lunes, 2 de noviembre de 2009

Paracelso (1929) Conferencia de C. G. Jung



[De los "Textos Esenciales" de Paracelso, edición de Jolande Jacobi. Epílogo de C.G.Jung. Siruela]

El extraño individuo Philippus Aureolus Bombast von Hohenheim, llamado Theophrastus Paracelsus , nació aquí en el año 1493, el 10 de noviembre. Su espíritu medieval, y sin embargo tan librepensador, no nos tomará a mal que, en cortés desacuerdo a las costumbres de su tiempo, echemos para empezar un breve vistazo al Sol que apadrinó su nacimiento. Su Sol estaba bajo el signo del Escorpión, que según una antigua tradición es un buen signo para médicos, maestros en los venenos y en la curación. El dominante de Escorpión es el orgulloso y combativo Marte, que otorga al fuerte valor guerrero y al débil espíritu pendenciero y amargura. Y en verdad que la posterior vida de Paracelso no ha negado esta ingenuidad.
Si volvemos ahora la vista desde el cielo a la tierra de su nacimiento, veremos su casa paterna recostada en un profundo, solitario y umbrío valle, rodeado de rampantes y lúgubres montañas que bordean en círculo las pantanosas colinas y valles de la melancólica Einsiedeln. En présaga cercanía se alzan las aún más elevadas cumbres de los Alpes, el poder de la tierra supera visiblemente la arbitrariedad del hombre, y le mantiene, amenazante, vivo en su concavidad y sometido a su voluntad. Aquí, donde la Naturaleza es más grande que el hombre, nadie escapa a ella; el frío del agua, la inmovilidad de la roca, la nudosidad y dureza de las raíces del bosque y lo escarpado de las pendientes forman dentro del alma del allí nacido algo que actúa de un modo inextirpablemente vivo, y da al suizo testarudez, resistencia, lentitud y orgullo natural que se ha interpretado ya de muchos modos, favorable o desfavorablemente, como independencia o como tozudez. («Le Suisse est caractérisé par un noble esprit de liberté, mais aussi par une certaine froideur per agréable», escribió un francés es una ocasión.)
Padre Sol y madre Tierra parecen haber sido más padres del carácter de Paracelso que su progenitor de sangre. Paracelso no era, por lo menos por parte de padre, un suizo, sino un suabo, un hijo de Wihelm Bombast, descendiente ilegítimo de Georg Bombast von Hohenheim, Gran Maestre de los caballeros de San Juan de Jerusalén. Pero nacido en el distrito feudal de los Alpes, en el seno de una tierra poderosa que le hizo suyo sin perjuicio de su sangre, según la ley de la «x de la disposición espacial», Paracelso vino al mundo con el carácter de un suizo.
Su madre procedía de Einsiedeln, y desconocemos la influencia que tuvo sobre él. Su padre en cambio fue de naturaleza problemática. Había venido aquí como médico, y se había asentado en la quebrada en que zorros y liebres se daban las buenas noches, en la ruta de los peregrinos. ¿Con qué derecho él, el hijo ilegítimo, llevaba el noble nombre de su padre? Se intuye la tragedia del ilegítimo: un hombre sombrío, solitario y desposeído, que se recluye en el aislamiento del valle boscoso con el resentimiento hacia su patria, y que sin embargo, con ansia inconfesada, recibe de los peregrinos las noticias del mundo exterior al que no volverá. Llevaba en la sangre la vida de la nobleza y el ancho mundo, y allí permanecieron enterrados. Nada tiene un efecto mayor sobre el entorno psíquico de los hombres, especialmente de los niños, que la vida no vivida por los padres. De este padre podíamos esperar la mayor influencia antitética sobre el joven Paracelso.
