El primer intento de dar una definición del bienestar puede ser éste: el bienestar es estar de acuerdo con la naturaleza del hombre. Si vamos más allá de esta declaración formal surge la pregunta: ¿Qué es estar de acuerdo con las condiciones de la existencia humana? ¿Cuáles son esas condiciones?
La existencia humana plantea un problema. El hombre es lanzado a este mundo sin su voluntad y retirado de este mundo también sin contar con su voluntad. A diferencia del animal, que en sus instintos tiene un mecanismo “innato” de adaptación a su medio y vive completamente dentro de la naturaleza, el hombre carece de este mecanismo instintivo. Tiene que vivir su vida, no es vivido por ella. Está en la naturaleza y, sin embargo, trasciende a la naturaleza; tiene consciencia de sí mismo y esta consciencia de sí como un ente separado lo hace sentirse insoportablemente solo, perdido, impotente.
El hecho mismo de nacer plantea un problema. En el momento del nacimiento, la vida le plantea una pregunta al hombre, y él debe responder a esta pregunta. Debe responderla en todo momento; no su espíritu, ni su cuerpo, sino él, la persona que piensa y sueña, que duerme y come, que llora y ríe, el hombre total. ¿Cuál es la pregunta que plantea la vida? La pregunta es: ¿cómo podemos superar el sufrimiento, el aprisionamiento, la vergüenza que crea la experiencia de separación; cómo podemos encontrar la unión dentro de nosotros mismos, con nuestro semejante, con la naturaleza? El hombre tiene que responder a esta pregunta de alguna manera; y aún en la locura se da una respuesta, rechazando la realidad fuera de nosotros mismos, viviendo completamente dentro de la concha de nosotros y superando así el miedo a la separación.
La pregunta es siempre la misma. No obstante, hay diversas respuestas o, básicamente, hay sólo dos respuestas. Una es superar la separación y encontrar la unidad en la regresión al estado de unidad que existía antes de que despertara la consciencia, es decir, antes del nacimiento del hombre. La otra respuesta es nacer plenamente, desarrollar la propia consciencia, la propia razón, la propia capacidad de amar, hasta tal punto que se trascienda la propia envoltura egocéntrica y se llegue a una nueva armonía, a una nueva unidad con el mundo.
Cuando hablamos de nacimiento nos referimos por lo general al acto de nacimiento fisiológico que se produce para el infante humano alrededor de los nueve meses después de la concepción. Pero en muchos sentidos se valora demasiado la importancia de este nacimiento. En muchos aspectos importantes, la vida del niño, una semana después de nacido, se parece más a la existencia intra-uterina que a la existencia de un hombre o una mujer adultos. Hay, sin embargo, un aspecto único del nacimiento: se rompe el cordón umbilical y el niño inicia su primera actividad: la respiración. Cualquier rompimiento de los lazos primarios es posible, desde este momento, sólo en la medida en que este rompimiento vaya acompañado de una verdadera actividad.
El nacimiento no es un acto, es un proceso. El fin de la vida es nacer plenamente, aunque su tragedia es que la mayoría de nosotros muere antes de haber nacido así. Vivir es nacer a cada instante. La muerte se produce cuando ese nacimiento se detiene. Fisiológicamente, nuestro sistema celular está en un proceso de continuo nacimiento; psicológicamente, sin embargo, la mayoría de nosotros dejamos de nacer en determinado momento. Algunos nacen muertos; siguen viviendo fisiológicamente si bien, mentalmente, su aspiración es volver al seno materno, a la tierra, a la oscuridad, a la muerte; están locos, o muy cerca de estarlo. Otros muchos van un poco más lejos por el camino de la vida. No obstante, no pueden romper el cordón umbilical del todo, por decirlo de alguna manera; permanecen simbióticamente ligados a la madre, al padre, a la familia, la raza, el Estado, la posición social, el dinero, los dioses, etc.; nunca surgen plenamente como ellos mismos y, en consecuencia, nunca nacen plenamente.
