jueves, 5 de noviembre de 2009

Cábala & mito Gershom Scholem: "La Cábala y su simbolismo"



Es muy conveniente que tratemos de explicarnos la variada problemática imperante en la Cábala dentro del expresado resurgimiento del mito, al menos en sus características fundamentales. Hemos de aludir preferentemente, en relación con las presentes cuestiones, a la lucha entre el pensamiento lógico-discursivo y el representativo-simbólico dentro de la Cábala, a cuya literatura e historia presta un carácter muy particular. Ocurre que las creaciones decisivas de la Cábala son, a partir de la primera fijación literaria, imágenes con frecuencia, imágenes de un impresionante contenido mítico. Este es, por ejemplo, el caso del Bahir, el de los gnósticos castellanos del siglo XIII, el del libro Zóhar y el de Isaac Luria de Safed. Al lado de ello, y casi siempre a la par, encontramos, sin embargo, una tendencia a la justificación especulativa y a la interpretación lógica de esos símbolos.

Naturalmente, en este proceso se ponen de manifiesto la preponderancia y la naturaleza primaria de los símbolos con respecto a los conceptos. Es imposible llegar a disolver verdadera y totalmente los símbolos en los conceptos que los cabalistas especulativos o filosofantes han intentado poner con bastante frecuencia (y también con poco sistema) en el lugar de aquéllos. Ciertas concepciones, como la de la Sejiná, la del tsimtsum, la de la rotura de los recipientes, por citar sólo algunos ejemplos, y de las que trataremos, al menos brevemente, en las páginas siguientes, son sólo comprensibles como símbolos.

El pensamiento discursivo de los cabalistas representa una especie de proceso asintótico: las formulaciones lógicas intentan dar de forma aproximativa una interpretación filosofante de imágenes plenas de simbolismo, inagotables. Tratan de interpretar esas imágenes como abreviaturas de complejos conceptuales lógicos. Pero el manifiesto fracaso de tales intentos prueba que no lo son. Además aquí se produce otra circunstancia importante. Los cabalistas crearon imágenes y símbolos, tal vez resucitaron en ellos incluso una antiquísima herencia, pero rara vez han tenido el valor de sostener sin reserva y sans phrase aquellas imágenes que se les habían impuesto, sin duda, de una manera imperiosa.

La mayor parte de las veces intentan conciliar: cuanto más atrevida sea la imagen, tanto más podemos esperar que el que la emplea le acompañe con un «si cabe la expresión» restrictivo u otra frase semejante de disculpa. No obstante no podemos olvidar que no son siempre los mismos cabalistas los que crean las imágenes míticas y las limitan medrosamente de esta manera, o las quieren explicar como abreviaturas atrevidas de complejos ideológicos más o menos inofensivos, aunque a veces también muy profundos.

Los grandes documentos clásicos de la Cábala, por ejemplo, el libro Bahir, el Zóhar y los escritos luriánicos, apenas se puede decir que tengan una producción y empleo restringidos de tales imágenes impuras o, si no, altamente problemáticas desde el punto de vista teológico. No emplean un criterio restrictivo, antes bien podríamos decir que se recrean en las imágenes y las llevan intencionadamente a su extremo. Otros importantes cabalistas, en los que el impulso puramente místico es más fuerte, evitan a veces la exposición mítica e intentan transformar los conceptos filosóficos de la tradición platónica misma en símbolos místicos. Tal es, en particular, el caso de 'Azriel de Gerona, Abraham Abulafja de Zaragoza y Moisés Cordovero de Safed. Se puede decir que se reproduce aquí, y de este modo también en el seno del judaísmo, la tensión que siempre ha existido -a pesar de la afinidad que por otro lado les es propia- entre gnosticismo y platonismo.

Partiendo de estas consideraciones, surge un nuevo problema. No nos queda más remedio que preguntarnos si estas imágenes, de las que se sirve la Cábala para describir el mundo secreto y la vida oculta de la divinidad, son judías autóctonas o constituyen una vieja herencia. En realidad, nos enfrentamos aquí a una situación muy complicada, y no es posible dar una respuesta rotunda al problema de la cantidad de este mundo simbólico, que constituye un préstamo histórico, si prescindimos de una normal afinidad con materiales más viejos.

Sin embargo, surge aquí en las imágenes cabalísticas -como un puente tendido hacia el mito y su mundo- el gnosticismo, cuyas relaciones históricas y al tiempo metafísicas con la Cábala hay que analizar. No quiero permitirme entrar aquí en el problema de la filiación histórica de la Cábala y su posible relación con tradiciones gnósticas, pues ya lo traté prolijamente en otro lugar. Digamos solamente, a manera de resumen, que por muy tenues que nos queramos representar los hilos que unen -incluso históricamente- la más antigua tradición cabalística con la herencia gnóstica, yo estoy convencido de la existencia de tales hilos. Claro está que se puede sostener la tesis de que no sólo se trata aquí de un contacto histórico, sino de evoluciones psicológicas y estructurales paralelas, las cuales serían de todos modos más fáciles de comprender en los siglos XII y XIII que el contacto histórico directo. Pues incluso la herejía cátara estaba relativamente libre de los elementos gnósticos del maniqueísmo, y le eran en gran parte desconocidos.

Como resultado de largas investigaciones sobre este problema de los orígenes de la Cábala, creo poder afirmar que, aparte de algunos elementos ciertamente fundamentales, el gnosticismo de la Cábala se ha desarrollado con una trayectoria interna y en forma autóctona. De modo que no se plantea en relación con ello una alternativa entre teorías de orígenes históricas o psicológicas, sino una adición de posibilidades. Precisamente los sistemas cabalísticos de carácter gnóstico más acusadamente marcado, como los del Zóhar y de Isaac Luria, hay que interpretarlos desde su interior y partiendo de supuestos judíos.

Esta comprobación nos introduce aún más profundamente en la problemática de la Cábala: esto es, que la gnosis era, al menos en algunos de sus motivos fundamentales, una revuelta -quizá surgida en parte en el mismo pueblo judío- contra el judaísmo antimítico, una explosión de fuerzas tardías y ya disfrazadas con atuendo lógico, pero tanto más intensivas y preñadas de contenido mítico. El judaísmo rabínico clásico había eliminado ya esta forma herética -a lo que parece de manera definitiva- en el siglo ii de nuestro cómputo cronológico; pero en la Cábala, y con ello alcanzamos el núcleo de nuestro problema, resurge precisamente esta concepción cósmica de la gnosis no sólo como interpretación teosófica del monoteísmo judío -y esto en medio del período dorado de la ilustración judía medieval-, sino que acierta a imponerse en el centro del judaísmo, como su secreto más característico.

Los signos gnósticos y semignósticos del Zóhar y de Isaac Luria devienen para el cabalista pío y ortodoxo la expresión más profunda de su mundo de creencias judaico. Si la Cábala era en su impulso primero y determinante una reacción mítica dentro de las provincias arrancadas con ímprobo esfuerzo por el pensamiento monoteísta al ámbito mítico, quiere esto decir, en otras palabras, que los cabalistas obran y viven en rebeldía con un mundo al que, conscientemente, no cesan de ratificar por otra parte. Y esto da lugar, desde luego, a profundas ambigüedades.


El mundo del que proceden el estricto monoteísmo de la Ley, de la Halajá, aquel viejo judaísmo en el que se saben enraizados, no soporta sin más tal intromisión violenta del mito en su propio núcleo. Indudablemente, en las grandes imágenes originales de los cabalistas aun cuando procedan de la hondura de un auténtico y productivo deseo judío-religioso- tienen participación universos extraños de signo mítico. Sin ellos no hubieran conseguido un carácter determinado las conmociones de los viejos cabalistas, y aún menos aquél con el que nosotros las conocemos, y ello les proporciona su discontinuidad.

