sábado, 13 de junio de 2009

PITAGORAS ::LOS MISTERIOS DE DELFOS::

Conócete a ti mismo, y conocerás el Universo y los Dioses (Inscripción del templo de Delfos)

El sueño, el Ensueño y el Éxtasis son las tres puertas abiertas sobre el Más Allá, de donde nos vienen la ciencia del alma y el arte de la adivinación.

La Evolución es la ley de la Vida.
El Número es la ley del Universo.
La Unidad es la ley de dios.

El alma de Orfeo había atravesado como un divino meteoro el tempestuoso cielo de la Grecia naciente. Desaparecido él, las tinieblas lo invadieron nuevamente. Después de una serie de revoluciones, los tiranos de Tracia quemaron sus libros, derribaron sus templos, expulsaron a sus discípulos. Los reyes griegos y muchas ciudades, más envidiosos de su desenfrenada licencia que de la justicia que se desprende de las puras doctrinas, los imitaron. Pretendióse borrar su recuerdo, destruir sus últimos vestigios, y todo estuvo tan bien hecho que algunos siglos después de su muerte una parte de Grecia dudaba de su existencia. En vano los iniciados conservaron su tradición durante más de mil años; en vano Pitágoras y Platón hablaban de él como de un hombre divino; los sofistas y los rectores ya no lo veían más que como una leyenda acerca de los orígenes de la música. Aún en nuestros días los eruditos niegan porfiadamente la existencia de Orfeo. Se apoyan principalmente! en el hecho de que ni Homero ni Hesíodo pronunciaron su nombre. Pero el silencio de esos poetas se explica solamente por la prohibición que los gobiernos locales habían impuesto sobre el gran iniciador. Los discípulos de Orfeo no perdían ocasión alguna para referir todos los poderes a la autoridad suprema del templo de Delfos y no cesaban de repetir que era preciso someter al consejo de los antictiones las diferencias producidas entre los diversos Estados de Grecia. Eso molestaba a los demagogos tanto como a los tiranos. Homero -que probablemente recibió su iniciación en el santuario de Tiro, y cuya mitología es la traducción poética de la teología de Sankoniaton-, el jonio Homero bien pudo ignorar al dorio Orfeo, cuya tradición era tanto más secreta cuanto más perseguida estaba. En cuanto a Hesíodo, nacido cerca del Parnaso, debió de conocer su nombre y su doctrina por el santuario de Delfos; pero sus iniciadores le impusieron silencio, y con razón.

Entre tanto, Orfeo vivía en su obra, vivía en sus discípulos y en los mismos que lo negaban. ¿Qué es esa obra? ¿Dónde hay que buscar esa alma vital? ¿En la oligarquía militar y feroz de Esparta, donde la ciencia es despreciada, la ignorancia erigida en sistemas, la brutalidad exigida como un complemento del valor? ¿En esas implacables guerras de Mesenia, donde se viera a los espartanos perseguir hasta el exterminio a un pueblo vecino, y a esos romanos de Grecia anunciar la roca Tarpeya y los sangrientos laureles del Capitolio cuando arrojaron al abismo al heroico Aristómenes, defensor de su patria? ¿Acaso en la democracia turbulenta de Atenas, siempre presta a caer en la tiranía? ¿En la guardia pretoriana de Pisístrato o en el puñal de Harmodio y de Aristogitón, oculto bajo una rama de mirto? ¿En las ciudades numerosas de la Hélade de la Gran Grecia y del Asia Menor, donde Atenas y Esparta ofrecen los dos tipos opuestos? ¿En todas esas democracias y tiranías! envidiosas, celosas y siempre dispuestas a destrozarse entre sí? No, el alma de Grecia no está allí. Está en sus templos, en sus Misterios y en sus iniciados. Está en el santuario de Júpiter en Olimpia, en el de Juno en Argos, en el de Ceres en Eleusis; reina sobre Atenas con Minerva, irradia desde Delfos con Apolo, que domina y penetra en todos los templos con su luz. Ese es el centro de la vida helénica, el cerebro y el corazón de Grecia. Ahí van a instruirse los poetas que traducen a la multitud las verdades sublimes en vivientes imágenes, los sabios que la propagan con dialéctica sutil. El espíritu de Orfeo circula donde quiera que palpite la Grecia inmortal. Volvemos a encontrarlo en las luchas poéticas y gimnásticas, en los juegos de Delfos y de Olimpia, instituciones felices que imaginaron los sucesores del maestro para acercar y refundir las doce tribus griegas. Lo tocamos con el dedo en el tribunal de los anfictiones, en esa asamblea de los grandes iniciados, corte ! suprema y arbitral que se reunía en Delfos, gran poder de justicia y concordia, el único donde Grecia volvió a hallar su unidad en horas de heroísmo y abnegación.

Sin embargo, esa Grecia de Orfeo, que tenía por intelecto una pura doctrina conservada en los templos, por alma una religión plástica y por cuerpo una alta corte de justicia centralizada en Delfos, comenzaba a declinar desde el siglo VII.