La evolución del hombre desde la fijación en la madre y el padre, hasta el punto de plena independencia e iluminación ha sido bellamente descrita por Meister Eckhart en “El libro de Benedictus”: “En la primera etapa, el ‘hombre interior o nuevo’, dice San Agustín, sigue los pasos de personas buenas y piadosas. Es todavía un niño en el pecho de su madre. En la segunda etapa no sigue ya ciegamente el ejemplo, ni siquiera el de la gente buena. Persigue con ardor la instrucción sólida, el consejo divino, la sabiduría santa. Vuelve la espalda al hombre y el rostro a Dios: abandona el regazo materno y sonríe a su Padre celestial. En la tercera etapa se aleja más y más de su madre, se separa cada vez más de su pecho. Rehúye la preocupación y rechaza el temor. Aunque podría con impunidad tratar a todos con rudeza e injusticia no encontraría satisfacción en esto, pues en su amor a Dios lo ha comprometido con Él y con Él se ocupa de hacer
el bien.
Dios lo ha establecido tan firmemente en la alegría, en la santidad y el amor que todo lo que sea distinto y ajeno a Dios le parece sin valor y repugnante. En la cuarta etapa crece cada vez más y se arraiga en el amor, en Dios. Está siempre dispuesto a aceptar cualquier lucha, cualquier prueba, adversidad o sufrimiento y a hacerlo de buena voluntad, satisfecho, con alegría. En la quinta etapa está en paz y goza la plenitud de la sabiduría suprema inefable. En la sexta etapa es de-formado y transformado por la naturaleza eterna de Dios. Ha llegado a la plena perfección y, olvidando las cosas pasajeras y la vida temporal, es arrastrado, transportado a la imagen de Dios y se convierte en hijo de Dios. No hay otra etapa superior. Es el descanso y la felicidad eternos. El fin del hombre interior y nuevo es la vida eterna”.
El intento regresivo de responder al problema de la existencia puede asumir distintas formas; lo común a todas es que necesariamente fracasan y conducen al sufrimiento. Una vez que el hombre es separado de la unidad prehumana, de la unidad paradisíaca con la naturaleza, nunca puede volver a donde vino; dos ángeles con fieras espadas le cierran el regreso. Sólo en la muerte o en la locura puede realizarse esa vuelta, no en la vida ni en la salud.
El hombre puede tratar de encontrar esta unidad regresiva en diversos niveles, que son al mismo tiempo diversos niveles de patología e irracionalidad. Puede sentirse poseído por la pasión de volver al seno materno, a la madre tierra, a la muerte. Si este objetivo se apodera de él y no es controlado, el resultado es el suicidio o la locura. Una forma menos patológica de la busca regresiva de la unidad es el deseo de permanecer ligado al pecho materno, a la mano materna o al mando paterno. Las diferencias entre estos distintos deseos marcan las diferencias entre diversos tipos de personalidades. El que permanece en el pecho de la madre es la criatura que sigue mamando, eternamente dependiente, que tiene una sensación de euforia cuando es amado, cuidado, protegido y admirado y se siente lleno de insoportable ansiedad cuando lo amenaza la separación de la madre amantísima. El que permanece ligado a la autoridad del padre puede desarrollar bastante iniciativa y actividad y, sin embargo, siempre con la condición de que haya una autoridad presente que de órdenes, que elogie y castigue.
Otra forma de orientación regresiva está en la destructividad, en el deseo de superar la separación a través de la pasión de destruirlo todo y a todos. Puede perseguirse este fin mediante el deseo de conocerse e incorporarse todo y a todos, es decir, de experimentar al mundo y a todo lo que hay en el mundo como comida, o mediante la destrucción directa de todo, salvo una cosa: él mismo. Otra forma de tratar de curar el sufrimiento de la separación está en construir el propio Ego, como una “cosa” separada, fortificada, indestructible. Se experimenta entonces a sí mismo como propiedad propia, como fuerza, prestigio, intelecto propios.
La salida del individuo de la unidad regresiva va acompañada por la superación gradual del narcisismo. Para el niño, poco después del nacimiento, no hay ni siquiera consciencia de la realidad que existe fuera de él mismo en el sentido de la percepción sensorial; él, el pezón de la madre y el pecho de la madre son todavía la misma cosa; se encuentra en un estado anterior al momento en que tiene lugar la diferenciación sujeto-objeto. Después de algún tiempo, la capacidad de diferenciación sujeto-objeto se desarrolla en todos los niños, pero sólo en el sentido obvio de consciencia de la diferencia entre yo y lo que no es yo. Pero en un sentido afectivo, exige el desarrollo de la plena madurez para superar la actitud narcisista de omnisciencia y omnipotencia, suponiendo que se alcance alguna vez esta etapa.
