martes, 1 de septiembre de 2009
LOS ATRIBUTOS DE LA GRAN ALMA
Los atributos de la Gran Alma se pueden formular de una manera muy simple. Son inevitables y aunque a veces en el camino nos alejemos un tiempo de ellos la vida se encarga de hacerlos emerger en los momentos cruciales. Son tres:
1. Asentimiento y servicio a la vida
Como seres humanos gozamos de conciencia, somos una extraña clase de mamíferos con capacidad de desdoblamiento, de ser nuestros propios testigos, de observarnos. Podemos dibujar nuestros pensamientos, proyectarnos en un tiempo futuro o revisarnos en un tiempo pasado, incluso podemos tratar de cambiarnos. Somos mamíferos autorreferenciales.
Eso nos ha permitido creer que nuestro yo es el centro del universo, hasta el punto de que se ha popularizado la idea omnipotente de que cada persona crea la realidad con sus pensamientos. Se dice con grandes eslóganes en el mundo del conocimiento postmoderno: la realidad no existe, cada persona construye su realidad de una manera subjetiva. Y esto es cierto, pero sólo en parte. Es obvio que lo que pensamos y nuestra actitud ante la vida determina nuestras vivencias, y, por tanto, nuestro bienestar o malestar. Es verdad que cada uno puede construir con sus pensamientos un cielo o un infierno, y se sabe que quien piensa en soluciones las atrae con más facilidad que quién piensa en problemas. Sin embargo, no somos los únicos dueños de nuestra vida. A lo sumo cuidamos la vida que se nos ha dado y tratamos de gobernarla y conducirla por los cauces para los que estamos dotados. Podemos elegir cómo reaccionar ante los hechos de la vida, pero es ilusorio creer que la moldeamos según nuestros pequeños deseos personales. Nuestra vida no nos pertenece, pertenece al flujo continuado de la existencia. Ni la hemos creado ni la podemos destruir. Se creó y se terminará según una ley que así lo quiere. Nadie elige vivir y tampoco morir.
Por lo tanto, no somos los dueños sino los servidores de la vida. Todo sufrimiento es un grito que niega este hecho. Por el contrario, cualquier desarrollo se inclina ante lo que es y permite que actúe en su misterio. En la Gran Alma no existe negación, sólo el Sí, y esto expresa un amor natural a todo lo existente.
2. Silencio
El silencio acalla todas las voces y formas del vivir, y al mismo tiempo las abarca, llenándolas de dulzura y del brillo de la existencia.
En la Gran Alma no hay distinciones y el lenguaje calla, ya que todo decir o todo pensar usa las palabras, el sonido y las imágenes. El misterio de la Gran Alma emerge donde el silencio se consolida. Como enseña el Buda, en el pequeño intersticio entre dos pensamientos hallamos el Ser, advertimos nuestra verdadera naturaleza. En el vacío, en el silencio, el Gran Alma florece. Es algo parecido a un cielo limpio y despejado que constantemente es llenado por pesadas nubes, que simbolizan las innumerables formas que la vida crea. Las nubes pasan pero el cielo permanece impoluto, inalterado.
Hacer distinciones y comparaciones, abrir y reconocer diferencias en el universo, es la puerta de entrada al conocimiento funcional, necesario para el ordenamiento práctico del vivir. Lo malo es cuando este conocimiento gana preponderancia y trata de ocupar todo el espacio mental. Entonces se convierte en carcelero, aprisionando el recuerdo de quiénes somos en esencia, de nuestra verdadera naturaleza.
¿Acaso el “conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos se refiere a conocer nuestros rasgos de personalidad, nuestro repertorio de conceptos, discurso y conductas, o más bien se refiere a aquello que es inasible en la forma e inalterado, al Ser desnudo, despojado de contornos? ¿El oráculo apunta a las formas, a la esencia o a ambas?
3. Alegría
Sostener una mirada más amorosa y abierta a lo que es, aceptarlo y apreciarlo, nos permite conectarnos con un estado natural de contento. Se trata de la simple alegría porque sí, sin motivo. La felicidad porque sí.
Hay dos tipo de alegría, la alegría por algo y la alegría por nada. La primera tiene que ver con el ganar, con lo que conseguimos y logramos. Es maravillosa y nos expande. La segunda en cambio, es la cosecha después de haber perdido, después de haber sufrido los tormentos del desprendimiento de lo que fue importante y la vida nos quitó. Viene después de la aceptación del vacío y la conformidad que nos quedan al final de una pérdida. Es libre, risueña, espontánea, silenciosa o alborozada, y sobre todo contemplativa. No nos expande sólo a nosotros, sino a los demás y a todo aquello que encuentra a su paso. Realza la belleza de los otros y de la vida.
San Agustín lo expresó de forma certera: “La felicidad consiste en el proceso de tomar con alegría lo que la vida nos da (esta es la felicidad por algo, la de ganar, que nos expande) y soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita (esta es a felicidad por nada y expande a la vida y a los demás; es una felicidad espiritual)”.
Por lo tanto la felicidad es el resultado de una ecuación que combina dos variables. La primera consiste en empeñarse, a arriesgarse y apostar por la vida con todas nuestras fuerzas siguiendo la dirección de lo que nos mueve, de lo que nos importa. Esta es la alegría de expandirse a través de los logros y las realizaciones. La otra variable tiene que ver con nuestra capacidad para sintonizar y navegar con los propósitos de la vida, aunque no encajen con nuestros deseos personales. Entonces le abrimos la puerta al invitado de honor que es la vida tal como actúa y se manifiesta y es. Esta es la alegría de volver a ser desnudos como niños, con independencia de cómo nos va y de cómo son las cosas. Pues en el trasfondo de todo yace una sonrisa inalterable, también en el trasfondo de cada uno, en el puro centro de nuestro pecho.
En definitiva, por un lado somos mamíferos y apegados, necesitamos el amor y los vínculos. En este sentido estamos unidos en el Alma Gregaria. Por otro lado pertenecemos a la Gran Alma, que nos abarca y nos trasciende. En ella la alegría es natural, por nada; en ella todo está iluminado. Incluso las penumbras resplandecen. En la Gran Alma, el mamífero que somos encuentra refugio para su sufrimiento. En ella la vida canta imperturbable sus alabanzas, incluso en medio del dolor, o a través del dolor. Somos mamíferos y somos iluminados, y ambas cosas al mismo tiempo. Somos el cuerpo de la vida sometidos a sus vaivenes emocionales pero también somos la luz que fecunda a este cuerpo. Somos el descenso vertiginoso, que a veces nos aterra, hacia el valle del morir, pero al mismo tiempo somos la nada luminosa que con la muerte reencontramos y que tal vez no hemos llegado a olvidar por completo.
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