Un gran amor, un amor excluyente, le une al padre. Es la única persona en la que piensa con amor. Un hijo de tal manera fiel pagará la deuda del padre. Toda la renuncia del padre se transformará en el hijo en ambiciosa pretensión. El resentimiento y el inevitable sentimiento de inferioridad del padre convertirá al hijo en vengador de la injuria contra el padre. Será su espada contra toda autoridad,, y como contrafigura del propio padre combatirá todo lo que atente a la potestas patris. Lo que el padre perdió o a lo que renunció, éxito y fama del nombre, vida e independencia en el ancho mundo, él tiene que recuperarlo, y siguiendo una trágica ley tendrá que enemistarse incluso con sus amigos, como consecuencia inevitable de la vinculación deparada por el destino con su único amigo, su padre, porque a la endogamia espiritual le corresponden graves castigos del destino.
Como ocurre no pocas veces la Naturaleza le equipó especialmente mal para el papel de vengador, porque en vez de un cuerpo de revoltoso heroico le dio una estatura de unos 150 cm, un aspecto enfermizo, un labio superior demasiado corto que no cubría los dientes por completo (una característica no infrecuente entre gentes nerviosas) y, según parece, una pelvis cuya feminidad llamó la atención cuando en siglo XIX se exhumaron sus restos en Salzburgo . Incluso circuló la leyenda de que había sido eunuco, de lo que, por lo que a mí concierne, no hay ulterior confirmación. En todo caso el amor no parece haber trenzado sus rosas en su existencia terrena, y sus conocidas espinas le eran superfluas, dado que su carácter era de por sí bastante espinoso.
Apenas tuvo edad para portar armas, el hombrecillo se ciñó una gran espada de la que raras veces se separaba, tanto menos cuanto que en su puño esférico ocultaba sus píldoras de láudano, su verdadero arcano. Así armado –una figura no carente de comicidad-, se lanzó tempranamente al ancho mundo, a viajes singulares y aventureros que le llevaron a través de Alemania, Francia, Italia, los Países Bajos, Dinamarca, Suecia y Rusia. Como un maravilloso taumaturgo, casi como un segundo Apolonio de Tyana, la leyenda dice que viajó también a África y Asia, donde descubrió los secretos de los grandes. Nunca llevó a cabo estudios regulares, porque la sujeción a la autoridad era tabú. Fue un hombre hecho a sí mismo, que característicamente se apropió de la divisa Alterius non sit qui suus esse potest , una divisa de suizo entera y verdadera. Todo aquello con lo que Paracelso topó en sus viajes quedará para siempre en sombras, pero probablemente fue una y otra vez lo que le pasó en Basilea. En 1525, como médico famoso, fue llamado a Basilea por el concejo; este último actuaba a todas luces en uno de esos históricos ataques de despreocupación que se repiten ocasionalmente a lo largo de los siglos, como demuestra la llamada al joven Nietzche. La llamada tenía un trasfondo algo penoso, ya que en aquella época Europa sufría una plaga de sífilis sin precedentes, desatada después de la campaña de Nápoles. Paracelso ocupó el cargo de médico de la ciudad, pero no revistió la dignidad del cargo conforme al gusto ni de la universidad ni de un público elogioso. En primer lugar, escandalizó porque se dirigía a su auditorio en la lengua de los criados y las sirvientas, el alemán, y en última instancia porque en vez de llevar los ropajes del cargo se mostraba en las calles en guardapolvo de laboratorio. Para sus colegas era la bestia negra, y no dejaban títere con cabeza en lo referente a sus publicaciones médicas. Se le insultó llamándole «toro loco» y «asno silvestre de Einsiedeln». Él devolvía tales y similares epítetos en un lenguaje escogidamente sucio, lo que no era en modo alguno un espectáculo edificante.