La gnosis, una de las últimas grandes manifestaciones del mito en el pensamiento religioso, al menos concebido parcialmente en la lucha contra sus vencedores judaicos, ha proporcionado capacidad expresiva a los místicos del judaísmo. Es difícil atribuir la importancia que merece al significado de esta paradoja. El lenguaje de los gnósticos ha de ser transformado de nuevo, porque el objetivo de aquellas viejas imágenes míticas que los gnósticos habían legado a los redactores del libro Bahir, y de este modo a toda la Cábala, era en realidad y propiamente la destrucción de una ley que había violado el orden mítico. Según esto, en amplios sectores de la Cábala se puede palpar materialmente la venganza del mito sobre sus vencedores, y al mismo tiempo la abundancia de contradicciones internas en sus símbolos. El hecho de que en nuestro asunto se intente construir y describir un mundo perteneciente al mito con los medios propios de un pensamiento que excluye todo lo mítico, da una nota característica a los ensayos sistemáticos de las especulaciones cabalísticas, lo mismo que ya se la dio a algunos sistemas gnósticos.

La contemplación teosófica de la vida oculta de la divinidad, considerada como la más esencial de las realidades religiosas, ha levantado aquí, en medio del ámbito de la mística y de la experiencia mística, un nuevo universo mítico, una dialéctica que, fuera de la Cábala, tiene pocos ejemplos más importantes y característicos que señalar en la historia de la mística que la religión de Jacob Böhme, cuya afinidad con el mundo de la Cábala ya llamó la atención a sus más antiguos enemigos y a la que la moderna literatura sobre Böhme ha conseguido, de manera grotesca, relegar al olvido.

Esta readmisión de concepciones míticas en el pensamiento de los místicos judíos los ligó muy sólidamente desde un principio con ciertos impulsos de la creencia popular, precisamente con esos móviles primitivos y sumamente efectivos del miedo a la vida y a la muerte del hombre sencillo, a los cuales la filosofía judía no había sabido responder nada de provecho. La filosofía judía ha pagado un alto precio por esa distinción, con la que se ha apartado de los planos primitivos de la vida humana. No ha sabido hacer problemas con aquellos medios que suelen ser el impulso de los mitos. Incluso pareció negar la existencia de esa misma problemática.

Nada aclara mejor esta diferencia de comportamiento entre los filósofos y los cabalistas que su postura ante el problema del mal y de lo demoníaco en el mundo. Esta cuestión es juzgada en sus rasgos más esenciales por los filósofos judíos como si fuera un pseudoproblema, mientras que para los cabalistas constituye uno de los grandes motores de su pensamiento. El sentido de la realidad del mal y del horror de lo demoníaco, con el que intentaron enfrentarse los cabalistas, en vez de esquivarlo como los filósofos, unió sus esfuerzos en un punto central con los intereses de la creencia popular y con todas las creaciones de la vida judía en las que tales temores hallaban una vía de expresión.

Es bien cierto que los cabalistas en sus ideologías del rito restablecieron con frecuencia -en contraposición al alegorismo más o menos elevado y buscador de pensamientos filosóficos en ellas- el sentido que aquél tenía, si no originalmente, por lo menos en la conciencia general popular. Si a causa de ello la demonización de la vida ha constituido uno de los factores más peligrosos y simultáneamente más efectivos en la evolución de la Cábala, también queda de esta forma legitimado, sin duda, su parentesco con los intereses religiosos de las capas más amplias del pueblo.

La paradoja de cómo un grupo de místicos, en el fondo aristocrático, ha podido conseguir una repercusión tan grande precisamente en el elemento popular, pierde así gran parte de su rigor. No es fácil, a buen seguro, señalar muchos usos y costumbres religiosos que hayan debido su nacimiento y desarrollo a complejos de pensamiento filosófico. Sin embargo es sabido que es incontable el número de tales ritos procedentes de reflexiones cabalísticas o que deben a éstas el aspecto característico que han tomado, bajo el cual se han afirmado posteriormente. Es indudable que el pensamiento de los cabalistas ha perdido mucho de su brillo al descender de estas alturas de la especulación teosófica a lo profundo del pensar y hacer populares, aquí tan estrechamente unidos. Cuando sus palabras se expresaron de forma sensible, corporal, adquirieron un matiz ligeramente burdo a partir de dicha corporalidad.

Los peligros que acechan a la conciencia religiosa en el mito y en la magia se hacen de nuevo seriamente visibles para la historia de la religión judía en el desarrollo de la Cábala, y quien intenta sumergirse con profundidad en el pensamiento de los grandes cabalistas no puede evitar una ambigua sensación entre la admiración y la repulsa.

Si volvemos la vista a las explicaciones cabalísticas sobre Dios, encontramos que el punto en el que mejor se pone de manifiesto el carácter mítico de ellas es en la doctrina de las diez sefirot, las potencias y modos de actuación del Dios vivo. La doctrina cabalística de la unidad dinámica de Dios -tal como aparece en los cabalistas españoles- constituye un proceso teogónico en el que Dios sale de su reserva y de la inefabilidad de su ser y se manifiesta como creador. Los estadios de este proceso son perceptibles en una infinita multiplicidad de imágenes y símbolos, cada uno de los cuales enfoca un aspecto de la divinidad en su manifestación particular. Pero estas imágenes bajo las que Dios se exterioriza no son otra cosa que las imágenes prototípicas de todo ser.

Aquello que confiere su estructura mítica especial al complejo simbólico cabalístico es la limitación de la infinita pluralidad de aspectos bajo los que Dios puede ser enfocado a diez categorías fundamentales, o como quiera que denominemos la concepción que sirve de base al concepto de las sefirot. En el Libro de la creación, del cual procede el término, equivalen éstas a los diez números arquetípicos (de s.f.r = contar) en cuanto potencias esenciales de todo ser, sin que, no obstante, se adscriba a cada sefirá en el viejo libro una pluralidad de símbolos por medio de los cuales otras imágenes prototípicas queden unidas a ella, formando una estructura especial. Este paso ha sido realizado sólo por la teosofía medieval cabalística, al readoptar -incluso superándolas una serie de exégesis gnósticas sobre el mundo eónico.

La suma de estas potencias unificadas en el diez prototípico forma el mundo de las sefirot, de la unidad divina en su despliegue, que encierra en sí los arquetipos de todo ser. Este mundo, que es -nunca lo repetiremos bastante- un mundo de existencia intradivina, se desborda, no obstante, sin intermitencias sobre los mundos ocultos y visibles de la creación, los cuales reproducen y reflejan en sí mismos la estructura intradivina de que hemos hablado. Según la idea de los cabalistas, ese proceso que se exterioriza con la creación no es otra cosa que el aspecto exotérico de una operación que, en último término, transcurre dentro de Dios mismo, y cuyos diferentes estadios determinan -en su especial unión de los motivos aquí concurrentes -la particular forma mítica del pensamiento de las sefirot.

