uno y otro caso no se trata más que de instrumentos, no pertenecen al contenido de la obra.






Tal vez ahora que nos acercamos al final convenga recordar una vez más aquella segunda definición del concepto de belleza, que tiene su origen en Plotino, y en la que no se hace mención ni de las partes ni del todo: “La belleza es la transparencia del resplandor eterno de lo ‘uno’ a través del fenómeno material”. Hay períodos importantes en el arte en los que esta definición resulta más apropiada que la primera, y solemos mirar hacia ella con nostalgia. Pero en nuestra época resulta difícil hablar de belleza en este aspecto, y posiblemente sea una buena norma acomodarse a las costumbres de la época que a uno le toca vivir y guardar silencio sobre aquello que resulta difícil expresar. En realidad, ambas definiciones no están tan lejos la una de la otra. Contentémonos, pues con la primera y más sobria definición de la belleza, que ciertamente se cumple también en el ámbito de la ciencia natural, y declaremos que también en las ciencias exactas, no menos que en las artes, la belleza es la fuente más importante de iluminación y claridad.

Werner Heisenberg


Extractado por Pablo Cáceres de
Cuestiones Cuánticas.- Editorial Kairos

Nautilus blanco: obra de arte fractal de Vicky Brago-Mitchel
Mandala: Doug Harrington
Rostro femenino: Leonardo da Vinci

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