Observamos esta actitud narcisista con toda claridad en la conducta de los niños y las personas neuróticas, con la salvedad de que en los primeros es generalmente consciente y en los segundos inconsciente. El niño no acepta la realidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Vive en sus deseos y su visión de la realidad es lo que él quiere que sea. Si su deseo no se cumple, se pone furioso y la función de esta furia es obligar al mundo (a través del padre y la madre) a responder a su deseo. En el desarrollo normal del niño, esta actitud varía lentamente hacia la actitud madura de tener consciencia de la realidad y aceptarla, aceptar sus leyes y, por tanto, su necesidad.
En la persona neurótica encontramos invariablemente que no ha llegado a este punto y no ha renunciado a la interpretación narcisista de la realidad. Insiste en que la realidad debe conformarse a sus ideas, y cuando reconoce que esto no es así, reacciona o bien con el impulso de forzar a la realidad a responder a sus deseos (es decir, a hacer lo imposible) o con el sentimiento de impotencia porque no puede realizar lo imposible. La noción de libertad de esta persona es, tenga o no consciencia de ello, una noción de omnipotencia narcisista, mientras que la noción de libertad de la persona plenamente desarrollada es la de reconocer la realidad y sus leyes y actuar dentro de las leyes de la necesidad, relacionándose con el mundo en forma productiva, captando al mundo con las propias capacidades de pensamiento y afecto.
Estas distintas metas y los caminos para alcanzarlas no son primariamente diferentes sistemas de pensamiento. Son diferentes modos de ser, diferentes respuestas del hombre total a la pregunta que le hace la vida. Son las mismas respuestas que han sido dadas en los diversos sistemas religiosos que constituyen la historia de la religión. Del canibalismo primitivo al budismo zen, la raza humana ha dado sólo algunas respuestas a la cuestión de la existencia, y cada hombre da en su propia vida una de estas respuestas, aunque por lo general no tiene consciencia de su respuesta. En nuestra cultura occidental, casi todo el mundo piensa que da la respuesta de las religiones cristiana o judía, o la respuesta de un ateísmo ilustrado y, sin embargo, si pudiéramos tomar una radiografía mental de cada uno, encontraríamos muchos adeptos al canibalismo, muchos adoradores de tótem, muchos que veneran ídolos de distintos tipos, y unos cuantos cristianos, judíos, budistas, taoístas. La religión es la respuesta formal y elaborada a la existencia del hombre y como puede ser compartida en la consciencia y a través del ritual con otros, hasta la religión más inferior crea una sensación de racionalidad y de seguridad por la misma comunión con otros. Cuando no es compartida, cuando los deseos regresivos están en contraposición con la consciencia y las exigencias de la cultura existente, entonces la “religión” secreta, individual, es una neurosis.
Para entender al paciente individual – o a cualquier ser humano - hay que saber cuál es su respuesta a la cuestión de la existencia o, para decirlo de otra manera, cuál es su religión secreta, individual, a la que se dedican todos sus esfuerzos y pasiones. La mayoría de lo que uno considera como “problemas psicológicos” son sólo consecuencias secundarias de esta “respuesta” básica, y de ahí que resulte bastante inútil tratar de “curarlos” antes de haber entendido esta respuesta básica, es decir, su religión secreta, privada.
Volviendo ahora al problema del bienestar, ¿cómo vamos a definirlo a la luz de lo que hemos dicho hasta ahora? El bienestar es el estado de haber llegado al pleno desarrollo de la razón: la razón no en el sentido de un juicio puramente intelectual, sino en el sentido de captar la verdad “dejando que las cosas sean” (para usar el término de Heidegger) tal como son. El bienestar es posible sólo en la medida en que uno ha superado el propio narcisismo; en la medida en que uno está abierto, en que responde, en que es sensible y está despierto, vacío (en el sentido zen). El bienestar significa alcanzar una relación plena con el hombre y la naturaleza afectivamente, superar la separación y la enajenación – llegar a la experiencia de unidad con todo lo que existe - y, sin embargo experimentarse al mismo tiempo como el ente separado que Yo soy, como el in-dividuo.