En un nuevo plano de experiencia y contemplación místicas reaparecen las estructuras míticas bajo nuevo aspecto y con frecuencia singularmente concentradas no ya en las personas de los viejos dioses, sino en el mundo único (o al menos contemplado como una unidad) del árbol-sefirot. El análisis de todas estas imágenes míticas, en parte viejas y en parte nuevas, que se presentan con tanta profusión en la simbolística de la Cábala constituye una de las tareas más fascinantes de la investigación cabalística. Precisamente es esta simbolística la que forma el núcleo de los antiguos escritos de los cabalistas, sobre todo durante el período español. Y pocos escritos hay que sean más atractivos e interesantes -vistos desde este ángulo- para el investigador ocupado de buscar esa vieja herencia contenida en los símbolos místicos, que las homilías gnósticas del Zóhar o el intento de desarrollo sistemático de dicha simbolística, tal como lo encontramos en forma insuperable en las «Puertas de la luz» de Yosef Chicatilla.

Veamos ahora, en dos o tres ejemplos, hasta qué punto nos estamos enfrentando aquí con la reaparición del mito tan intolerablemente «liquidado» por la teología judía.

Pienso que es representativa de toda la problemática que aquí se cierne sobre nosotros la remitificación -y con ello la liquidación- operada en la Cábala de forma superpradójica de la fórmula de la «creación de la nada». Es sabido que fue precisamente en esta concepción de la creación a partir de la nada, en contraposición al dominio del caos por un Dios creador, donde sobrepasando incluso el theologoumenon bíblico la llamada teología racional del rabinismo tardío pensaba efectuar la ruptura definitiva con todos los residuos míticos. Sustituyendo el caos por la nada, se pensó encontrar la garantía para esa libertad despegada de todo determinismo mítico del Dios creador, cuya creación ya no debe ser considerada como una lucha o una crisis, sino como un libre acto de amor.

Nada de esto ha permanecido en la Cábala aparte de la pura y desnuda fórmula en sí, la cual era tanto más publicada y -por así decir- presentada a manera de estandarte, cuanto que si verdadero contenido había sufrido una conversión diametral. Tal como se puede deducir implícitamente de las observaciones hechas anteriormente sobre el sentido de las sefirot y del árbol sefirótico, no hay lugar posible en este mundo para una nada entendida en el sentido de la concepción teológica. Saliendo d su posición oculta, Dios se manifiesta en sus potencias en e tronco y las ramas del «árbol» teogónico-cosmogónico, y hace repercutir su poder en nuevas esferas continuamente.

Por toda partes nos encontramos con transiciones ininterrumpidas, de modo que si apareciera una ruptura, un vacío del principio absoluto, sólo podría localizarse en la esencia de Dios mismo. Esta es precisamente la consecuencia que han sacado los místicos judíos, dejando a salvo la vieja fórmula. El caos, que había sido eliminado en la teología de la «creación a partir de la nada», resurge en una nueva metamorfosis. Dicha nada existía en Dios desde siempre, no fuera de él o causada por él. Aquello que se domina en el proceso de la creación es el abismo era Dios, que coexiste con su infinita plenitud, y la expresión de los cabalistas sobre Dios, que habita en «las profundidades de la nada», tan en boga desde el siglo xiii, se sirve para expresa esta sensación de una imagen tanto más extraña cuanto que se refleja sirviéndose de un concepto no gráfico. Podemos hablar de un malentendido productivo, que redescubre imágenes míticas en el corazón de conceptos filosóficos. Es característica de este «malentendido» la reinterpretación a partir de Azriel de Gerona de la steresis aristotélica en el sentido de dicha nada mística, que junto a la materia y la forma se presenta como el tercer principio de todo ser.

Claro que esta nada, que constituye una supraexistencia en el interior de Dios mismo, no aparece siempre en la simbolística de la Cábala citada con este nombre. Tomemos, por ejemplo las primeras líneas de un pasaje famoso del Zóhar, en las que se describe el comienzo absoluto de la creación en Dios mismo:


Al principio, cuando la voluntad del rey empezó a actuar, grabó unas señales en el aura celestial. Una oscura llama surgió en el ámbito más recóndito del secreto del Infinito, como una niebla que se forma en lo amorfo, penetrando en el círculo [de aquella aura], ni blanca ni negra, ni roja ni verde ni de ningún color en absoluto. Sólo cuando dicha llama adoptó dimensiones y extensión hizo brotar brillantes colores. En lo más interior de la llama surgió una fuente, de la que se vertían colores sobre todo lo inferior, oculto en los más profundos secretos del Infinito. La fuente atravesaba y no atravesaba, sin embargo, el éter que la rodeaba y era totalmente irreconocible, hasta que, debido a la fuerza de su penetración, resplandeció un punto máximo oculto. Más allá de este punto no hay nada reconocible, y por ello se llama Reschit, la primera palabra de la creación entre aquellas diez de las que está hecho el universo. (I, 15 a.)

Por ninguna parte de este mito cosmogónico, que se prolonga todavía largamente y con significativas imágenes en el citado pasaje del Zóhar, se encuentra mencionado el término nada. Su lugar ha sido ocupado -bajo un aspecto totalmente diferente por el aura de luz que rodea al En-sof, lo infinito, sin principio ni creación. En los otros lugares en que el Zóhar menciona expresamente la nada lo hace siempre en el sentido de esa forma de existencia localizada en la más profunda interioridad de Dios que se exterioriza creadoramente en la emanación de las sefirot. Esta nada es a su vez la primera y más elevada de todas las sefirot. Constituye en cuanto símbolo cabalístico la «raíz de las raíces», de la que el árbol se alimenta. Nada más equivocado que suponer que esta misma raíz ha sido producida en un libre acto creador. Unicamente la Cábala posterior ha reinstaurado en el curso de profundas especulaciones tal acto creador, sobre todo con Moisés Cordovero y, bajo una figura diferente, con Isaac Luria.

El punto primitivo del que se ha hablado en el pasaje del Zóhar que acabamos de citar es considerado como segunda sefirá, como un primer principio de la nada divina presupuesta también en realidad por la imagen de dicho punto. Es la semilla universal que, como máxima potencia formadora paternal-masculina, se halla sembrada en el seno primitivo -que por un lado se ha desplegado, procedente de aquélla, y por otro se le contrapone- de la «madre suprema» y que, al cobrar en él fertilidad, engendra de ella las otras siete potencias, que no sólo son interpretadas minuciosamente por los cabalistas como los auténticos arquetipos de toda creación, sino que también son considerados al tiempo, expresamente, como los siete «días primitivos», o estadios primitivos del devenir intradivino (Gén. I.). La calidad particular de cada una de esas siete potencias o días primitivos es representada con imágenes de la naturaleza elemental, pero no menos también con imágenes de la vida humana.

El contenido mítico de estos símbolos es infinitamente rico; pero en nada se manifiesta más claramente que en la simbolística según la cual este Dios que se revela en el mundo de las sefirot es precisamente el hombre en su formación más pura, Adam Cadmón, el hombre prototípico. El Dios que puede ser contemplado por el hombre se representa precisamente a sí mismo como hombre prototípico. El gran nombre de Dios en su despliegue creador es Adán, tal como explican los cabalistas, basándose en una guematria (isopsefia) verdaderamente asombrosa.

Ya en el libro Bahir son conocidas las «siete formas sagradas de Dios», todas las cuales tienen su correspondencia en los miembros del hombre, y a partir de aquí sólo había un paso hasta la formación del concepto de Adam Cadmón; la doctrina antropomórfica y mítica de Dios obtuvo de esta idea legitimación y alimento. El mundo original del hombre, tanto del creatural como del no creado, sino simplemente evolucionado en Adam Cadmón, es el ámbito al que se refiere -tal como no deja de repetirnos continuamente el Zóhar- toda su doctrina esotérica. Porque ese mundo secreto del Dios que se manifiesta en el símbolo del hombre es ambas cosas a la vez: es, por una parte, el mundo del hombre «interior», pero también es el ámbito que sólo se manifiesta al espíritu creyente en la contemplación, y al que el Zóhar nos presenta como «secreto de la fe».

