domingo, 30 de mayo de 2010

EL FIN DE HIPATÍA/Mario Satz



La mujer dejó los poliedros regulares de madera junto a la ventana que daba al mar, suspiró e hizo caso omiso a la gritería que llegaba desde la calle. Hacía menos de una década que la turba cristiana había destruido la biblioteca del Serapeum, llamada la Hija. Ahora, en la Madre, ubicada en el corazón mismo del Museion fundado por el rey Ptolomeo Soter, los restos del vástago habían vuelto al seno fresco de su progenitora junto a los papiros enrollados con las fórmulas de Babilonia, las letanías de Menfis y los versos de Calímaco y Teócrito. Los textos de metalurgia y medicina subían por las estanterías de madera muy cerca de las albercas en las que nenúfares tranquilos desplegaban blancos de paz sobre una crispación tan invisible como inminente. La mujer había hablado con sus alumnos por la mañana para explicarles la precisión de Platón en sus juicios geométricos, agregando que nada era más universal que el triángulo, el círculo y el prisma. Diciéndoles que así estaban escritos los íntimos secretos de la naturaleza, en figuras y números.

La mujer tenía la sensación de vivir en una nave de luz que con dificultad surcaba una negra tormenta entre olas de ignorancia, desprecio y futilidad. Era respetada por sus discípulos y amigos y, a su vez, como alumna de los maestros del Museion, respetaba a sus ancianos mentores. Se sabía viviendo en un área de privilegio que constituía, también, la prolongación didáctica de un foco cultural anterior. Muy cerca de allí, entre las ásperas pirámides ocres de los primeros faraones, la Per Ankh o Casa de la Vida había sido, para los escribas y sabios, una suerte de Museion. Todas las bibliotecas eran hijas de otras bibliotecas como los hombres hijos de las mujeres. Más allá de la serenidad de los papiros y más acá del instrumental de los astrónomos y los físicos, se oía el ronco jadeo de la masa liderada por Cirilo, el hirsuto patriarca. Intolerante y cruel. Aquel para quien un dios nacido en Palestina, muerto y resucitado no tenía nada que ver con Osiris, ni su madre virgen con Isis la Sabia, ni el pomposo amor por el prójimo con el prójimo real.

La obra de la mujer abarcaba tres textos sobre geometría euclidiana comparada con la arquitectura egipcia más un libro de dibujos. En esos momentos culminaba otro sobre la filosofía de lo curvo y de lo recto. Era morena, pequeña y tenía ojos claros. No se había casado, pero conocía a los hombres lo suficiente como para tolerar sus fatuidades, apartarse de sus iras y admirar sus candores. Si los números de oro de Pitágoras hubieran sido criaturas las hubiese desposado o adoptado, tanta admiración y belleza le merecían. En ello pensaba al salir del Museion a la hora en que la clepsidra del patio marcaba el declive del sol. Subió a su vehículo y dio orden al servidor nubio de que la llevara a su casa. Soplaba una brisa que olía a incendio, a carne quemada, y llegaba hasta ella envuelta en alaridos. La mujer no tuvo tiempo de saber si aquello era una plaga de langostas gigantes o la horda del patriarca Cirilo. La golpearon, desmayaron y llevaron al Serapeum. Con manos sucias y ansiosas arrancaron las baldosas geométricas que ella misma había dibujado en la biblioteca Madre. Eran azules, blancas y rosadas. Los golpes le quebraron primero los brazos y luego los pies. El dolor la paralizó y el tufo del incienso que esparcía sobre las baldosas el patriarca Cirilo le pareció abominable. Vio estrellas que nacían bajo los golpes, tenues formas del padecimiento. Vio morir con ella a Platón y a Plotino, a Porfirio y a los teoremas de Filadelfo que, en cierto modo, eran ilustrados por aquellas piezas cuadradas y duras, instrumentos de su muerte. Unos momentos antes de desvanecerse para siempre pensó que la cultura de los hombres comenzaba arrastrándose, jadeando, llorando y amando hasta llegar a la cifra vertical, al momento sin sombras del mediodía arquitectónico para, tras mirarse unos instantes en los ciclos eternos y los espejos de cristal de los axiomas, volver a caer en el llanto y la ciénaga de los sentimientos, entre el desprestigio del pensamiento y el orgullo de las lágrimas y la sangre, que anega por igual y en su denso fluir suspiros de amor e ideas de pena. Allí estaba ella ahora, desgarrada, tendida como un papiro verde destrozado por el viento del odio sobre la geométrica herencia de los sabios helenos. Antes de expirar se dijo a sí misma que:´´ Rota la perfección de las formas, desquiciado el saber, un errático alarido proclama la furia de su fe´´.

La mujer se llamaba Hipatía y murió asesinada una tarde de otoño del año 415 en Alejandría. Poco más de mil años después, desconociéndola, el monje cristiano Luca Paccioli la honró venerando los mismos poliedros platónicos en una obra cuya divina proporción aún nos asombra. La belleza se detiene en el número, pero el número acaba, tarde o temprano, por destrozarla.

Mario Satz

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