El bienestar significa nacer plenamente, convertirse en lo que se es potencialmente; significa tener la plena capacidad de la alegría y la tristeza o, para expresarlo de otra manera, despertar del sueño a medias en que vive el hombre medio y estar plenamente despierto. Si es todo eso, significa también ser creador; es decir, reaccionar y responder a sí mismo, a los otros – a todo lo que existe - reaccionar y responder como el hombre real, total, que soy, a la realidad de todos y de todo tal como es. En este acto de verdadera respuesta está el área de capacidad creadora, de ver al mundo tal como es y experimentarlo como mi mundo, el mundo creado y transformado por mi comprensión creadora, de modo que el mundo deje de ser un mundo extraño “allí” y se convierta en mi mundo. El bienestar significa, por último, desprenderse del propio Ego, renunciar a la avaricia, dejar de perseguir la preservación y el engrandecimiento del Ego, ser y experimentarse en el acto de ser, no en el de tener, conservar, codiciar, usar.
He tratado de señalar, en las observaciones anteriores, el desarrollo paralelo en el individuo y en la historia de la religión. En vista del contexto de este texto, considero necesario elaborar más algunos aspectos psicológicos cuando menos del desarrollo religioso.
He dicho que al hombre se le plantea una pregunta por el hecho mismo de su existencia y que es una pregunta planteada por la contradicción dentro de sí mismo, la de ser en la naturaleza y, al mismo tiempo, trascender a la naturaleza por el hecho que es vida consciente de sí misma. Cualquier hombre que escuche esta pregunta que se le plantea y que convierta en cuestión de “importancia definitiva” el responder a esta pregunta y responderla como un hombre total y no mediante ideas, es un hombre “religioso”; y todos los sistemas que tratan de dar, enseñar y transmitir esas respuestas son “religiones”.
Por otra parte, cualquier hombre – y cualquier cultura - que trate de ser sordo a la pregunta existencial son irreligiosos. No hay mejor ejemplo de hombres sordos a la pregunta formulada por la existencia que nosotros mismos, que vivimos en este siglo. Tratamos de evadir el problema con la preocupación por la propiedad, el prestigio, el poder, la producción, la diversión y, en última instancia, tratando de olvidar que nosotros – que yo - existimos. No importa con cuánta frecuencia piense en Dios o vaya a la iglesia, o en qué medida crea en las ideas religiosas, si él, el hombre total, es sordo a la pregunta de la existencia, si no tiene una respuesta que ofrecerle, está agotando el tiempo, y vive y muere como una cosa más del millón de cosas que produce. Piensa en Dios, en vez de experimentar ser Dios.
Pero es engañoso pensar en las religiones como si tuvieran necesariamente algo en común más allá de la preocupación por dar una respuesta a la pregunta de la existencia. Por lo que se refiere al contenido de la religión, no hay ninguna unidad; por el contrario, hay dos respuestas fundamentales opuestas, que ya han sido mencionadas, respecto del individuo; una respuesta es volver a la existencia prehumana, preconsciente, descartar la razón, convertirse en un animal y volver a ser uno solo con la naturaleza. Las formas en que se expresa este deseo son múltiples. En un polo están fenómenos tales como los que encontramos en las sociedades secretas germánicas de los berserkers (literalmente: “camisas de oso”) que se identificaban con un oso, en las que un joven, durante su iniciación, tenía que “trasmutar su humanidad a través de un ataque de furia agresiva y aterradora, que lo asimilaba al rabioso animal de presa”. (El hecho de que esta tendencia a volver a la unidad prehumana con la naturaleza no se limita de ningún modo a las sociedades primitivas resulta evidente si establecemos la relación entre los “camisas de oso” y los “camisas pardas” de Hitler.
Si bien un amplio sector de miembros del Partido nacional Socialista estaba compuesto por políticos mundanos, oportunistas, despiadados, ávidos de poder, por junkers, generales, hombres de negocios y burócratas, el núcleo representado por el triunvirato de Hitler, Himmler y Goebbels no era esencialmente diferente de los “camisas de oso” primitivos, impulsados por una furia “sagrada” y por el deseo de destrucción como la realización última de su visión religiosa. Estos “camisas de oso” del siglo XX revivieron la leyenda de “asesinato ritual” acerca de los judíos y, al hacerlo así, proyectaron uno de sus deseos más profundos: el asesinato ritual. Cometieron asesinato ritual primero con los judíos, después con los pueblos extranjeros, luego con el propio pueblo alemán y, por último, asesinaron a sus propias mujeres e hijos y a sí mismos en el rito final de destrucción completa.