En Basilea sufrió un golpe inevitable del destino que influyó profundamente en su vida: perdió a su amigo y discípulo predilecto, el humanista Johannes Oporinus, que le traicionó en toda regla y suministró a sus adversarios las armas más poderosas contra él. El propio Oporin se arrepentiría más delante de su deslealtad, pero ya era demasiado tarde. El daño era irreparable. Pero nada logró suavizar la conducta camorrista, arrogante y pendenciera de Paracelso; al contrario, esta traición no hizo sino incrementarla. Pronto volvió a viajar, la mayoría de las veces en la miseria, a menudo reducido al estado de la mendicidad.
A los treinta y ocho años, se produce en sus escritos un cambio característico: junto con los temas médicos, hacen su aparición los filosóficos. «Filosófica» no es, en todo caso, una denominación del todo correcta para su manifestación intelectual. Habría que calificarla más bien de «gnóstica». Superada pues la mitad de la vida, se produce ese curioso cambio espiritual que bien podría calificarse de giro en la orientación espiritual de la vida. En pocas personas este cambio sutil aparece claramente como giro en la superficie. En la mayoría sucede, como todas las principales cosas de la vida, por debajo del umbral de la conciencia. En las mentes importantes, este cambio se manifiesta en forma de transformación del intelecto en una especie de espiritualidad especulativa o intuitiva, como vemos por ejemplo en Newton, Swedenborg y Nietzche, por citar tres grandes nombres. En Paracelso el espacio que queda entre los opuestos no es tan grande, pero aun así es notable.
Con esto llegamos, tras toda la exterioridad e insuficiencia de la vida personal, al Paracelso hombre de espíritu, y con ello entramos en un mundo de ideas que al hombre de hoy, si no tiene conocimientos muy específicos de la situación intelectual de la Baja Edad Media, tiene que parecerle enormemente oscuro e intrincado. Ante todo –a pesar de su aprecio por Lutero-, Paracelso murió como un buen católico, en la más asombrosa contradicción con su filosofía pagana. Sin duda se puede suponer que el catolicismo era para él simplemente un estilo de vida. Era un hecho tan obvio y sencillamente incomprensible para él que ni siquiera se convirtió en objeto de sus meditaciones; de lo contrario, le habría conducido a una peligrosa confrontación con la Iglesia y con su propio ánimo. Paracelso era, al parecer, una de esas personas que guardan su intelecto en un cajón y su ánimo en otro, de manera que pueden pensar alegremente con el intelecto en algo sin correr el riesgo de chocar con sus creencias sentimentales. Al fin y al cabo, es un comprensible alivio que una mano no sepa lo que hace la otra. Es de una curiosidad ociosa querer saber que habría ocurrido si ambas se hubieran encontrado. En aquel tiempo preferían no encontrarse; es una de las características de aquella extraña época, tan enigmática como la situación espiritual de un Alejandro VI y de todo el alto clero del Cinquecento. E igual que bajo los umbrales de la Iglesia reafloraba el sonriente paganismo del arte, tras el telón de la filosofía escolástica se animaba el antiguo paganismo del espíritu en un renacimiento del neoplatonismo y la filosofía natural. Entre los representantes de este movimiento estaba especialmente el humanista Marsilio Ficino, cuyo neoplatonismo influyó en Paracelso, como en tantos espíritus de altos vuelos y «modernos» de aquellos días. Nada caracteriza mejor el clima explosivo, revolucionario y prometedor de aquella época que, superando con mucho el protestantismo, anticipaba el siglo XIX, que el siguiente epígrafe del libro de Agrippa de Nettesheim De incertidumbre et vanitate scientiarum (1527):