El momento en el que más claramente se pone de manifiesto el factor mítico de tales concepciones surge en la separación que se hace entre potencias generadoras y conceptivas en Dios. Tras repetirse de manera ascendente en varios pares de sefirot, cobra su máxima expresión en la simbolística de las dos últimas. La novena sefirá, Yesod, es la potencia de la generación, tantas veces descrita en símbolos claramente fálicos, del «fundamento» de todo lo viviente, por medio del cual se garantiza y consuma el hieros gamos, la unión sagrada de las potencias masculina y femenina.

Esta doctrina de las potencias femeninas en Dios, las cuales hallan su más cabal expresión particularmente en la décima y última sefirá, contiene en realidad, para la conciencia judía, la más asombrosa repristinación del mito, y juzgo necesario hacer algunas observaciones sobre la concepción cabalística de la idea de la Sejiná, que sobrepasa con mucho los límites de la del antiguo rabinismo. En relación con este asunto quiero resaltar solamente algunos motivos centrales que son esenciales para la comprensión de tan fundamental concepción, pero sin olvidar que existen otros complejos temáticos totalmente diferentes, imposibles de tratar aquí, que se relacionan con ella en la literatura cabalística.

En la literatura talmúdica y en el judaísmo rabínico no cabalista, lo que se entiende por el término Sejiná -al pie de la letra 'residencia', pero residencia de Dios en el mundo- no es sino Dios mismo en su omnipresencia y actividad en el mundo y en particular en Israel. La presencia de Dios, lo que en la Biblia se denomina su «faz», equivale en el uso idiomático rabínico a su Sejiná. En ningún pasaje de la antigua literatura se encuentra una separación entre Dios mismo y su Sejiná en el sentido de una hipóstasis especial auténticamente diferenciable de Dios

Algo muy distinto ocurre con el acervo expresivo de la Cábala a partir del Bahir, el cual contiene ya casi todas las proposiciones esenciales sobre la Sejiná. En él ésta es considerada como un aspecto divino, dotada de un carácter femenino y, podemos decir, independizada. Una independización de este tipo tiene ya lugar en cierta manera, según hemos dejado entrever más arriba, en la tercera sefirá, que en cuanto madre o Sejiná suprema representa simultáneamente, de forma digna de tenerse en cuenta, la potencia demiúrgica. De las siete potencias emanadas de ella, las seis primeras están simbolizadas como miembros principales del hombre prototípico y resumidas en el «fundamento» fálico, el cual constituye, de manera curiosa, la representación simbólica del justo (saddic) en cuanto Dios que mantiene y hace fructificar en sus justos límites las fuerzas de la generación Dios es el justo, en tanto que aporta a todo ser viviente aquella potencia vital que en su propia ley le está atribuida. E igualmente se denomina justo al hombre que mantiene dentro de sí en su justo cauce las potencias generativas, y el mismo título se da a partir de aquí a aquel que otorga a cada cosa lo que le corresponde, al que sabe colocar los objetos en el lugar pertinente. En relación con lo expuesto, los cabalistas utilizaron el siguiente versículo de los Proverbios (10:25): El justo es el fundamento del mundo".

La décima sefirá, sin embargo, no representa ya un miembro aislado del hombre, sino que equivale a lo femenino en general en cuanto complemento de lo humano-masculino, como madre, esposa e hija al mismo tiempo, aunque manifestándose bajo diferentes formas según corresponda a alguno de esos diferentes aspectos. El establecimiento de un elemento femenino en Dios es, naturalmente, uno de los pasos más pródigos en consecuencias que la Cábala ha realizado y ha intentado basar en la exégesis gnóstica. La enorme popularidad que han alcanzado en círculos extensísimos del pueblo judío los aspectos míticos de esta concepción, a pesar de haber sido considerada con frecuencia con el máximo escepticismo por el sector judío estrictamente rabínico, no cabalista, y a pesar del también frecuente y apurado intento de la apologética cabalística por canalizarla en direcciones inofensivas -lo femenino de la Sejiná, tomado en el sentido de una conducción providencial de la creación-, es sin duda una prueba de que los cabalistas han recurrido aquí a uno de los impulsos fundamentales de ciertas concepciones religiosas primitivas y de efectos más perennes del judaísmo.

Hay otros dos símbolos, entre muchos, que son de una importancia decisiva para la comprensión de la Sejiná cabalística: su identificación, por una parte, con la ecclesia mística de Israel y, por otra, con el alma (neshamá), ambas provenientes del libro Bahir. En el Talmud y en el Midrá encontramos el concepto de «comunidad de Israel» (del cual procede el concepto cristiano de ecclesia) solamente como una personificación del Israel histórico, real, y en cuanto tal claramente contrapuesta a Dios. La interpretación alegórica del Cantar de los Cantares en el sentido de la relación de Dios con la ecclesia judía, tal como había sido recibida desde siempre en el judaísmo, desconoce la elevación mítica del papel de la ecclesia a la categoría de potencia divina o incluso de hipóstasis. Tampoco identifica nunca la literatura talmúdica a la Sejiná con la ecclesia. Muy diferente es lo que ocurre en la Cábala, en la que esa identificación trae consigo la plena irrupción del simbolismo de lo femenino en la esfera de lo divino. Todo lo que había sido dicho en las interpretaciones talmúdicas del Cantar de los Cantares sobre la comunidad de Israel como hija y esposa, fue transportado ahora en alas de esa identificación a la Sejiná.

Dudo que podamos hacer afirmaciones razonables sobre el punto al que corresponde la prioridad en este proceso: a la reinstauración de la idea de un elemento femenino en Dios por los cabalistas antiguos o a la identificación exegética de los dos conceptos anteriormente separados de ecclesia de Israel y Sejiná, a través de la cual pudo ser transmitida una parte tan cuantiosa de la herencia gnóstica bajo una pura metamorfosis judía. No me es posible separar aquí el proceso psicológico y el histórico, que representan, dentro de su unidad, el paso decisivo de la teosofía cabalística. A esto hay que añadir como tercer elemento, según hemos dicho antes, la función simbólica de la Sejiná, en cuanto alma, contenida en el Bahir y en el Zóhar. Que la esfera de la Sejiná represente el lugar del alma es absolutamente nuevo.

Pues incluso el más elevado lugar del alma que conocían las viejas concepciones judías estaba en o bajo el trono de Dios. El origen del alma en la esfera de lo femenino en Dios mismo se ha convertido, para la psicología de la Cábala, en un factor de decisiva importancia. Pero la idea de la Sejiná que acabamos de describir en sus rasgos más elementales obtiene sólo su carácter totalmente mítico debido a dos complejos de ideas absolutamente inseparables de ella, a saber, la de la ambivalencia de la Sejiná y la de su exilio.

Como elemento femenino, pero también en cuanto alma, la Sejiná presenta en parte, al mismo tiempo, rasgos horrendos. Habida cuenta de que en ella se encuentran resumidas todas las sefirot anteriores y de que precisamente adquieren su repercusión hacia abajo a través de ella, ocurre que también en la Sejiná -que de por sí es puramente receptiva y “nada posee de sí misma”- actúan con preponderancia variable las potencias de la gracia y de la justicia. Pero la potencia enjuiciadora en Dios es propiamente el origen del mal en cuanto realidad metafísica que se deriva de la hipertrofia de dicha potencia.