Hay otras muchas formas religiosas menos arcaicas que buscan la unidad prehumana con la naturaleza. Se encuentran en cultos en los que la tribu se identifica con el animal tótem, en los sistemas religiosos dedicados a la adoración de árboles, lagos, cavernas, etc., en los cultos orgiásticos que tienen como fin la eliminación de la lucidez, la razón y la consciencia. En todas estas religiones, lo sagrado es aquello que pertenece a la visión de la transmutación del hombre en una parte prehumana de la naturaleza; el “hombre sagrado” (por ejemplo, el chamán) es el que ha ido más lejos en el logro de su fin.
El otro polo de la religión está representado por todas aquellas religiones que buscan la respuesta a la cuestión de la existencia humana por medio de la emersión de la existencia prehumana, del desarrollo de la específica capacidad humana de razón y amor y el encuentro de una nueva armonía entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre. Aunque esos intentos pueden encontrarse en individuos de sociedades relativamente primitivas, la gran línea divisoria para la humanidad entera parece estar en el período que va aproximadamente del año 2000 a.C. y el inicio de nuestra era. El taoísmo y el budismo en el Lejano Oriente, las revoluciones religiosas de Eknatón en Egipto, la religión de Zoroastro en Persia, la religión de Moisés en Palestina, la religión de Quetzalcóatl en México, representan la nueva dirección que ha tomado la humanidad.
La unidad se busca en todas estas religiones, no la unidad regresiva que se encuentra volviendo a lo pre-individual, a la armonía preconsciente del paraíso, sino la unidad en un nuevo nivel: esa unidad que sólo puede lograrse después de que el hombre ha experimentado su separación, después de que ha atravesado la etapa de enajenación de sí mismo y del mundo y ha nacido plenamente. Esta nueva unidad tiene como premisa el pleno desarrollo de la razón del hombre, que conduce a una etapa en que la razón ya no separa al hombre de su captación inmediata, intuitiva, de la realidad. Hay muchos símbolos de la nueva meta que está en el futuro, no en el pasado: Tao, Nirvana, Iluminación, el Bien, Dios. Las diferencias entre estos símbolos son provocadas por las diferencias sociales y culturales que existen en los diversos países donde surgieron.
En la tradición occidental el símbolo escogido como “meta” fue la figura autoritaria del rey o el jefe tribal supremo. Pero ya en la época del Antiguo Testamento, esta figura cambia de la de un gobernante arbitrario a la de un gobernante ligado al hombre por la alianza y las promesas contenidas en ella. En la literatura profética el fin es considerado como el de una nueva armonía entre el hombre y la naturaleza en el tiempo mesiánico; en el cristianismo, Dios se manifiesta como hombre; en la filosofía de Maimónides, como en el misticismo, los elementos antropomórficos y autoritarios están casi completamente eliminados, aunque en las formas populares de las religiones occidentales han permanecido sin mucho cambio.
Lo común al pensamiento judeo-cristiano y al budista zen es la consciencia de que debo renunciar a mi “voluntad” (en el sentido de mi deseo de forzar, dirigir, estrangular al mundo fuera de mí y dentro de mí) para estar completamente abierto, capaz de responder, despierto, vivo. En la terminología zen esto se llama con frecuencia “vaciarse a uno mismo”, lo que no tiene un sentido negativo, sino que significa la apertura para recibir. La terminología cristiana llama a esto por lo común “matarse a uno mismo y aceptar la voluntad de Dios”. Parece haber pocas diferencias entre la experiencia cristiana y la experiencia budista que están detrás de las dos formulaciones diferentes. Sin embargo, por lo que se refiere a la interpretación y la experiencia populares, esta formulación significa que en vez de tomar las decisiones por sí mismo, el hombre deja sus decisiones a un padre omnisciente, omnipotente, que vela por él y sabe lo que es bueno para él. Es evidente que en esta experiencia el hombre no se abre ni se vuelve capaz de responder, sino que se hace obediente y sumiso. Seguir la voluntad de Dios en el sentido de la verdadera renuncia al egoísmo puede lograrse mejor si no hay concepto de Dios. Paradójicamente, sigo efectivamente la voluntad de Dios si me olvido de Él. El concepto de vacío del zen implica el verdadero significado de renunciar a la propia voluntad, sin peligro, sin embargo, de regresar al concepto idolátrico de un padre que ayuda.
Erich Fromm
Extractado por David Urzúa de
Budismo Zen y Psicoanálisis.- D. T. Suzuki, E. Fromm.-
Fondo de Cultura Económica.
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