Nullis hic parcet Agrippa,
Contemnit, scit, nescit, flet, redet,
Irascitur, insectatur, carpit omnia,
Ipse philosophus, daemon, heros, dues et omnia .

Había despuntado una nueva era, el derrumbamiento de la autoridad de la Iglesia Cristiana se aproximaba amenazador, y con él desaparecía la seguridad metafísica del hombre gótico. E igual que en los países latinos la Antigüedad reafloraba en todas sus formas, en los países bárbaros germanos el lugar del inexistente estadio clásico lo ocupó la vivencia primitiva del espíritu inmediato, dividido en toda clase de formas y niveles individuales y encargado por grandes y asombrosos pensadores y poetas, como el maestro Eckhart, Agrippa, Paracelso, Angelus Silesius y Jocob Böhme. Todos ellos dan testimonio de su especialidad bárbara, pero primitivamente poderosa, a través de un lenguaje brotado de la tradición, alejado de la autoridad, fuertemente arbitrario. Junto con Böhme, Paracelso fue sin duda en este sentido el peor de los rebeldes. Su terminología filosófica es tan individualmente arbitraria que supera en mucho en singularidad y oscuridad las «palabras de poder» gnósticas.
El principio cosmogónico supremo, su «demiurgico» gnóstico, era el Yliaster o Hyaster, una palabra nueva híbrida de hyle (materia) y astrum (astro). Se podría traducir este concepto como «materia cósmica». Es algo parecido a hen de Pitágoras y Empédocles o la heimarmene de los estoicos, una visión primitiva de fuerza y materia originarias. El sello grecolatino no significa más que una forma de expresión contemporánea, un pequeño envoltorio cultural para una primitiva idea originaria que también ocupó intensamente a los presocráticos, sin que Paracelso tuviera necesariamente que heredarla de ellos. Estas imágenes primigenias son patrimonio de la Humanidad en general, y pueden resurgir de manera autóctona en cualquier mente, sin importar la época ni el lugar. Solamente hacen falta las circunstancias favorables para su reaparición. El momento adecuado es siempre aquel en que una cosmovisión se derrumba y arrastra consigo todas aquellas formas y figuras que un día fueron consideradas la respuesta definitiva a los grandes enigmas de la vida y el mundo. Incluso responde plenamente a las reglas psicológicas el que todos los dioses desarraigados vuelvan a caer sobre el hombre, y por eso él grite: ipse, philosophus, daemon, heros, deus et Omnia, y que cuando una religión que ennoblecía el espíritu empiece a desaparecer se haga presente a cambio en la vivencia íntima la imagen primigenia de la materia creadora.
En la más estricta contradicción con la cosmovisión cristiana, el principio supremo de Paracelso es una visión enteramente materialista. Sólo en segundo término se le añade algo espiritual, a saber: el anima mundi que surge de la materia, el ideos o ides, el misterium magnum o «Limbus major, un ser espiritual, algo invisible e incomprensible». En éste está contenido todo en forma de ideas platónicas, como arquetipos, un núcleo que bien podría proceder de Marsilio Ficino. El limbo es un círculo. El mundo animista es el círculo más grande, el hombre es el limbus minor, el círculo menor. Es el microcosmos. De ahí que todo sea interior y exterior, abajo y arriba. Entre todas las cosas en los círculos mayor y menor reina la correspondencia, una visión que en la idea del homo maximus de Swedenborg desemboca en una gigantesca antropomorfización del Universo. Pero en la visión de Paracelso, más primitiva, falta la antropomorfización. El hombre es para él, igual que el mundo, un agregado de materia animada, una visión consanguínea a las consideraciones científicas de finales del siglo XIX, con la única diferencia de que Paracelso todavía no piensa de un modo mortalmente químico-mecánico, sino aún primitivamente animista. Su Naturaleza bulle aún de brujas, íncubos, súcubos, diablos, sílfides y ondinas. Lo animado de la experiencia espiritual aún es para él al mismo tiempo lo animado de la Naturaleza. La muerte espiritual del materialismo científico aún no lo ha alcanzado, pero él está preparando el camino para ese fin. Él es todavía un animista, conforme al primitivismo de su espíritu, y sin embargo ya un materialista. La materia, entendida como lo absolutamente dividido en el espacio, es el enemigo más natural de aquella concentración de lo vivo que significa el espíritu. Pronto el mundo de las ondinas y las sílfides tocará a su fin, y sólo en la era del espíritu celebrarán su resurrección, y entonces sorprenderá cómo es posible olvidar verdades tan antiguas. Pero, naturalmente, es mucha más sencillo asumir que lo que no se entiende no existe en absoluto.
El mundo de Paracelso, tanto en lo grande como en lo pequeño, consta de partículas animadas, de entia. Incluso las enfermedades son para él entia, así que hay un ens astronum, veneni, naturale, spirituale y deale. En una carta al emperador, explicaba la gran epidemia de peste del momento como el efecto de los súcubos producidos en los burdeles. El ens es asimismo un «ser espiritual», de ahí que digan en el Libro Paragranum: «Las enfermedades no son cuerpo, por lo que hay que emplear espíritu contra espíritu». Con lo que Paracelso quiere decir que según la doctrina de la correspondencia a cada ens morbi le corresponde un «arcanum» de la Naturaleza, por ejemplo una planta o un mineral, que sea un específico contra la enfermedad correspondiente. De ahí también que no diera designaciones clínicas o anatómicas a las enfermedades, sino que las llamara por sus remedios específicos; así por ejemplo había enfermedades «tartáricas», es decir, aquellas que se curaban con su correspondiente arcano, en este caso tártaro. Por eso tenía en mucha consideración la doctrina de las signaturas, que parece haber sido uno de los principios fundamentales de la medicina popular de la época (es decir, la de las comadronas, cirujanos militares, brujas, curanderos y verdugos). Según esta doctrina, por ejemplo, una planta cuyas hojas se asemejan a una mano son buenas para las enfermedades de las manos, etc.