Existe, sin embargo, un estado del mundo en el que la Sejiná se halla fijada a las potencias de la justicia, las cuales, en parte, están pensadas como provenientes de la sefirá de la justicia, independizadas, y como irrumpiendo desde fuera en ella. Como dice el Zóhar: «A veces la Sejiná prueba de la otra parte, de su amargura, y entonces su rostro se manifiesta oscuro». No es casualidad que aparezca de nuevo en relación con lo presente una antiquísima simbolística lunar. Vista bajo este aspecto, se muestra entonces la Sejiná como «Arbol de la Muerte», separado diabólicamente del «Arbol de la Vida». Mientras que normalmente se manifiesta en general como madre misericordiosa de Israel, en tal estado se convierte en auténtico vehículo de la potencia enjuiciadora y punitiva. Pero conviene que subrayemos aquí que estos aspectos -por así decir- demoníacos de la Sejiná, de la «madre inferior», no se presentan todavía en la «madre más alta», en la tercera sefirá. Esta es ciertamente demiúrgica, pero bien entendido que con una valoración positiva y sin el matiz degradante que es característico de este término en los sistemas gnósticos. No cabe duda que el enmarañamiento de motivos sumamente extraños y contradictorios, que constituyen un singular conjunto en la simbolística de la tercera sefirá, la cual en cuanto madre primitiva de toda existencia es portadora de una importante «carga» mítica, es en extremo complicado, y sólo deseo haber llamado aquí simplemente la atención sobre el problema.

Pero esta idea de la ambivalencia de la Sejiná, de sus «fases» cambiantes, está ya relacionada con la de su exilio (galut). El concepto del exilio de la Sejiná es talmúdico: “En todo exilio al que tuvo que dirigirse Israel la Sejiná le acompañaba”. Sin embargo, esto no tenía otro significado sino que la presencia de Dios estaba con Israel en todos sus exilios. Esta idea, por el contrario, quiere decir en la Cábala lo siguiente: Algo perteneciente a Dios mismo se ha exiliado de Dios.

Ambos motivos, el del exilio de la ecclesia de Israel en el Midrá y el del exilio del alma con respecto a su lugar de procedencia, que encontramos no sólo en círculos gnósticos, sino también en otros muchos ámbitos ideológicos, se unen ahora en el nuevo mito cabalístico del exilio de la Sejiná. Este exilio es representado muchas veces como la expulsión de la reina o de la hija del rey por su esposo o padre, y otras veces es representado como la subyugación por las fuerzas de lo demoníaco, por la «otra parte», que irrumpiendo destructoras en su recinto la dominan y la someten a su actuación enjuiciadora.

Este exilio no es aún, por lo general, en la primitiva Cábala, algo que se origina con el principio de la creación. A tal idea se llegará después con la Cábala safédica del siglo xvi. El exilio de la Sejiná, o con otras palabras, la separación del principio masculino y del femenino en Dios, es entendido mayormente como la acción destructora del pecado humano y su sentido mágico. El pecado de Adán se repite incesantemente en cada pecado. Adán, en lugar de penetrar en su contemplación el conjunto de las sefirot en su impresionante unidad, se dejó atraer, cuando le fue ofrecida la elección, por la solución más fácil de contemplar únicamente la última sefirá -en la cual parecía reflejarse todo lo restante-, como si fuera la divinidad, prescindiendo de las demás sefirot.

En lugar de contribuir a mantener la unidad de la acción divina en el conjunto del universo -que aún estaba impregnado de la vida secreta de la divinidad- y de apoyarla en su propia consumación, destruyó esta unidad. Desde entonces existe una profunda separación entre lo inferior y lo superior, lo masculino y lo femenino en algún lugar interno. Esta separación es descrita por medio de múltiples símbolos. Es la separación del Arbol de la Vida del de la Ciencia, pero al mismo tiempo la separación de la vida y de la muerte; es el acto de arrancar la fruta del árbol del que debía permanecer colgada y el exprimir los jugos y las potencias justicieras de la fruta sagrada de la Sejiná lo que en este contexto se interpreta en profunda exégesis. Y también el empequeñecimiento de la luna y su constitución en un receptor no dotado de luz propia reaparecen aquí como otros símbolos cósmicos. Y así como para el sentimiento religioso de los antiguos cabalistas el exilio de la Sejiná es un símbolo de nuestro profundo enculpamiento, la acción religiosa ha de tener consecuentemente por finalidad la supresión de dicho exilio o por lo menos el esfuerzo encaminado a obviar esa supresión. El sentido de la redención consiste en la reunificación de Dios y su Sejiná. Por medio de ella recobrarán su unidad primitiva -hablando de nuevo desde un punto de vista mítico- el principio masculino y el femenino, y gracias a la unificación ininterrumpida de ambos las potencias generadoras fluirán de nuevo sin obstáculo por el universo.

Bajo el dominio de la Cábala toda acción religiosa debía ir acompañada de la fórmula de que esto se hacía expresamente «por motivo de la unión de Dios y su Sejiná», fórmula que se repetía en todos los textos y libros litúrgicos del judaísmo posterior, antes de ser eliminada con horror de los libros de rezo para los actos religiosos festivos occidentales por el judaísmo ilustrado del siglo xix, que no sabía qué hacer con tales ideas. A manera de colofón quisiera hacer notar, con respecto a este punto únicamente, que de este gran mito, tan pródigo a su vez en consecuencias para la historia de la Cábala, de la Sejiná y su exilio se han encontrado representaciones en un número infinitamente crecido de viejos ritos, pero al mismo tiempo también en otros de posterior aparición. El ritual de los cabalistas está, de principio a fin, determinado por esta idea profundamente mítica.

En las líneas anteriores nos hemos ocupado de algunos símbolos cabalísticos, a manera de ejemplo, que son en mi opinión muy adecuados para ilustrar la naturaleza del problema de la Cábala y el mito. Sin embargo, en los sistemas de los antiguos cabalistas y sobre todo del Zóhar nos encontramos no sólo con la nueva vivificación de algunos motivos míticos sueltos, sino que somos de hecho confrontados con una espesa textura de creaciones ideológicas míticas y a veces incluso con auténticos mitos plenamente estructurados. Por muy interesantes que sean -desde un punto de vista ideológico- las reinterpretaciones especulativas y teológicas de ese pensamiento mítico, hecho que hemos constatado (tal como se explicó más arriba) en muchos cabalistas, no nos pueden engañar sobre la sustancia espiritual que le sirve de base. Sostengo la opinión de que la neoformulación especulativa de los mitos bajo forma teórica es, en ciertos casos, absolutamente secundaria en la conciencia de sus creadores mismos, y ha sido diseñada como una cubierta esotérica del contenido mítico considerado por ellos como un sagrado misterio.

El lugar donde se muestra el mito en su forma más clara y grandiosa -prescindiendo del Zóhar- es en el sistema más importante de la Cábala tardía, en Isaac Luria (1534-1572), de Safed, así como también, dentro de la secuencia del movimiento cabalístico mesiánico por él suscitado, en las especulaciones teológicas heréticas de los zabbetaístas. Ambas, tanto la Cábala ortodoxa de Luria como la herética de Natán de Gaza (1644-1680), el profeta y teólogo del mesías cabalístico Zabbetay Seví, constituyen en verdad ejemplos asombrosamente perfectos de creaciones míticas gnósticas ubicadas tanto en el judaísmo rabínico como en sus límites, la una como forma estrictamente ortodoxa de dicha gnosis y la otra con una tendencia herética-antinomística. Ambas construcciones del mito cabalístico se hallan en estrecha relación con la experiencia histórica del pueblo judío, factor que explica sin duda, en gran parte, la fascinación innegable que las dos -pero en particular, como es natural, la Cábala luriánica- han ejercido sobre sectores muy amplios y a la vez fácilmente excitables y dotados de capacidad decisoria en materia religiosa de dicho pueblo.