Las órdenes de Delfos ya no eran respetadas, violábanse los territorios sagrados. Es que había desaparecido la raza de los grandes inspirados, poderes políticos; los propios Misterios comenzaron desde entonces a corromperse. El aspecto general de Grecia había cambiado. La antigua realeza sacerdotal y agrícola era reemplazada por la tiranía pura y simple, por la aristocracia militar o por la democracia anárquica. Los templos habíanse tornado impotentes para prevenir la disolución amenazante. Precisaban una nueva ayuda. Habíase hecho necesaria una vulgarización de las doctrinas esotéricas. Para que el pensamiento de Orfeo pudiera vivir y difundirse en todo su esplendor, era preciso que la ciencia de los templos pasara a las órdenes laicas. Y se deslizó, tras diversos disfraces, en la cabeza de los legisladores civiles, en las escuelas de los poetas, bajo los pórticos de los filósofos. Estos sintieron para su enseñanza la misma necesidad que Orfeo había reconocido para la religión, la de dos doctrinas: una pública, otra secreta, que exponían la misma verdad en medida y forma diferentes, apropiadas al desarrollo de sus alumnos. Dicha evolución dio a Grecia sus tres grandes siglos de creación artística y de esplendor intelectual. Permitió al pensamiento órfico, que es a la vez el impulso primero y la síntesis ideal de Grecia, concentrar toda su luz e irradiarla sobre el mundo entero, antes que su edificio político, minado por las disensiones intestinas, se sacudiera bajo los golpes de Macedonia para desmoronarse finalmente por la férrea mano de Roma.

La evolución de que hablamos tuvo numerosos obreros. Suscitó físicos como Tales, legisladores como Solón, poetas como Píndaro, héroes como Epaminondas; pero tuvo un jefe reconocido, un iniciado de primer orden, una inteligencia soberana, creadora y ordenadora. Pitágoras es el maestro de la Grecia laica, como Orfeo lo es de la Grecia Sacerdotal. Traduce, continúa el pensamiento religioso de su predecesor y lo aplica a los tiempos nuevos. Pero su traducción es una creación, pues coordina las inspiraciones órficas en un sistema completo; les suministra la prueba científica en su enseñanza y la prueba moral en su instituto de educación, en la orden pitagórica que le sobrevive.

Aunque haya aparecido en la plena luz de la historia, Pitágoras ha quedado como un personaje casi legendario. La razón principal de ello es la persecución encarnizada de que fue víctima en Sicilia y que costó la vida a tantos pitagóricos. Algunos perecieron aplastados bajo los escombros de su escuela incendiada, otros murieron de hambre en un templo. El recuerdo y la doctrina del maestro solamente se perpetuaron a través de los discípulos que consiguieron huir a Grecia. Platón, con gran esfuerzo y a alto precio, se procuró por intermedio de Arquitas un manuscrito del maestro, que por otra parte jamás escribió su doctrina esotérica sino en signos secretos y bajo forma simbólica. Su verdadera acción, como la de todos los reformadores, ejercíase por la enseñanza oral. Pero la esencia del sistema consiste en los Versos dorados de Lisis en el comentario de Hierocles, en los fragmentos de Filolao y de Arquitas, así como en el Timeo de Platón, que contiene la cosmogonía de Pitágoras. Por último, los escritores de la antigüedad están rebosantes del filósofo de Crotona. Nos transmiten las anécdotas que pintan su sabiduría, su belleza y su maravilloso poder sobre los hombres. Los neoplatónicos de Alejandría, los gnósticos y hasta los primeros Padres de la Iglesia lo citan como una autoridad. Preciosos testimonios, donde vibra siempre la poderosa oleada de entusiasmo que la gran personalidad de Pitágoras supo comunicar a Grecia y cuyas últimas sacudidas son todavía sensibles ocho siglos después de su muerte.

Vista desde lo alto, examinada con las claves del esoterismo comparado, su doctrina presenta un magnífico conjunto, un todo solidario cuyas partes están ligadas por una concepción fundamental. Encontramos allí una reproducción razonada de la doctrina esotérica de la India y de Egipto, a la cual da la claridad y la simplicidad helénica añadiéndole un sentimiento más enérgico, una idea más neta de la libertad humana.

En la misma época, y sobre diversos puntos del globo, grandes reformadores vulgarizaban doctrinas análogas. Lao -Tsé salía en China del esoterismo de Fo-hi; el último Buda, Sadkya-Muni, predicaba a orillas del Ganges; en Italia, el sacerdocio etrusco enviaba a Roma un iniciado provisto de libros sibilinos; el rey Numa, que procuró refrenar con prudentes instituciones las ambiciones amenazadoras del Senado Romano. Y no por obra del azar dichos reformadores aparecen al mismo tiempo entre pueblos tan diversos. Sus diferentes misiones concurren a una finalidad común. Prueban que, en ciertas épocas, una misma corriente espiritual atraviesa misteriosamente toda la humanidad. ¿De dónde procede? De ese mundo divino que está fuera de nuestra vista, pero del cual los genios y los profetas son enviados y testigos.

Pitágoras atravesó el mundo antiguo antes de decir su palabra en Grecia. Vio al África y Asia, a Menfis y Babilonia, vio su política y su iniciación. Su vida tempestuosa parece un navío lanzado en plena tormenta; con las velas desplegadas persigue su fin sin desviarse de la ruta, imagen de la calma y la fuerza en medio de los elementos desencadenados. Su doctrina da la sensación de una noche fresca que sucede a los agudos fuegos de una jornada abrumadora. Hace pensar en la belleza del firmamento, que despliega poco a poco sus archipiélagos centelleantes y sus armonías etéreas sobre la cabeza del observador.

Procuremos despojar a una y otra de las oscuridades de la leyenda y de los prejuicios de la escuela.

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