La enfermedad es para él «un crecimiento natural, algo espiritual, vivo, una semilla». Bien podemos decir que para Paracelso la enfermedad era un acompañante necesario, un auténtico constituens de la vida humana, y no un odioso corpus alienum como para nosotros. Por eso la enfermedad es afín a los arcanos existentes en la Naturaleza y que la constituyen, que son tan necesarios para la Naturaleza y pertenecientes a ella como las enfermedades al hombre. En lo que a esto se refiere, el más moderno de los médicos estrecharía la mano de Paracelso y le diría: «Desde luego yo no pienso del todo eso, pero sí algo bastante parecido». Espléndido en su forma de pensar, considera que todo el mundo es una farmacia, y Dios el supremo farmacéutico.
Paracelso es un espíritu típico de un gran período de transición. Su intelecto buscador y combativo acaba de liberarse de una cosmovisión espiritual de la que su ánimo aún depende. Extra ecclesiam nulla salus…; esta frase es válida en máxima medida para la transformación espiritual que acontece a aquel que supera el círculo legendario de tradicionales imágenes sagradas que cierran su horizonte como verdades últimas: pierde todos los prejuicios tranquilizadores y salutíferos, acaba de derrumbársele un mundo y aún no se sabe nada sobre un orden distinto de las cosas. Se ha vuelto del todo pobre, del todo ignorante, como un niño pequeño que aún no sabe nada del nuevo mundo y sólo de manera trabajosa y oscura puede recordar lo que la antiquísima experiencia de la Humanidad le dice desde su sangre. Toda autoridad ha fallado, y tiene que construir un mundo nuevo a partir de sus propias experiencias.
En largos viajes, sin despreciar ni las fuentes ni las turbias, Paracelso agotó su experiencia, pragmático sin igual. E igual que atraía a sí sin prejuicios la materia originaria de la experiencia externa, extraía de las oscuridades primitivas de su alma las ideas filosóficas básicas de su obra. Sacó a la luz un paganismo antiquísimo, aparentando la pero superstición del pueblo más bajo. El espiritualismo cristiano se transformó en su estadio prehistórico, el animismo de los pueblos primitivos, y la formación escolástica de Paracelso extrajo de ello una filosofía que no se aproximaba a ningún modelo cristiano, sino más bien al pensamiento de los enemigos más odiados de la Iglesia, los gnósticos. Como a todo innovador carente de prejuicios, que echa por la borda autoridad y tradición, también a él le amenazó el retroceso a aquello que una vez había sido desechado, y con él el mortal y puramente destructivo estancamiento. Pero sin duda el hecho de que, mientras su intelecto volaba hacia los anchos horizontes y se retrotraía al más remoto pasado, su ánimo se aferraba a los bienes de la tradición, impidió la total realización del retroceso. Y gracias sin duda a esta intolerable contradicción, la regresión se transformó en progresión No negó el espíritu en el que su ánimo creía, pero levantó junto a él el contraprincipio de la materia: Tierra frente a cielo, Naturaleza frente a espíritu. Por eso no se convirtió en un destructor ciego, un genio medio enloquecido como Agrippa, sino en un padre de las ciencias naturales, un pionero del nuevo espíritu, que es como nuestro tiempo con razón le honra. En todo caso, él movería la cabeza desde el más allá ante aquello por lo que ciertos seguidores le admiran especialmente. No fue su panfisismo su más apasionado descubrimiento –más bien era una adherencia residual de la primitiva participación mística de la Naturaleza-, sino: la materia y sus propiedades. El nivel de conocimientos de su época y el grado de desarrollo de los mismos no le permitían ver al hombre fuera del conjunto de la Naturaleza. Este punto culminante estaba reservado al siglo XIX. La indisoluble e inconsciente vinculación de hombre y mundo no era para él una circunstancia absoluta con la que su espíritu empezara a combatir con las armas del empirismo científico. La moderna Medicina, que ya no puede entender el espíritu como un mero apéndice del cuerpo y por ello comienza a tener más y más en cuenta el llamado «factor psíquico», se vuelve a aproximar en cierto sentido a la concepción paracelsiana de la materia animada por el espíritu, con lo que toda la manifestación espiritual del propio Paracelso se nos presenta bajo una nueva luz. Igual que Paracelso fue antaño un pionero de la ciencia médica, hoy se está convirtiendo, parece ser, en símbolo de un cambio importante tanto en nuestra visión de la esencia de la enfermedad como de la esencia misma de los vivo.

Louis
[Luis Montero]

1 comentario:

Arkha dijo...

Excelente blog, variado y dinámico como el espíritu mismo, ojalá y vuelvas a publicar. Ha sido un verdadero regalo para mí en plena víspera de Primavera y después de haber soñado que atrapaba un ave del paraíso. Gracias.