No puedo permitirme tratar ahora de la mitología herética de los zabhetaicos, pero quisiera al menos exponer a grandes rasgos la estructura del mito luriánico en cuanto ejemplo insuperable del contexto que aquí nos ocupa. Es posible que parezca un tanto atrevido el intento de abreviar de este modo las líneas directrices de un pensamiento que en su forma literaria canónica ha necesitado varios gruesos tomos para su exposición completa, una parte de la cual -y que esto no se nos pase por alto- sólo es penetrable dentro de la praxis de una meditación mística y se resiste totalmente, en mi opinión, a una formulación teórica. Y, sin embargo, la estructura básica aquí empleada, el mito fundamental de Luria, si es que puedo utilizar tal expresión, posee una claridad tan desacostumbrada y penetrante que merece la pena intentar su análisis incluso con la máxima brevedad.

El mito de Luria constituye, desde un punto de vista histórico, la respuesta a la expulsión de los judíos de España, un acontecimiento que planteó, con una urgencia desconocida antes de los recién pasados años de catástrofe en la historia judía, la cuestión del significado del exilio y de la vocación de los judíos en el mundo a la conciencia de los contemporáneos de aquel suceso. Aquí se halla recogida y planteada de forma más profunda y esencial que en el Zóhar la cuestión con la que se enfrenta el judío respecto al sentido de la experiencia histórica de su exilio, cuestión que ha pasado a ocupar el centro de las nuevas concepciones que determinan el sistema de Luria.

Este nuevo mito de Luria e concentra en tres grandes símbolos: en la doctrina del tsimtsum o autolimitación divina, en la de la rotura de los recipientes y en la del ticún o estructuración armónica, pero al mismo tiempo limpieza y restauración de la mácula del universo que se ha producido a causa de aquella rotura.

La idea del Tsimtsum, de la que el Zóhar nada sabe y que ha alcanzado su plenitud de significado -después de derivarse de otros tratados- sólo en el pensamiento de Luria, presenta caracteres asombrosos. Esta teoría coloca al principio del drama universal, que es un drama divino, no un acto de emanación, como otros sistemas más antiguos, o algo parecido por medio del cual Dios sale de sí mismo, se comunica y se manifiesta, sino más bien un acto en el que Dios se autolimita, se retira sobre sí y, en lugar de proyectarse hacia fuera, contrae su ser en una más profunda ocultación de su propio yo. El acto del tsimtsum constituye para Luria la única garantía de que existe de alguna manera un proceso universal, ya que precisamente esta contracción de Dios sobre sí mismo -la cual produce en algún lugar determinado un espacio primitivo original llamado tehiru por los cabalistas- hace posible la existencia de algo que no es total y absolutamente Dios en su pura esencia. Los cabalistas no lo dicen directamente; pero está contenido implícitamente en su simbolística que esta regresión del ser divino sobre sí mismo representa una forma profundísima del exilio, del autodestierro. En el acto del tsimtsum se reúnen las potencias justicieras, que se hallaban asociadas de forma infinitamente armónica con las «raíces» de todas las demás potencias en el ser divino, y se concentran en un punto, precisamente en aquel espacio original del que Dios se ha retirado.

La idea de una segregación y fusión continuadamente progresivas de esas potencias justicieras, las cuales suponen ya en último término la existencia del mal en Dios, determina en Luria el carácter esotérico de todo el proceso subsiguiente, en cuanto purificación del organismo divino de los elementos del mal. Esta doctrina de una progresiva selección extractiva del mal de Dios, que sin duda se contradice con otros motivos del pensamiento de Luria y que puede ser calificada al mismo tiempo de particularmente escandalosa -o por lo menos problemática- desde un punto de vista teológico, es debilitada o si no intencionadamente sobrevolada en la mayor parte de las exposiciones del sistema, sobre todo en el caso de su discípulo Jayim Vital, en su gran obra Otz Hayim, el 'Arbol de la vida', de manera que el tsimtsum no aparezca como una necesaria crisis original en Dios mismo, sino como un libre acto de amor, que, no obstante, desencadena por lo pronto de forma bastante paradójica las potencias justicieras.

En ese espacio original o pleroma se hallan mezcladas las «raíces de la justicia» segregadas en el tsimtsum con el residuo de la luz infinita de la divinidad, que se ha retirado de aquél. Y la actuación recíproca y contraria de estos dos elementos, a los que se añade además en un nuevo acto un rayo de la presencia divina que reincide en el espacio original, determinan la naturaleza de las estructuras que aquí se forman. Los procesos que se desarrollan en este pleroma son considerados por Luria como absolutamente intradivinos. Para él se trata del nacimiento de aquellas manifestaciones del Infinito en el pleroma que según su conciencia integran al Dios vivo en la unidad de esas estructuras originales. Porque aquella parte de Dios que no ha participado en el proceso del tsimtsum y en las fases subsiguientes, aquella entidad infinita de Dios que se ha ocultado, apenas desarrolla generalmente aquí un papel de importancia para el hombre. La disputa entre el carácter personal de Dios antes del tsimtsum y su esencia propiamente impersonal, que sólo cobra personalidad en el proceso que se inicia con el tsimtsum, queda sin dirimir en las formas clásicas del mito luriánico.

En el espacio original se forman los prototipos de toda existencia, las formas -determinadas por la estructura de las sefirot- de Adam Cadmón, el Dios que participa en cuanto creador en la creación. La precaria coexistencia de los diferentes tipos de luz divina, que inciden aquí recíprocamente, es, sin embargo, causa de nuevas crisis. Todo, absolutamente todo lo que se forma en el pleroma después del envío del rayo procedente de la luz del En-sof, del ser infinito, porta las huellas del continuamente renovado doble movimiento del tsimtsum y de la fluyente emanación que impele hacia el exterior. Toda graduación del ser se basa en esta tensión. De las orejas, nariz y boca del hombre prototípico se refractan luces que generan configuraciones profundamente ocultas, mundos de la más íntima constitución. Pero el proyecto más importante de la creación proviene de las luces que surgen de los ojos -en refracción propiamente dicha de Adam Cadmón. Pues aquellos recipientes -hechos ellos mismos a su vez de formas inferiores de mezclas lumínicas- que estaban destinados a acoger este flujo lumínico de las sefirot procedente de sus ojos, sirviendo así como recipientes-e instrumentos de la creación, se quebraron bajo su choque. Esta es la decisiva crisis de todo ser divino y creatural, la «rotura de los recipientes», denominada también por Luna en una imagen zoharística la «agonía de los reyes primitivos». Pues el Zóhar interpreta la lista de los reyes de Edom (Génesis: 36), que gobernaron y murieron «antes de que sobre Israel gobernasen reyes», en el sentido de la preexistencia de unos mundos del poder justiciero que perecieron a causa de la hipertrofia de este elemento en ellos.

La muerte de los reyes primitivos por ausencia de armonía entre lo masculino y lo femenino, tal como la expresa el Zóhar, se transforma para Luria en la «rotura de los recipientes», una crisis asimismo de los citados poderes de la justicia, que en el proceso presente son proyectados hacia abajo en sus partes más inasimilables y desarrollan como potencias demónicas una existencia propia. Doscientas ochenta y ocho chispas del fuego de la «justicia», las más duras y pesadas, se precipitaron hacia abajo, mezclándose con los añicos de los recipientes rotos. Y nada permanece como estaba después de esta crisis. Todas las luces de los ojos de Adam Cadmón, o bien fluyen de nuevo hacia arriba -reflejadas por el choque contra los recipienteso bien se abren paso hacia abajo, y todas las leyes reguladoras de tal proceso son detalladamente expuestas por Luria. Nadie se encuentra ya en el lugar donde debiera encontrarse. To-je está en alguna otra parte. Pero un ser que no se halla en si lugar se puede decir que está en el exilio. De este modo resulta que todo ser a partir de aquel acto primitivo es un ser en el exilio y se encuentra necesitado de reconducción a su lugar de origen y de redención. La rotura de los recipientes se continua en todos los siguientes grados de la emanación y de la creación; todo está como roto, todo tiene una mácula, todo es imperfecto.

La pregunta por la causa de estas rupturas en Dios es, naturalmente, tan inexcusable como carente de solución para la Cábala luriánica. La respuesta esotérica afirma que se trata de un acto de purificación de Dios mismo, o sea, de una crisis necesaria que tiene por finalidad la segregación del mal del interior de Dios, pero rara vez es expuesta con franqueza, por muy verdaderamente que reproduzca la auténtica opinión de Luria, tal como dije anteriormente. Este caso se da, por ejemplo, en Yosef ibn T'bul, el segundo discípulo, en importancia, de Luria. Otros se contentan con hacer la vieja alusión a la ley del organismo, al grano de la semilla que revienta y muere, para transformarse en trigo. Las potencias justicieras son según esto como granos de semilla que han sido sembrados en el campo del tehiru y brotan en la creación, si bien sólo por medio de la metamorfosis de la rotura y de la agonía de los reyes primitivos.

De esta forma, pues, ha sido involucrada aquí la crisis original -que constituye en el pensamiento gnóstico el factor decisivo para la comprensión del drama y del secreto universales- dentro de la experiencia del exilio, que en cuanto suceso cósmico profundísimo, aun más, en cuanto proceso que atañe a todo un Dios al menos en la manifestación de su esencia, adopta ahora unas extraordinarias dimensiones correspondientes sin duda al sentimiento de los judíos de aquellas generaciones. El hecho de involucrar el exilio en Dios es tan temerario y atrevido en su paradoja gnóstica como decisivo en cuanto a la enorme repercusión de estas ideas en el judaísmo. Ante el tribunal de una teología racional estas ideas harían sin duda un mediocre papel. En el mundo de la experiencia humana de los judíos constituirían, por el contrario, un grandioso y atractivo símbolo viviente.

Los recipientes de las sefirot, que habían de acoger el universo de la emanación procedente de Adam Cadmón, están, por tanto, destrozados. A fin de restañar esa rotura o de reconstruir el edificio, que después de la segregación de las potencias ahora demonizadas de la pura justicia manifiesta una mayor propensión a la definitiva estructuración armónica, surgieron de la frente de Adam Cadmón unas luces de naturaleza constructiva y curativa. De su efecto proviene el tercer estadio del proceso simbólico, llamado por los cabalistas ticún, 'restitución'. Este proceso transcurre, según la idea de Luria, en Dios de una parte y en el hombre, como cúspide que es de toda criatura, de otra. Claro que éste no es, de ninguna manera, un proceso simple y unívoco, sino que está sometido a múltiples cruces e interferencias. Pues si bien al romperse los recipientes fueron segregadas las potencias del mal, que a partir de entonces han entrado en una fase de independización progresiva, ello no ocurrió de manera completa. Este proceso de segregación ha de proseguir sin cesar, ya que en las configuraciones de los universos sefiróticos ahora en formación continúan existiendo restos de las puras potencias justicieras, los cuales, o bien necesitan ser segregados, o bien transformados en fuerzas constructivas del amor y la gracia.

En cinco estructuras o configuraciones, denominadas por Luria parsufim -rostros de Dios o de Adam Cadmón-, se forma de nuevo en el mundo del ticún la figura del hombre primitivo. Son las formas aparienciales del «paciente» (arij) del padre y de la madre, del «impaciente» (ze'ír anpín) y del elemento femenino que lo complementa (la Sejiná) que a su vez se manifiesta en dos configuraciones llamadas Raquel y Lía. Todo lo que la antigua Cábala y en particular el Zóhar enseñaban sobre la coniunctio del elemento masculino y el femenino en Dios se traslada ahora en una exposición infinitamente prolija y detallada- al proceso de la formación de los dos últimos parufim y a las operaciones que se suceden entre ellos.

A grandes rasgos la figura del ze'ír se cubre ampliamente con el concepto al que el judaísmo tradicional denominaba Dios de la revelación. Se trata del principio masculino, que al ocurrir la rotura de los recipientes se ha salido de su unidad primigenia con lo femenino y debe ahora reconstruirla a un nuevo nivel y bajo aspectos diferentes Las relaciones mutuas de todas estas figuras, su repercusión y reflejo en todo lo inferior, en los universos que se están formando bajo la esfera de la Sejiná, que cierra el «mundo de la emanación», de la creación, la constitución y la estructuración, constituye el interés central de la gnosis luriánica.

Todo lo que acontece en el mundo de los parufim se va repitiendo de manera cada vez más clara en los universos inferiores. Estos universos se forman en un flujo ininterrumpido a partir de las luces progresivamente oscurecidas, con lo que sin duda Luria quería decir que la décima sefirá de cualquier mundo esto es, la Sejiná- actúa en él al mismo tiempo como espejo y como filtro que devuelve la sustancia propiamente dicha de las luces a ella afluyentes y sólo deja pasar y reexpide hacia abajo su residuo y su reflexión. Este mundo en estructuración está mezclado en el estado actual de las cosas con el de las potencias demoníacas, las quelipot, y ello es lo que le proporciona un carácter material y grosero en su apariencia física.

El mundo de la naturaleza constituye también en su esencia -desde un punto de vista totalmente neoplatónico-- un ámbito espiritual. Solamente la rotura de los recipientes con la consiguiente degradación de todas las cosas en su rango ha hecho que se mezcle este mundo con el de lo demoníaco, y su separación es, por tanto, una de las finalidades prioritarias de cualquier esfuerzo dirigido al ticún. Pero esta función, la realización del proceso del ticún en sus fases decisivas, ha quedado encomendada al hombre. Pues por mucho que se haya realizado de este proceso restitutorio durante la formación del universo de los parufim, esto es, en Dios mismo, la definitiva conclusión del proceso quedó, sin embargo, reservada en el plan de la creación al último reflejo de Adam Cadmón, el cual se manifiesta en el mundo más bajo de la «estructuración)> ('asiyá) como Adán, el primer hombre en el sentido de la narración del Génesis. Porque Adán era, sin duda, según su naturaleza, una figura puramente espiritual, una «gran alma», cuyo cuerpo incluso estaba hecho de materia espiritual, de una sustancia astral o lumínica. A él afluían todavía sin impedimento, si bien refractadas y enturbiadas por la degradación, las potencias superiores, reflejándose de esta forma en su persona como en un microcosmos la vida de todos los mundos. Y a él le correspondía también, por medio de la fuerza acumulada en su meditación y actividad espiritual, el extraer todas las «chispas caídas» de su exilio siempre que hubieran permanecido en él- y reponer todas las cosas en su lugar correspondiente.

Si el mismo Adán hubiera cumplido esta misión que le era propia, entonces el proceso universal habría sido llevado a su término en el primer Sábado, e igualmente se habría consumado la liberación de la Sejiná, de su exilio, esto es, de su separación del principio masculino o ze'ír. Pero Adán falló, y su fallo es el de la consumación prematura de la unión masculino-femenina, o también bajo otros símbolos ya usados por los antiguos cabalistas, como, por ejemplo, el pisotear las plantaciones del paraíso y el arrancar la fruta del árbol.

La caída de Adán repite a nivel antropológico el proceso representado por la rotura de los recipientes en el teosófico. Todo vuelve a caer en el desorden e incluso se enreda en él aun con mayor complicación, y sólo ahora es cuando en realidad queda establecida en todo su vigor esa confusión de que antes hablé entre el mundo paradisíaco de la naturaleza y el material del mal a consecuencia de la caída. Cuanto mayor era la oportunidad de la casi ya consumada liberación, tanto más terminante era la precipitación a lo profundo de la naturaleza material, demonizada. De esta manera se encuentra nuevamente el exilio al principio de la historia de la humanidad, bajo el símbolo de la expulsión del paraíso. Las chispas de la Sejiná se han dispersado otra vez por todas partes, infiltradas en cualquier esfera de lo físico y lo metafísico. Y no sólo esto. También se rompió la «gran alma» de Adán, en la que estaba concentrado el total de la humanidad. La enorme estructura cósmica del primer hombre se redujo a sus dimensiones actuales. Las chispas anímicas de Adán, al igual que las chispas de la Sejiná misma, se dispersaron, se precipitaron y emigraron al exilio, bajo el poder de las quelipot, de los «añicos». El mundo de la naturaleza y de la experiencia humana es el teatro del exilio del alma. Cada pecado renueva en su parte correspondiente aquel proceso primitivo, de la misma manera que toda buena acción representa una contribución al regreso de la exiliada.

La historia bíblica sirve a Luria de ilustración a esta situación fundamental. Todo lo que sucede es de acuerdo a la ley secreta del ticún y su fracaso. Las etapas de la historia bíblica son consideradas como renovadas oportunidades de liberación que a su vez han sido falladas en todas las ocasiones que se han presentado. Su punto culminante, la salida de Israel de Egipto y la revelación del Sinaí, interpretado como un símbolo cósmico, queda anulado en su efecto por la degradación del culto idolátrico al becerro de oro. La ley, sin embargo, bien sea la de Noé, que obliga a toda la humanidad, o bien la de la Torá, impuesta a Israel, participa de un significado decisivo: servir de instrumento del ticún. El hombre que obra según la ley hace retornar las chispas caídas de la Sejiná, pero también las de su propia esfera anímica. Restituye su propia figura espiritual a su perfección primitiva. De este modo se puede decir que bajo tal punto de vista la existencia y el destino de Israel son, a pesar de toda su horrible realidad, a pesar de la complicación entre las continuas llamadas de su destino y su no menos incesante enculpamiento, un símbolo en el más profundo sentido de la expresión de la auténtica realidad de todo ser, e incluso, no obstante la reserva con que esto se afirmó en todo momento, de la existencia divina. Precisamente porque la existencia real de Israel constituye en el fondo una auténtica realización de la experiencia del exilio, puede ser calificada al mismo tiempo de simbólica y transparente.

El exilio de Israel es, por tanto, considerado desde un punto de vista mítico, no ya simplemente castigo correspondiente a una falta y piedra de toque que sirve para acreditarse, sino que además de lo dicho y con una visión más profunda encierra una misión de neto carácter simbólico. Por todas partes y en cualquier lugar del mundo debe Israel mantenerse alerta en su exilio, pues también por todas partes se encuentran chispas de la Sejiná a la espera de ser estimuladas, recuperadas y restituidas por un acto de perfección religiosa. De forma que aquí se nos presenta bastante inesperadamente y anclada todavía con perfecta coherencia en el centro de una auténtica gnosis judía- la idea del exilio en cuanto misión, una idea que la Cábala ha legado ya en el momento de su decadencia al judaísmo ilustrado de los siglos XIX y xx, y que si bien para éste no era más que una doctrina vacía de contenido, no dejaba de manifestarse plena de grandiosas resonancias.

Al exilio del cuerpo en la historia externa corresponde por el contrario el exilio del alma en su peregrinar de reencarnación en reencarnación, de forma existencial en forma existencial. La doctrina de la migración de las almas entendida como exilio alcanza ahora una intensidad, anteriormente desconocida, precisamente en amplios sectores de la conciencia popular.

Al someterse Israel a las directrices de la ley, está trabajando en la restitución de todas las cosas. Pero el advenimiento del ticún y de la fase universal que con él se corresponde no es, desde luego, otra cosa que el sentido de la redención. Cuando se cumpla ésta, todo será repuesto -gracias a la magia oculta de la acción humana- en su lugar correspondiente, las cosas serán rescatadas de su confusión y debido a ello liberadas en las esferas del hombre y de la naturaleza de su existencia entregada a las potencias demoníacas, las cuales permanecerán en una pasividad mortal -incapaces de una nueva irrupción destructora-, una vez que sea rescatada de ellas la luz. En cierto sentido, el ticún no reestablece, propiamente hablando, una idea creadora originalmente planeada y nunca puesta en práctica, sino que lo que hace es ante todo darle expresión por primera vez.

Por tanto, se puede decir que toda actividad humana, y en particular del hombre judío, no es más que trabajo en el proceso del ticún. Teniendo esto en cuenta, resulta comprensible que el Mesías desempeñe más bien para este mito cabalístico el papel de un símbolo, de un garante de la perpetrada restitución de todas las cosas con respecto a su exilio. Pues no es la acción del Mesías tomado como una persona encargada de la función concreta de la salvación -al cual se podía considerar como protagonista del ticún- la que aporta la salvación, sino nuestras acciones particulares. De esta manera, la historia de la humanidad en su exilio es interpretada como un constante progreso hacia la meta mesiánica, a pesar de todos los retrocesos. La redención no se produce, por tanto, aquí bajo la forma de una catástrofe en la que la historia se englute a sí misma y llega a su fin, sino como consecuencia lógica de un proceso en el que todos somos copartícipes. La llegada del Mesías no significa para Luria más que la firma bajo un documento escrito por nosotros mismos. El únicamente confirma el advenimiento de un estado que no ha contribuido a instaurar.

Así es, pues, cómo el mundo de la Cábala luriánica se presenta a sí mismo como un gran «mito del exilio y de la redención». Y precisamente es esta relación que tiene con la experiencia del pueblo judío la que le confiere su asombrosa fuerza y la importancia que ha tenido para la historia judía de las generaciones postluriánicas.

Hemos llegado al final de estas cortas consideraciones. El mundo del judío fue acoplado a su mundo primitivo de la manera descrita. El mito cabalístico se hallaba provisto de «sentido», porque había surgido de una relación plenamente consumada con una realidad que precisamente en su mismo horror- por estar sujeta ella misma a una interpretación simbólica, era capaz de proyectar grandiosos símbolos de la vida judía como un caso extremo de humanidad. Los símbolos de los cabalistas ya no son realizables para nosotros a no ser a cambio de un gran esfuerzo, y esto no en todos los casos. Su hora había sonado y el momento oportuno pasó. Nos encontramos provistos de una nueva actitud ante los viejos problemas. Pero cuando surgen símbolos de una realidad plena de sentimiento y penetrada por la luz incolora de la intuición, y si, tal como se ha dicho, cualquier tiempo de plenitud es místico, no cabe duda que entonces podemos afirmar: ¿Cuándo ha tenido el pueblo judío mayores oportunidades de realizar el encuentro con su propio genio, con su verdadera y «perfecta naturaleza», que en el horror y la derrota, en la lucha y la victoria de estos últimos años, al efectuar una utópica retirada hacia el interior de su propia historia?

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